Elogio de las malas palabras

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Hoy vengo a hacer el elogio de las malas palabras. O, cuando menos, a aligerar su carga ominosa. Vengo a levantar la bandera de la libertad de palabra más alto que Mendieta, el ilustre perro de Inodoro Pereyra, a celebrar la libertad de expresión en la más espontánea de sus formas: irrumpir desde las entrañas del hablante y dar con estrépito en el rostro del oyente. Hoy quiero cobrar venganza por la gazmoñería de mis maestros que, no contentos con amonestarme cuando apostrofaba a mis compañeros de banco, fastidiaban a mis padres con malas anotaciones en mi cuaderno. Quiero ejercer mi derecho de hablar como mejor convenga a mi ánimo, variable como el viento, espiralado unas veces hacia arriba y otras hacia abajo, y casi siempre desafiando las reglas RAE.

Pero antes de iniciar esta alabanza debo reconocer el territorio enemigo para después transgredir sus límites. El diccionario de la Real Academia Española no incluye la expresión mala palabra; sí incluye otras como palabra gruesa (dicho inconveniente u obsceno) y palabra picante (la que hiere o mortifica a la persona a quien se dice). Y enseña que las buenas palabras son las expresiones o promesas corteses dichas con intención de agradar y convencer.

Va de suyo que esos doctos señores nos quieren corteses y adulones. No les importa la salud personal de los hablantes que sufragan sus enconos en las arcas de los psicoanalistas, no les importa la salud social de las multitudes, que unas veces quieren vomitar su descontento con los gobernantes y otras quieren ser obsequiosos con los árbitros del fútbol. No saben los mandamases de la lengua que una gresca matrimonial puede saldarse con una palabrota a cambio de un trompis o de un descuartizamiento. Ellos te dicen que debes agradar y convencer, nunca utilizar la mala palabra, calmante y sanadora.

Para mi consuelo he sabido que la Academia Argentina de Letras, desoyendo los consejos de aquellos capitanes de la lengua, inició una campaña de desobediencia filológica*. En su catálogo de argentinismos incluyó unas voces que no encontrarás en el mataburros oficial de la lengua, entre ellas, algunos de los más lucidos improperios que se recitan en el Río de la Plata y sus arrabales.

Fontanarrosa

El empeño de este disparatador rosarino, amigo del fútbol y de las malas palabras, merece un lugar en estas columnas. Corría la primavera argentina de 2004 y a orillas del Paraná se celebraba el III Congreso de la Lengua. Junto a los más ilustres cultores del buen hablar, ocupaba un sitio el benemérito humorista y hombre de malas letras que titula este capítulo.

Y fue precisamente su discurso, dicho en la sesión de cierre, el que quedó en la memoria de todos, de los ilustres académicos y de los curiosos, de los escritores afamados y de los cagatintas. “Yo, dijo Fontanarrosa, como casi siempre hablo desde el desconocimiento, me pregunto por qué son malas las malas palabras, quién las define como tales y por qué […] ¿O es que acaso las malas palabras les pegan a las buenas? ¿Son malas porque son de mala calidad, cuando uno las pronuncia se deterioran?” Y cuando el auditorio –jocundos unos por el dislate e iracundos otros por la blasfemia- parecía recuperar su compostura, el disertante arrojó el guante: “Yo pido que atendamos a la condición terapéutica de las malas palabras. Mi psicoanalista dice que es imprescindible para descargarse, para dejar de lado el estrés y todo ese tipo de cosas. Lo único que yo pido (no quiero hacer una teoría) es reconsiderar la situación de estas palabras. Pido una amnistía para la mayoría de ellas […] Integrémoslas al lenguaje, que las vamos a necesitar”.

En este punto no puedo dejar de preguntarme por qué los hombres habíamos de necesitar las malas palabras. Porque son terapéuticas, en opinión del psicoanalista mentado, porque son un tesoro filológico que no puede ser reemplazado: “no es lo mismo decir que una persona es tonta o zonza que decir que es un pelotudo”. Y porque admite una estructura logarítmica rigurosa, al igual que los más precisos conceptos de la lógica. Dice un autor anónimo que profundos estudios lingüísticos y filológicos han revelado que ciertos giros populares del Idioma castellano siguen una rigurosa estructura matemática. El lector podrá verlo en el cuadro adjunto.

La familia rioplatense

Así como el maledicente rioplatense ha acuñado el verbo putear para nombrar los numerosos exabruptos soeces derivados en un sustantivo que suele aplicarse a la rama materna del oponente, también ha creado un ámbito amable para reunir a quienes merecen su afecto. Con ese propósito los ha designado con el patronímico bolú, que vale ora como sustantivo común, ora como sustantivo propio, como apellido familiar.

Este es un caso en el que la palabra, ese atributo humano que unas veces elogié y otras desdeñé, abandona su significado literal para, primero, adquirir un sentido insultante, y después designar a quienes merecen afecto. Una familia que más allá de su origen diverso ha encontrado una palabra que reúne a sus miembros y los remite a Adán, ese padre común que, por haber sido amasado en la antigüedad, sólo ha conocido la carga ominosa del sustantivo en cuestión.

Algo más hay que decir a este respecto, y es que los argentinos somos generosos. Hemos salido al mundo para enseñarles a todos los hombres, a todas las naciones, el efecto sanador de las palabras malas. Quizá un gremio se sienta afectado por tamaña generosidad, el de los psicoterapeutas. Pero ellos buscarán otros modos de subsistencia, lejos del diván y de sus lucubraciones y requiebros porque, como se dijo, las malas palabras sanan por sí, sin el auxilio de Freud, de Lacán y de sus acólitos. Sanan a muchos a expensas de pocos.

Malhablantes o malvivientes

Además, el uso de las malas palabras tiene ventajas que no han sido dichas todavía. Ellas permiten una gradación hacia lo más y lo menos que es compatible con las sutilezas del espíritu. Permiten recorrer la genealogía materna, fraterna y conyugal hasta el cuarto grado de consanguinidad, tercero de colateralidad y primero de afinidad. Madres, abuelas, trasabuelas, tías, hermanas y esposas suelen ser ornadas con ajustados epítetos. Medias tintas justicieras que no caen en la chocantería bocayriverista.

Esa cualidad de nombrar lo sutil, de hurgar en la genealogía y establecer el lugar justo que le corresponde a cada quien, es propia de quienes saben distinguir lo uno de lo otro. Los malhablantes son personas que, más allá de las mandas académicas, califican con precisión al oponente y conocen las más finas diferencias, lo que escapa al rigor libresco. Son diestros puteadores que iluminan la verdad sin vueltas ni remilgos, sin tardanza, así, con un solo haz de luz, con la palabra justa.

Cuestión de género

Lo he dicho: la mala palabra rioplatense siempre alude al género femenino. No existen, que yo sepa, malas palabras que se atribuyan al padre, al hermano o al tío del otro.

Este talante discriminatorio me puso en aprietos y estuve a punto de desistir de escribir esta alabanza. Pensé que en este tiempo de igualamiento de los géneros no se justifica excluir a la ascendencia masculina de la nomenclatura prosaica, que así como las mujeres ahora votan y gobiernan y trabajan y escriben y van al fútbol y a los bares, también los varones deberían ser sujetos pasivos de los calificativos procaces, la ascendencia masculina del oponente también debería merecer las mil y una sutilezas de que es capaz la maledicencia femenina. Y entonces decidí acometer la obra. Porque las malas palabras que generosamente se prodigan en ambas costas del Río de la Plata son el producto del machismo inveterado que cultivamos y nos empeñamos en sostener, porque los varones hemos agotado el repertorio de las malas palabras atribuidas a las mujeres. Entonces ¿no es llegado el tiempo de que las congéneres de Eva fatiguen su mollera para decir qué galas ornarán a los hombres y a sus ascendientes y colaterales masculinos?

Este no es un manifiesto feminista. Es la reflexión de alguien que, afecto al mal hablar, debe sufragar su gazmoñería en la prisión que la Real Academia Española construyó con 87.000 palabras solventadas por un banco de datos de 400 millones de registros sincrónicos y diacrónicos y un fichero de 14 millones de papeletas léxicas y lexicográficas. Estos datos, recogidos a comienzos de 2008, no alcanzan para disuadirme de escribir este elogio de las malas palabras.

* Ver Diccionario del habla de los argentinos, Espasa, Buenos Aires 2005.

Elogio del disparate

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Disparatar es decir o hacer algo fuera de razón y regla. Es un verbo que nos llega del latín disparāre, que vale por separar. Disparatar es, pues, exceder los fueros. Y disparate es el hecho o dicho que incurre en ese exceso. Hasta aquí mi obediencia debida al diccionario de la lengua.

Veamos ahora qué nos dice el otro catálogo, el que si bien está construido con las mismas palabras y poblado por los mismos hablantes, quiere transgredir el rigor libresco y las mandas sociales. En este sentido, disparate es todo lo que aún no ha consagrado el uso o desvelado la ciencia, lo que se ofrece a los ojos y al entendimiento como irrealizable. Mil y una cosas fueron disparatadas hasta que visitaron la realidad, y hoy están llenos de esos disparates la cartera de la dama y el bolsillo del caballero. Los hogares, las oficinas, las fábricas están colmadas de disparates. Y aún el espacio cósmico disparata saberes que los hombres recogemos desde esta partícula de polvo celeste que presuntuosamente llamamos Tierra, así, con inicial mayúscula.

Si hoy estás aquí y allá al mismo tiempo, si en todos lados se habla del revés del cosmos, de lo infinitesimal, si un mísero gato, el de Schröedinger, ha puesto en apuros al mismísimo Einstein y en los laboratorios de física cuántica se teletransportan partículas subatómicas ¿cómo, entonces, no elogiar el disparate?

Cuando al Maestro Nasreddín le preguntaron quién era mayor, él o su hermano, disparató: Hace un año mi madre me dijo que mi hermano era un año mayor que yo, así que ahora somos iguales. Si por aquellos años Einstein hubiera vivido y enunciado sus dos grandes teorías, la de la relatividad especial y la de la relatividad general, este disparate memorable no habría sorprendido a sus coetáneos. El sabio judeo-alemán dio vuelta el dislate de Nasreddín como una media y lo puso en estos términos: Un mellizo se embarca en una nave que viaja a una velocidad cercana a la de la luz. Algún tiempo después regresa a tierra y se encuentra con que es más joven que su hermano. Mellizos de edades diferentes. No es una mentira, sólo es una conjetura de la ciencia; no es una paradoja, como gustan llamarla los coleccionistas de contradicciones, tampoco una imposibilidad científica, al menos por lo que la ciencia sabe en nuestros días. Es un disparate que merece mi elogio y mi exultación. Y también merece el papel y la tinta que le dispenso en estas columnas.

Lo dije: la voz disparate nos llega del latín disparāre, que significa separar. Separar el conocimiento ordinario del que todavía no ha desvelado la ciencia, el que nos grita a voces que es verdadero porque ha sido bendecido por los sabedores, del que nos susurra al oído que hay un universo conjetural que sólo necesita el auxilio del tiempo para consagrarse.

Perplejidad y disparate

No sé si el estado de perplejidad es una condición previa al disparate o si el disparate suscita el estado de perplejidad. Siempre he querido evitar estas razones recíprocas, de ida y vuelta, que para despertar el interés del lector se ponen del derecho y del revés. Ellas suelen ser engañosas porque te cautivan como la moneda que no sabes si caerá de cara o de ceca.

Hecha esta prevención y prescindiendo de su formula paradojal, pueden considerarse disparates las afirmaciones de que el veloz Aquiles nunca podrá alcanzar a la morosa tortuga (Zenón de Elea), que todos los cretenses son mentirosos (Epeménides, el cretense), que existe un conjunto de todos los conjuntos que no se contienen a sí mismos (Russell), que un gato encerrado en una caja está vivo y muerto al mismo tiempo (Schröedinger) y muchas otras invenciones que han dado pasto a los filósofos, que han favorecido el desarrollo de la lógica y contribuido a la solución de problemas matemáticos. Es más: algunos disparates, es decir, afirmaciones que están fuera de razón y regla, dispararon un nuevo género de investigación y de saber que hoy es conocido como física cuántica. Nada menos.

Si frente a proposiciones de esta clase (quizá alguna vez las revise para fastidiar al lector, sólo para eso) uno se sitúa con desinterés, engrosará el parloteo ocioso de los charlatanes; si se sitúa con curiosidad, fatigará los libros y visitará los escondrijos de Internet; si mira su sesgo humorístico, alegrará sus horas; si escoge el lado lúdico, distraerá su insomnio. Pero si puede sacudirse la modorra y despertar su perplejidad, entonces tendrá expeditos los caminos de la filosofía, de la lógica, de las matemáticas, de la física y, a veces, de la teología. En tal caso estaremos hablando de disparates que, por ser bienhechores, merecen elogio.

La filosofía como dislate

La sobremodernidad ha disparado sobre las sociedades del Occidente opulento y febril un arma letal. Ha creado en los hombres de este lado del mundo la sensación de que la filosofía se ha muerto, que no contribuye a la solución de los problemas humanos y que ha cedido la posta a sus efluentes como la psicología, la sociología, la política y la ética. La sobremodernidad ha logrado, así, desembarazarse de la madre de todos los saberes, para darle carta de ciudadanía a disciplinas más dóciles y maleables, más complacientes con sus propósitos de poder y de lucro. Estas disciplinas, que a la manera de las otras ciencias precisan de la experimentación y el ensayo, de la demostración y la práctica para validarse, desdeñan los dislates de que es capaz la filosofía. En verdad, si algo distrae a un sistema de creencias, si algo perturba el orden en una sociedad domesticada, es la facultad de disparatar de sus hombres más audaces.

La aeronavegación fue un disparate en la Edad Media, y viajar de un país a otro en carro de plaza es un disparate en nuestros días. Aquello, por la imposibilidad de sostenerte en el aire, esto, por el ingente dispendio de energía y de tiempo que conlleva. Disparates que han sido saldados por la ciencia, la técnica, las mil industrias; como hablar con un habitante de la remota China sin levantar tus nalgas del asiento. Pero los dislates de la filosofía, esos apasionantes ejercicios del pensamiento, no pueden saldarse de modo alguno. Por eso el siglo XX ha querido derogar la filosofía, y para hacerlo ha empezado por denostar sus manifestaciones más cautivantes, los disparates. Por eso merece aquilatarse el disparate, por su carga de libertad, porque te exonera del mandato de los hombres, de las leyes, de los dioses, de la naturaleza. Y te arroja al viento.

Borges disparatador

Nacía la primavera de 2002 cuando convoqué a los panelistas del Café Filosófico Heráclito para departir sobre el Argumentum Ornithológicum que Borges disparató en El Hacedor*. Este es el texto, mágico y agudo: “Cierro los ojos y veo una bandada de pájaros. La visión dura un segundo o acaso menos; no sé cuántos pájaros vi. ¿Era definido o indefinido su número? El problema involucra el de la existencia de Dios. Si Dios existe, el número es definido, porque Dios sabe cuántos pájaros vi. Si Dios no existe, el número es indefinido, porque nadie pudo llevar la cuenta. En tal caso, vi menos de diez pájaros (digamos) y más de uno, porque no vi nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres o dos pájaros. Vi un número entre diez y uno, que no es nueve, ocho, siete, seis, cinco, etcétera. Ese número entero es inconcebible; ergo, Dios existe”.

Durante el debate, los que adherían a Borges y los que no, esgrimían argumentos teológicos para abonar sus tesis. Un disparate había suscitado pasiones y ardores extramundanos, infrecuentes de ver en otras mesas de discusión. La calidad estética del texto de nuestro autor y el vuelo infatigable de su imaginación, el hombre de letras y el filósofo, se disputaban el lugar de preeminencia en las preferencias de los panelistas. Por fin, alguien propuso que el examen del Aleph fuera el tema de la próxima discusión, porque, dijo, esa invención es el más ilustre disparate de la literatura rioplatense. Yo estoy tentado a suscribir esta sentencia.

Elogiar el disparate no es un disparate. Es un moderado estímulo al pensamiento y a la creatividad, es invitar al lector a emprender el vuelo, aligerar el peso de su condicionamiento y atreverse a recorrer ese universo de cosas intangibles donde, bajo los escombros de la realidad, está atrapada la alegría de vivir.

Entre nos y por lo bajo

No quieras comer los disparates, suelen ser indigestos. Prefiere un trozo de pan, y si tienes con qué pagarlo, también queso y vino de buen origen. El disparate puede alimentar tu espíritu, afilar tu pensamiento, lustrar tu mollera, no llenar tu barriga. Y puede sosegarte cuando los afanes mundanos turben tu paz y el insomnio le gane a tu fatiga. El disparate es el cántaro: sin él no puedes llevar contigo el agua del manantial.

(Te digo por lo bajo: mientras dura esta alabanza, mientras la escribo, procuro separar los disparates de buena hechura de los otros, de los que no merecen elogios y quizá ni siquiera el nombre de disparates. Son los que el sacrosanto mamotreto de la lengua española define como atrocidades).

* J. L. Borges, El Hacedor, Obras Completas, Emecé, Barcelona 1996, tomo II, pág. 165.

Elogio de la duda

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Sugestivo el título. Y difícil el tema.

Que los dioses me asistan en esta aventura que quiere abandonar el común sentir de los hombres para discurrir por territorios azarosos, mientras cabalgando sobre mil libros vienen los amonestadores de siempre para señalar mi desvarío.

Y yo, que elegí el camino que desbrozó el oscuro Heráclito, me proclamo agnóstico de todos los saberes, remedo del agricultor que siembra ignorando si segará los frutos. Soy el que duda.

La duda, se dijo por ahí, es interesante en tanto apunte a liquidarse a sí misma. El estrellato mundial de la duda, se agregó, permite a innumerables ignaros posar de gente sesuda y reflexiva.
Malaya el que así embarró la cancha. Malaya su artificio que metió a la ciencia en los bolsillos rotos de los sabidillos. Cuando ese hombre muera su alma irá al purgatorio donde por algún tiempo dudará si su destino será el cielo o el fuego del infierno devorará su sarcasmo. Ahora comprendes, lector, por qué no quiero nombrar a ese hombre.

Así abonado el ancho campo de la duda, vale la pena recorrer los caminos que antes fatigaron los sabihondos de todos los saberes. Y con clamorosa irreverencia denunciar la necedad de los que golpean las puertas de los incautos, repletas sus alforjas de baratijas multicolores. Celosos custodios de los dogmas, iluminados e iluminadores que vienen a redimirnos del mal, pícaros mercaderes de bienaventuranzas, sagaces habladores que te obnubilan desde el púlpito o la tribuna, todos son falsificadores de la verdad e impíos demoledores de la duda, el más fecundo atributo humano.

Quiero hacerte un convite incómodo, dudar de tu ciencia y de la mía. Quiero invitarte a desaprender la vida, a borrar las huellas de tus pasos, a recorrer otra vez el camino como si fuera nuevo. A tu diestra, la duda, modesta compañera que te seguirá como tu sombra; a siniestra, escamoteada en la maleza, la certeza, difícil de asir.

La dudofilia

He venido a elogiar la duda, no a amarla. Porque amarla es quererla para siempre y yo quiero que ella me acompañe como una buena amiga que sabe cuándo soltarme la mano para que dé mis pasos. Quiero que me acompañe de a ratos y no me abandone cuando la vanidad me aceche. Y quiero que una y otra vez vuelva para amistar conmigo, para que la aventura de vivir no se agote en el penúltimo día.

La duda es un huerto fecundo, partera del conocimiento, redentora de la ignorancia. Es el camino que conduce a la ciencia. Ella lima las aristas de tu espíritu para que sea amigable tu encuentro con las cosas. La duda es la estación donde podrás apearte para buscar y rebuscar entre saberes, pensares y decires hasta encontrar la luz.

Es curioso. El catálogo de las palabras que hablamos no incluye la voz dudofilia. Ominosa negligencia de los hombres, al menos de los que hablamos la lengua de los españoles, o prueba incontrastable de nuestra necedad. Todo lo sabemos, todo está escrito en el libro de nuestra ciencia. Desafiamos la duda con certezas hechas a la medida de nuestros miedos o de nuestra arrogancia. Recorremos la vida porfiando que sabemos.

Borges, que fue un devoto de la duda (quiera el lector tolerar el dislate*), da cuenta de que “los primeros textos narran que el Buddha, al pie de la higuera, intuye la infinita concatenación de todos los efectos y causas del universo, las pasadas y futuras generaciones de cada ser; los últimos, redactados siglos después, razonan que nada es real y que todo conocimiento es ficticio y que si hubiera tantos Ganges como hay granos de arena en el Ganges y otra vez tantos Ganges como granos de arena en los nuevos Ganges, el número de los granos de arena sería menor que el número de cosas que ignora el Buddha”**.

La república de la duda

Entre la duda y la certidumbre hay un campo fértil que sólo pueden recorrer los hombres. No Dios porque es omnisciente, no los subhumanos porque carecen de razón. Nuestra divina animalidad quiere que seamos ciudadanos de la duda, y nuestra arrogancia -bien habida porque nos enseñaron que somos espejo de Dios- nos quiere sapientes. Traviesos (nuestros primeros padres fueron traviesos en el Edén), los hombres elegimos la sapiencia y desdeñamos la duda. Somos fanáticos, fundamentalistas, dogmáticos, vanagloria que quizá venga de un exceso de dadivosidad del Creador. Creemos que sabemos lo que el infinito Yahveh sabe, lo que el Iluminado del Ganges ignora, lo que por ser contingente pronto será carne de basural.

Lo dije: entre lo verdadero y lo falso no hay frontera, hay un ancho territorio: es la república de la duda. De ella somos ciudadanos los hombres. Un río nos separa del reino del saber, otro río nos separa del reino de la oscuridad. No puedes cruzar uno u otro porque ambos son bravíos, correntosos. Si te arriesgas hacia oriente, puedes perecer o encontrar la bienaventuranza de la iluminación; si te arriesgas hacia el poniente, también puedes perecer o alcanzar la bienaventuranza de la estolidez. En ningún caso hay retorno.

Y bien. ¿Qué fue de los que intentaron cruzar la frontera de la duda en una u otra dirección? Quienes se aventuraron hacia el poniente tejen y destejen sus días sin ansiedades y con su estupidez bienhechora a cuestas; ellos han descendido en la escalera animal y no los inquietarás con estas cosas. Los otros, los que alguna vez se aventuraron hacia el oriente, fueron expulsados del reino del saber y están aquí, entre nosotros, haciendo alardes de su travesía y exhibiendo títulos dudosos: son los dogmáticos que recorren nuestros oídos para vendernos sus baratijas. Unos y otros no saben que no saben. A unos Dios los desheredó y a los otros les negó la amistosa media luz de la duda.

Dudar está de moda

Pero seamos justos y miremos por un momento las flaquezas de la duda.

Ahora la duda se ha puesto de moda y queda bien lucirla en el pecho. Ahora todos los libros se han abierto, el saber se ha democratizado y un nuevo país conjetural se ha fundado. Es el país más pródigo en saberes, adonde el partido de los opinantes gobierna a sus anchas y la opinología (del latín opinio, juicio cuestionable, y del griego logos, discurso que da razón de las cosas), es el evangelio de los ciudadanos. Generosa voz que todavía no han recogido los más escrupulosos cultores de las letras y que quizá espere un siglo para merecer un lugar en el grueso mamotreto de la lengua española.

Hoy es delicioso dudar y queda bien decir que tal o cual asunto es opinable. Tal es la profusión informativa que se han roto las columnas del saber y la verdad es una mercancía que se transa en las oficinas de los publicistas. Hoy el que duda pone a salvo su ropa y se granjea una banca en la asamblea de los sabihondos pelilargos y barbados. Saber es dudar: he aquí la deliciosa paradoja que despidió al siglo XX.

Marx y Lenin desde un flanco, Freud y Lacan desde el otro, dominaron el espectro intelectual de su tiempo, al que después llegaron nombres como Sartre y Marcuse para engrosar la lista. Pero la moda es tan implacable como efímera y unos y otros cayeron en desuso. Y entonces llegó la duda para ocupar el podio. La duda es una puerta más o menos entreabierta, más o menos vitral, que no puedes sortear sino con esfuerzo y que, una vez adentro, amenaza cerrarse a tus espaldas. Es una trampa que te ha puesto la ciencia para tomarte en sus fauces y escupirte en la letrina.

Quiero cerrar estas anotaciones confesando un temor y una esperanza. El temor es que me sea confortable la duda y que en mi deriva por la vida los leños se consuman, las sombras de la caverna se esfumen y al voltear mi rostro tenga que vérmelas con una realidad que creí inasible. Y la esperanza es que así y todo habré aprendido algo que no saben el enteradillo ni el mercader de certezas: que la respuesta siempre es provisoria porque está contaminada por el tiempo, una ilusión efímera, y que la pregunta, en cambio, siempre está preñada por su respuesta.

Pero a qué afligirme tanto si hay un pecado aún mayor que sobrellevo sin pesadumbre: el de haberme acreditado como un hombre que duda. Porque el elogio de la duda suele escamotear la inmodestia bajo los pliegues de su boato.

* Alguna vez premedité escribir un elogio del disparate y todavía no desistí de la idea.
** Borges, Nuevas inquisiciones, Emecé, Buenos Aires 1996, De alguien a nadie, nota al pie de la pág. 230.

Unos elogian la vida, otros celebran la muerte

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Después de escribir otros elogios, Joan Margall quiso escribir un elogio de la muerte. Tomó la pluma y comenzó así: “El mayor elogio que se puede hacer de la muerte es que no existe…” Sólo esta frase alcanzó a escribir, porque al día siguiente murió.

No temí que aquel hado volviera, ni que algún conjuro uniera mi destino al del poeta. Temí que el lector, después de tolerar mi Elogio del disparate, me abandonara. Porque podrá quedarse solo el que hace lindezas, pero el articulista no. El articulista, sabedor de que su afán durará un solo día, quiere vivirlo en compañía de su lector.

Estoy confesándote que yo también quise escribir un elogio de la muerte. Hice algunas anotaciones y luego desistí. Mandé a la papelera de reciclaje el archivo nuevo y de ahí lo eliminé para que no me tentaran los demonios. Y me apresuro a escribir este arrepentimiento para no volver sobre mis pasos.

Creo que la muerte ha ganado más elogios que la vida. La literatura épica, la patriótica, la lírica y amatoria la han exaltado, a veces hasta el delirio. Después de morder el polvo de la derrota, Héctor regresa a Troya consciente de que ahí encontrará una muerte que lo vestirá de luces. Dice: “No puedo concebir morir sin gloria”* Se sabe merecedor de la bella muerte, que implica a la vez la muerte gloriosa.

Desde entonces la muerte fue agasajada por los hombres. “Coronados de gloria vivamos / o juremos con gloria morir”, predica el himno argentino, y la versión moderna del armenio, que en esto sigue al texto original, enseña que “en todas partes la muerte es una / sólo una vez muere el hombre / pero dichoso el que da la vida / por la libertad de su patria”. Por su parte La Marsellesa pretende que los franceses están “menos deseosos de sobrevivirles [a sus mayores] que de compartir su tumba”. Y La Bayamesa, himno de Cuba, versifica así: “No temáis una muerte gloriosa / que morir por la Patria es vivir”.

Puedo ofrecer una explicación mitológica de esta vocación mortuoria. Cuando Dios creó al hombre le dio el atributo de la eternidad y le dijo que se enseñoreara de las cosas, pero le prohibió comer el fruto del árbol del conocimiento. Y el hombre, fiel al barro de su hechura pero no a su Alfarero, comió de aquel fruto. Fue entonces que Dios le quitó la eternidad y sólo le dejó los días. Lo condenó, pues, a la muerte y a la angustia de saberse muerto en vida, él y toda su progenie. Y abrumado por tan severa sentencia, para mitigar su dolor el hombre glorificó a la muerte.

También puedo ensayar una justificación estética. Después del castigo divino la vida y la muerte salen juntas de paseo. Fatigan los mismos caminos, visten iguales colores y no sabes cuál es una y cuál la otra. Ahora acuden al alumbramiento de un niño, luego a una boda, más tarde a un rito cualquiera. A las fiestas del carnaval y a la derrota en la batalla, a la consumación del amor y al funeral de una moza. Y no puedes elegir quién compartirá tu mesa.

Pero la muerte también fue negada. Einstein negó el tiempo, y negando el tiempo negó la muerte. Como ya lo dije una vez, cuando murió Michelle Besso le escribió así a su familia: “Ahora él ha partido de este extraño mundo un poco antes que yo. Esto no significa nada. La gente como nosotros, que creen en la física, saben que la distinción entre el pasado, el presente y el futuro es sólo una ilusión obstinadamente persistente” Si la distinción entre el ayer, el hoy y el mañana es ilusoria, la muerte también lo es. La vida y la muerte no son estaciones del tiempo, son categorías de la conciencia. (He aquí un asunto que no puede ponerse en palabras porque el lenguaje, por ser sucesivo y manifestarse en el tiempo, es inhábil para nombrar lo intemporal.)

“Negados el espíritu y la materia, que son continuidades, negado también el espacio, no sé qué derecho tenemos a esa continuidad que es el tiempo”, escribió Borges. Así, soltó la mano de Berkeley y tomó la de Hume. Y como quien hace una travesura se inscribió en el partido de los negadores del tiempo. No de otra laya tituló Nueva refutación del tiempo al ensayo que guarda esa frase.


No sé si estoy fatigando al lector con estas cosas, no sé si estoy malogrando el espacio que buenamente me concede el editor. Pero creo que algunas veces conviene revisar las cosas que quedan arrumbadas en el desván, aquellas que la rutina esconde en los recovecos de la costumbre. Debajo de la maleza no verdea el césped, pero tan pronto desbrozas el terreno el fervor vegetal lo inunda todo y es entonces que la vida y la muerte se manifiestan y se pavonean sin pudor, quizá con la pequeñez de los átomos, quizá con la magnificencia de un dios. ¿Vale la pena hollar en el asunto?

Este sueño lo conté una vez y voy a repetirlo ahora. Me encontraba en el cementerio buscando una entre muchas sepulturas, creo que en compañía de algunas personas allegadas. Me senté para descansar y entre plantas y flores vi un sepulcro que llamó mi atención. Me acerqué para ver mejor y comprobé que sobre el mármol estaba escrito mi nombre y las fechas de mi nacimiento y de mi muerte: yo había muerto a los ocho años de edad. La experiencia onírica era vívida. Estuve de rodillas frente a esa tumba, besándola y llorando. Ahí yacía mi cuerpo y el que lloraba mi muerte niña era este que soy ahora. Conmigo había un pequeñito, niño o niña no lo sé, que lloraba también. Y en medio de esa congoja desperté y me apresuré a anotar el sueño para que el olvido no lo devorara. Contado desde la vigilia, aquella muerte es un registro de mi conciencia, una ficha almacenada en mi memoria. Pero si miro desde el sueño, mi vida es un devenir que sortea la condenación divina y se extiende más allá de mi muerte. O, si se quiere, es el muerto que pervive en el llorante. Carne de diván.

Dada esta experiencia, no menos vívida que otras de la vigilia, me pregunto qué es lo que merece alabanza, la vida que vive el soñador adulto o la muerte del niño sepulto. ¿O acaso es cierto que la vida y la muerte salen juntas de paseo, en la vigilia y en los sueños, y entonces no puedes elogiar a una sin elogiar también la otra? Carne de poetas.

Todo epitafio es un homenaje a la vida del muerto, al menos así debe entenderse la chacota póstuma de Nasreddín. Quiso que su sepultura fuera hornada con una puerta grande y robusta, clausurada con cerrojos inviolables. Y así se hizo a su muerte. Y según fue también su voluntad, nada había entorno a esa puerta, ni siquiera paredes. Aún hoy la sepultura existe en el cementerio de Aksehir. ¿Qué quiso significar Nasreddín con tan curiosa decisión póstuma? Quizá burlarse de la vanidad humana y denunciar la estupidez de quienes aspiran a tales honores. Pero hay algo más: esa puerta inútil es un homenaje, un elogio al hombre que recorrió la vida amonestando con chanzas a sus contemporáneos.

También elogian la vida los poemas que se cantan en el sur de Suramérica, a uno y otro lado de los Andes. “No quiero volverme sombra / quiero ser luz y quedarme” dijo Atahualpa Yupanqui, y Violeta Parra, que le dijo “gracias a la vida / que me ha dado tanto”, terminó arrancándose la vida porque no pudo “distinguir dicha de quebranto”. Es que el Alfarero, al amasarnos inmortales y luego castigarnos con la muerte, nos dejó perplejos.

Quiero concluir con una curiosidad. Los capitanes de la Real Academia Española votan cada diez años para decir qué novedades llevará la siguiente edición de su ilustre mataburros. El avance para la 23ª edición le ofrece al lector 20 acepciones y 85 formas compuestas de la voz vida, en total 105 significados. En cambio la 22ª edición presenta 6 acepciones y 32 formas compuestas de la palabra muerte, en total 38 significados. Al revés de los elogios, en el diccionario la vida le gana a la muerte. Si la vocación democrática de esos académicos es compartida por los hombres de este tiempo, entonces también los nietos y trasnietos de Adán desobedecerán la voluntad divina. Y como Baco, como Omar Khayyam, levantarán sus copas para celebrar la vida.

* Ilíada, XXII

Las opiniones son como las narices, cada quien tiene la suya

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Nuestro diccionario no conoce la voz opinología, pero los hablantes hispanos sí. Los hablantes hispanos la definimos como la disciplina que trata de las opiniones, sea que sus dueños calcen mollera ilustre, sea que se trate de perfectos ignaros.

Digo estas cosas para darle un marco a estas reflexiones, no para fatigar a nadie con asuntos semánticos; quiero avisarle al lector que el verbo opinar tiene un lugar incómodo en nuestro catálogo hablatorio. En su última edición el diccionario ofrece tres acepciones del verbo opinar; yo me atrevo a fundirlas en una y decirla así, de una vez y con licencia:
Formar o tener opinión de palabra o por escrito, discurriendo sobre las razones, probabilidades o conjeturas referentes a la verdad o certeza de algo. Así, la Academia autoriza la conjetura, al opinar nos permite guiarnos por indicios o lecciones no atestiguados todavía. Licencia que justifica el delirio razonador de muchos. Quizá por eso las opiniones son como las narices.

Fernando Savater dice: “En nuestra sociedad abundan venturosa y abrumadoramente las opiniones. Quizá prosperan tanto porque, según un repetido dogma que es el non plus ultra de la tolerancia para muchos, todas las opiniones son respetables. Concedo sin vacilar que existen muchas cosas respetables a nuestro alrededor: la vida del prójimo, por ejemplo, o el pan de quien trabaja para ganárselo, o la cornamenta de ciertos toros. Las opiniones, en cambio, me parecen todo lo que se quiera menos respetables: al ser formuladas, saltan a la palestra de la disputa, la irrisión, el escepticismo y la controversia. Afrontan el descrédito y se arriesgan a lo único que hay peor que el descrédito, la ciega credulidad”*.

Esta irónica parrafada me abre las puertas en pares para descreer de los opinantes compulsivos, especie de incontinentes que abundan acá y allá, por todas partes, torturadores de palabra, residuos de la sociedad, charlatanes que ponen la pluma o la lengua en movimiento cuando el buen juicio aconseja estarse quieto. Entusiastas empatadores de la estolidez.

Puede ser

Vaya una fábula de la tradición taoísta para ilustrar el asunto:

A un granjero se le escapó su único caballo y ese día no pudo labrar la tierra. Sus vecinos lo visitaron para consolarlo: “Qué mala suerte has tenido”, le dijeron. “Puede ser”, respondió el granjero. Algunos días después el caballo regresó trayendo consigo dos yeguas salvajes de los montes. Y los vecinos volvieron a la casa del granjero: “Qué buena suerte”, se congratularon; y el granjero respondió: “Puede ser”. Al día siguiente, al intentar domar a una de las yeguas, el hijo del granjero cayó al suelo y se le quebró una pierna. Esta vez los vecinos vinieron para confortarle por la desgracia de su hijo, y el granjero respondió: “Puede ser”. Una semana después los oficiales de reclutamiento pasaron por la casa del granjero para llevarse a su hijo, pero como tenía rota la pierna desistieron por ser inútil para el combate. Alborozados corrieron los vecinos para decirle al granjero que compartían su alegría. Y el granjero, como antes, respondió: “Puede ser”.

Así como el afán opinatorio de estos buenos vecinos mereció la chanza del cuentista chino, la devoción democrática de los opinantes gratuitos puede granjearse esta chacota mía. He sido testigo (¡quién no!) de mil aventuras discursivas estériles. Personas que en las reuniones se ponen de pié para que sea más estentórea su payada, delegados de pacotilla que, enamorados de su discurso, lo escriben y lo encomillan para que algún editor desprevenido lo ponga en negro sobre blanco. Es difícil encontrar interlocutores que, como aquel granjero, respondan “puede ser”.

La opinopatía, mal epidémico

Corazón tenemos todos, todos tenemos nariz. El corazón y la nariz son partes de nuestra anatomía. Y las opiniones son parte de nuestra fisiología mental. Todo puede enfermarse, el corazón, la nariz y las opiniones; pero mientras la enfermedad de esos órganos no contagia, la de las opiniones se transmite velozmente, es epidémica. Todavía no lo dicen los libros de medicina, pero el observador atento sabe que esta patología es incurable, te infecta y te condena a vivir en la oscuridad, y lo que es peor, siembra esa oscuridad adondequiera que abras la boca.

La incontinencia opinatoria se presenta en muchos escenarios. Dos de ellos son particularmente coloridos: las reuniones de consorcio y las asambleas de las instituciones. Unas y otras muestran con claridad el estrago que la opinopatía hace entre los hombres, unas y otras acunan a los más conspicuos cultores de la zoncera (dicha esta palabra en su acepción cubana: Sensación de desorientación o de turbación que impide pensar con claridad). Seamos buenos y perdonemos a los opinantes consorciales, porque su estrago no excederá los límites de su ínfima vecindad. Pero uno no puede ser tan complaciente con los charlatanes institucionales porque ellos proyectan su sombra más allá de su carnadura. Cada quien rasca sus nalgas como mejor le cuadre, pero no puede salirse a rascar las nalgas de los demás. Yo suscribo esta teoría.

Otros atribuyen la inconsistencia de las opiniones a una causa más radical. Cuentan que Nasreddín estaba sentado en un rincón de la mezquita, cabizbajo y entre sombras: su hijo había protagonizado un desorden en el mercado y los guardias de seguridad lo habían llevado al manicomio aduciendo que había extraviado el juicio. Los vecinos se acercaron al padre y procuraron consolarlo: “Tu hijo ha perdido el juicio por la voluntad de Allah, le dijeron, debes aceptarlo sin aflicción”. Y Nasreddín respondió: “Yo acepto la voluntad de Allah, pero mi hijo nunca tuvo juicio, por eso me pregunto qué es lo que extravió”.

Acaso yo no comprenda que la capacidad de opinar no ha sido repartida democráticamente entre los hombres, acaso deba ser indulgente con los desheredados de Allah que andan por ahí ensayando saberes que no poseen y pidiendo créditos que no merecen. Pero en cualquier caso, sea que se trate de una enfermedad o de un talento ausente, es cierto que, como dijo el español, en nuestra sociedad abundan abrumadoramente las opiniones. Por eso, creo que es saludable hacer un llamado a la continencia en este sentido.

El color de las opiniones

En mis años jóvenes solía discutir asuntos que excedían mi estatura y la mis contertulios (creo que todavía lo hacen nuestros muchachos). Pertrechado de un puñado de palabras floridas y de dos o tres ideas sacrosantas, con vocación heroica defendía lo que otros ya habían defendido con sus vidas. Y para coronar mis discursos arrojaba al ruedo mis propuestas. Opiniones propias y ajenas, diferentes las unas de las otras. Opiniones que debían resumirse en una que representara el pensamiento del conjunto; y ésta, a su vez, sería refundida con otras más para decir, finalmente, cuál era la opinión general. Vocación uniformadora que esterilizaba, si esto es posible, la más estéril de las actividades humanas, la de opinar.

Aquí debo hacer una digresión. Debo hablar de la teoría de los colores o, para mejor decir, de la propiedad que tienen los colores de resultar en gris cuando se mezclan arbitrariamente. Sea la paleta de un pintor que ha colocado, separados entre sí, varios colores entre los que no faltan los primarios. Si los mezclamos todos en un solo empaste, obtendremos el gris. Siempre gris. Como era también gris el color de aquella opinión que resultaba del forcejeo opinatorio que quería contentar a todos. En otros términos, una neutralidad que aborrecía la luz.

Y en este floripondio irrespetuoso estoy yo, opinador alzado en armas, consentido del editor (ojalá lo fuera del lector), trayendo mi óbolo para contribuir al cambalache de las ideas. Quizá los dioses me perdonen como perdonan a los humoristas que con desidia se mofan de todos. Quizá sean indulgentes por haber hablado de mis culpas fuera del recinto oscuro y breve del confesionario.

* F. Savater, Diccionario filosófico, Planeta, 4ª ed., Barcelona 1997.

Chuang Tzu y la mariposa

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Conviene empezar leyendo la famosa aporía del chino según la versión de Octavio Paz:

“Cierta vez soñé que era una mariposa, revoloteaba como los pétalos en el aire, me sentía feliz de hacer lo que quería y ya no me preocupaba de mí mismo. Pero hete aquí que no tardo en despertar, me palpo sin perder un instante, ¡y yo era Chuang Tzu! Y me pregunté: ¿soñaba Chuang Tzu que era la mariposa o la mariposa soñaba que era Chuang Tzu?”

Dice el traductor que “Chuang Tzu [...] es el maestro de la paradoja y del humor, puentes colgantes entre el concepto y la iluminación sin palabras”. Digo yo que anotar esta fábula en mi caso es, cuando menos, una audacia. También una irreverencia. Pero puedo excusarme: decir que mi pluma no responde a patrones o a categorías y que es el editor quien le da espacio; decir que tal vez el autor escribió la paradoja para que yo la leyera dos mil quinientos años después. Otras excusas pueden todavía abogar en mi beneficio*, pero es del filósofo chino y de su invención que debo ocuparme.

¿Qué es la realidad? ¿Su sustancia es de una naturaleza diferente a las otras cosas? ¿O no hay tal diferencia, tan sólo hay observatorios varios desde los cuales las cosas son percibidas? Y aún, ¿es atinado que los hombres hablemos de realidad? He aquí el marco en el que elijo poner la fábula.

Conjeturas

Hace algún tiempo la casualidad quiso situarme frente al televisor en momentos en que uno de los personajes del filme Aguirre, la ira de Dios, de Werner Herzog, conjeturaba que, acaso, la vida sea una ilusión detrás de la cual subyace la realidad de los sueños. Esa conjetura me remitió a un cuento mío en el que un padre le cuenta a su hija una fábula y ésta lo interrumpe para viajar a la historia narrada. Y una vez ahí, no puede discernir de qué lado del gran espejo de la vida ocurren los hechos, de qué lado discurre, digamos, la realidad. La realidad y la ilusión, el soñador y lo soñado, el narrador y lo narrado en mi cuento, el hombre y la mariposa en la historia que ahora nos convoca, no son, quizá, cosas distintas. Sospecho (sólo sospecho) que la respuesta al dilema que nos ofrece el chino puede estar en la unidad de las cosas. Si el ebrio y el loco no logran saltar sobre su propia sombra por mucho que lo intentan es porque en su embriaguez y extravío no comprenden esa unidad.

La bella paradoja que estoy anotando se muestra ardua, de difícil resolución a los ojos de los hombres de este lado del mundo, del Occidente racional y pragmático acostumbrado a descomponer las cosas en tantas partes como sea posible, a analizarlas para hallar lo múltiple en lo que sustancialmente es uno. No así, los hombres del otro hemisferio seguramente se sentirán más cómodos frente al mismo texto, porque ellos recorren el camino inverso: hallan la unidad en lo que los ojos plural.

Chuang Tzu denuncia la fragmentación de la conciencia del soñador-soñado, habla de sus sensaciones durante el sueño, dice que mientras “revoloteaba como los pétalos en el aire [...] ya no me preocupaba de mí mismo”. Ciertamente, es difícil traducir de una lengua exótica y remota unos términos y unas figuras tan particulares.

El aliento del flautista… ¿pertenece a la flauta?

“Fácilmente aceptamos la realidad, acaso porque intuimos que nada es real” nos dice Borges desde El inmortal: He aquí el hallazgo del genial argentino, el dibujo casi fantasmal que se interpone entre el terruño cómodo de la convención y la república extendida y azarosa de la ilusión. Pero sabe Chuang Tzu, sabe Borges, saben los poetas (yo no lo soy y creo saberlo también) que nunca el hombre podrá discernir sin duda cuál es el linde entre la realidad y el sueño, entre los hechos y la ilusión. Aún más, creo que una y otra cosa no son diversas, que la fábrica de la realidad y del sueño, el soñador y lo soñado, la cuna y la matriz de Chuang Tzu y la mariposa, son una sola.

La obra del chino no quiere cambiar las cosas, no quiere escapar de la existencia por los entresijos de la ilusión, no quiere cumplir una función. Quizá esa fábula ya no quiere lo que en su momento quiso su autor. Porque la creación artística (me lo dijo un exquisito escultor mientras domeñaba el mármol, me lo confirmó luego mi propia observación), una vez desprendida de las manos de su hacedor, adquiere vida propia y busca su particular destino, si es que tiene alguno. La obra ignorada o desdeñada en los tiempos de su creación, la que no fue apreciada al nacer, puede, a lo largo del tiempo, ser merecedora de reconocimiento y portadora de significados variados. La historia del arte es pródiga en ejemplos.

Por eso Chuang Tzu y la mariposa, el soñador y el soñado, lo que tenemos por real y lo que consideramos sueño, quizá sean una sola cosa que no puede separarse, una manifestación inequívoca de la existencia.

Mil años después de Chuang Tzu, Yalal al-Din Rumi inquirió hermosamente: “El aliento del flautista... ¿pertenece a la flauta?”

* En mayo de 2003 el Café Filosófico Heráclito convocó a un filósofo, un psicólogo y un poeta para examinar esta fábula. La ausencia inesperada del último me obligó a ocupar su lugar, y fue así como confronté mis reflexiones con las de la filósofa india Premlata Verma, traductora al hindi del Martín Fierro y de numerosos textos de Borges, y con las del psicólogo y escritor argentino-guatemalteco Marcelo Colussi. Fruto de aquella participación inesperada son estas disquisiciones.