Los hombres y las casas

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Antes de recorrer este camino –conjetural como todos los de esta serie, con más interrogantes que certezas y transitado por bastantes fantasmas y alguno que otro hombre con carnadura- quiero anticiparle al lector que cuando hablo de casas lo hago en su sentido más amplio, aún más que los muchos que le da el diccionario de la lengua en sus diferentes acepciones. Cuando hablo de casas estoy hablando de aquellos lugares reales e imaginarios, tangibles y virtuales que les dan alojo a los hombres y a sus anhelos. Transgredo el buen decir y nombro casa a todo aquello que le pone un límite al espacio y le ofrece contención a los hombres. La casa habitación, el cobertizo, la caverna, el granero, el templo, el castillo. Todas estas son casas, como lo son también los huertos y los corrales, el apostadero en el camino y la celda donde se recluye y atormenta al enemigo.

En tal sentido las casas son los primeros espacios que los hombres poseyeron, y sólo cuando el desarrollo de los medios de labranza permitió explotar la tierra, se adueñaron también de los espacios abiertos. Y hoy, cuando la navegación aérea y espacial está en pleno desarrollo, los hombres se apropian de las llamadas rutas aéreas para sus aviones y también quieren hacerlo con el espacio extragravitacional, más allá de la tierra.

Así, desde los rigores del clima hasta la vana presuntuosidad, desde la búsqueda de seguridad hasta el anhelo de levantar altares para adorar a sus dioses, muchos afanes han movido a los hombres para construir sus casas. Y las oquedades de las montañas y los refugios prodigados por el azar también sirvieron a los hombres para morar en ellos o para guardar sus alimentos o los artificios para la guerra.

La tumba de Nasreddín

Otra función cumplieron las casas: reunir a los hombres dentro de unos muros y bajo un mismo techo para albergar al clan y más tarde a otras clases más avanzadas de sociedad, hasta llegar a la familia poligámica primero, monogámica después y finalmente a la nación. Porque la nación es otra forma de casa, la que contiene a todos los hombres que comparten una misma cultura, una misma vocación y unas mismas leyes.

Los hombres han construido casas para cumplir la voluntad divina (Arca de Noé, templos, totems) y también para desafiarla (Torre de Babel). Han construido y todavía construyen casas para abrigarse, para reproducirse y para conservar el pan que comerán mañana; también para guardar las armas con las que matarán a otros hombres. Los hospitales y los orfanatos, los comedores y las escuelas son casas, los prostíbulos y los arsenales también. El disco duro de un computador guarda el saber que los hombres acumularon a lo largo de su historia, como una casa cuya puerta está cerrada con siete llaves para que nadie la viole.

Ahora viene a mi memoria el testamento del Maestro Nasreddin. Quiso él que su sepultura (su morada final, su última casa podría decirse) fuera ornamentada con una puerta grande y robusta, clausurada con cerrojos inviolables. Y así se hizo a su muerte. Y según fue también su voluntad nada había en torno a esa puerta, ni siquiera paredes. Aún hoy la sepultura existe en el cementerio de Aksehir. ¿Qué quiso significar Nasreddín con tan curiosa decisión póstuma? Quizá burlarse de la vanidad humana, quizá denunciar la estupidez de aspirar a tales honores, de los que era deseoso el hombre de entonces (y el de ahora). De cualquier manera una cosa es cierta: la megalomanía ha ido creciendo con la edad de los hombres, y si antes se manifestaba en los grandes monumentos funerarios y en los fastos, hoy se expresa en registros binarios que construyen unas casas intangibles más dúctiles que las otras.

Las muchas clases de casas que los hombres levantaron a lo largo de la historia han ido mudando sus características, sus funciones, también su estética. Pero las que se destinaron a satisfacer razonablemente sus necesidades cambiaron menos que las que se aplicaron a satisfacer su vanidad. Unos muros y un techo resumían y resumen todavía la casa habitación de un núcleo social primario, digamos de una familia. Algunas habitaciones con más o menos enseres y servicios concluyen la obra. En cambio las casas consagradas a los dioses o a la guerra han cambiado notablemente. Hasta hace unos pocos miles de años (poco en la historia de la especie humana, poco en la historia de sus casas) el culto a la divinidad y el oficio de la guerra se practicaban en lugares que no diferían de los refugios cotidianos. Pero ya en el Egipto de los faraones la construcción de lugares de culto se fue diferenciando. Los monumentos funerarios y religiosos fueron cobrando importancia, creció su tamaño y su ornamento fue cada vez más ostentoso. Después corrieron parecida suerte las casas para la guerra: he ahí los muros de los que me ocupé en el primer artículo de esta serie* y los invulnerables arsenales que desafían la paz y amenazan barrer con fuego el rostro de la tierra.

Esas casas concentran, las primeras, los más grandes tesoros y los más estupendos lujos y primores del arte pictórico y escultórico; las segundas, todo el poder necesario para gobernar el mundo o para destruirlo. Esas casas cuestionan todo el empeño humano de ponerle límites al espacio, al menos al que necesitan los hombres para hacer amable su vida. El sufí lo sabía y por eso hace siete siglos nos gastó su última chanza y nos enseñó que la vanidad puede llegar más lejos que el hombre mismo, hasta ornar su propia tumba.

La venganza de Babel

Las casas que los hombres hicieron y las que la naturaleza les prodigó, como todas las cosas materiales que pueblan el planeta, son prisioneras de la gravedad. Pero los hombres que antaño vivían con los pies apoyados sobre la tierra, unos junto a otros en una topografía horizontal, un día se sublevaron y comenzaron a vivir unos sobre otros, en centenares de suelos. Desafiaron la horizontalidad newtoniana y se lanzaron hacia arriba, más allá de su propia estatura. Las casas empezaron a rascar el cielo y cobraron venganza por los desdichados habitantes de Babel.

Confieso que hay algo de juego en estas reflexiones, algo de divertimento y de escepticismo. Quizá también la oculta intención de excusarme por ignorar quiénes habitan en los pisos altos y bajos de mi casa vertical. Pero las casas que los hombres construyeron para honrar a sus dioses y para guardar sus máquinas de guerra no tuvieron la misma evolución. Conservaron su disposición horizontal, pegadas a la tierra madre. Es que en ellas la presuntuosidad humana no necesitó desafiar la gravedad: le bastó con invocar el poder divino y la fuerza de las armas.

La casa de fuego


Si el lector me acompañó hasta aquí, es justo que le premie con alguna digresión.

Hace más de medio siglo (a mis años puedo hablar así para afectar sapiencia) con mis amigos recorríamos el mismo camino que fatigaron los hombres al construir sus casas. Unas las hacíamos en los fondos de las casas que edificaron nuestros padres, con sillas y mantas, y ahí practicábamos el más importante oficio de los humanos: jugar. Las otras las hacíamos cada invierno cuando se aproximaba el día de San Pablo y San Pedro. Tras juntar trabajosamente los leños y las ramas que arderían en la hoguera, llegado el día armábamos la enorme pira que remataba en un muñeco de trapo. Esa pira festiva tenía un habitáculo adonde nos reuníamos en los momentos previos a la quema, una casa que pronto ofreceríamos al fuego pagano para iluminar el cielo del Bajo Flores armenio y cocer las papas y batatas que premiarían nuestro esfuerzo.

Aquella catedral de ramas y hojarasca era la casa que sabiamente construíamos los niños de entonces, efímera como todas las cosas humanas, sin más presuntuosidad que la del monigote puesto en la cumbre, que ardería por fin y sería ceniza como todo lo que ocurría la noche de cada 29 de junio.

Y así, con esa quema ritual iniciábamos un nuevo ciclo, una nueva espera que al año siguiente culminaría en otra hoguera. Y en otra más. A diferencia de los adultos que en su pretensión de detener el tiempo construyen sus casas para siempre, aquellos niños que fuimos renovábamos el ciclo de la vida. Como los napolitanos que cada año nuevo tiran por las ventanas los trastos viejos como un ritual propiciatorio que quiere resucitar el tiempo.

* Ver “Los hombres y los muros”, Armenia, ed. 13139 del 6 de julio de 2006.
Texto revisado y corregido por el autor en diciembre de 2009.

Los hombres y las leyes

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Creo que alguna vez relaté la fábula de aquellos hombres que encontraron una bolsa repleta de nueces y al no ponerse de acuerdo para repartírselas acudieron al Maestro Nasreddín para que él lo hiciera. Les preguntó el Maestro qué Ley querían que les aplicara, la de Dios o la de los hombres, y todos eligieron la Ley de Dios. Entonces Nasreddín le entregó unas pocas nueces a uno, el resto se lo dio a otro y a los demás les dejó con las manos vacías. Al reprocharle éstos por su decisión, el sabio explicó que es así como Dios reparte los dones, que quizá otro sería el resultado si elegían la Ley de los hombres.

He querido volver sobre esta historia porque, al sernos familiar, puede acercarnos al tema que hoy ofrezco a la consideración del lector: el hombre en relación al universo de leyes que lo rodean. Un universo que por ser arbitrario es más complejo y, si se quiere, más rico que el cósmico. Un universo en el que caben las leyes físicas, morales y religiosas, las del mundo y las del ultramundo, las escritas y las que ha consagrado el uso, las que rigen sobre todos los hombres y las que sólo a algunos se aplican.

Claro que el tema debe mirarse sin escrúpulos leguleyos y con amplitud de miras, para ver qué lugar ocupan los hombres en esa jungla de leyes que los protegen unas veces y los asfixian otras. Y también debe mirarse con profundidad para saber cuál es el linde de lo justo al transgredir las leyes. Porque no se trata de alentar la anarquía y tampoco de resignarse al rigor de los elementos, por eso conviene saber cuál es el límite de la fuerza que podemos ejercer sobre los mandatos y cuál el ámbito de la libertad que consiente nuestra naturaleza. En suma, se trata de trazar con alguna certeza las fronteras de la voluntad y, si es posible, extenderlas más allá de la propia piel, hasta donde sea lícito.

Libertad y seguridad

He aquí el dilema que han afrontado los hombres a lo largo de su historia: todo lo que han ganado en libertad lo han resignado en seguridad, y toda conquista en materia de seguridad ha estrechado los límites de su libertad. En las antiguas balanzas de dos platillos no puede uno subir si no baja el otro; en el toma y daca de los mercachifles la bolsa de uno engrosa tanto como adelgaza la del otro. Libertad y seguridad no son opósitos, lo sabemos, pero no se toleran una a otra sino con unos límites, con unas leyes. Son las leyes que trazan las fronteras de los hombres, las que les castigan con alguna penalidad cuando las infringen.

Estas leyes son de diferentes clases y aquí voy a hablar de tres de ellas: las que vienen de la física, las que nos impone la biología y las que resultan de la voluntad y del imaginario colectivo.

Las ciencias físico-matemáticas y sus subespecies, la astrofísica y la física nuclear, enuncian un conjunto de leyes que algunas veces no pueden ser resistidas por los hombres y otras veces sí. La ley de gravedad, por ejemplo, no puede ser derogada, pero el hombre ha podido resistirla con la balística y la aeronavegación. Las leyes que rigen las estructuras atómicas y subatómicas están más allá de todo gobierno, pero la ciencia las utiliza poniéndolas al servicio de la medicina, de la generación de energía y de las actividades militares.

Por su parte, las leyes de la biología remiten al ciclo de nacimiento, desarrollo y muerte. La ciencia moderna ha logrado controlar algunas etapas de este ciclo, modificando el primero (en la producción agroganadera, en el control de microorganismos, etcétera). La instancia del desarrollo también ha recibido los parabienes de la ciencia, y la medicina es un ejemplo de ello. Y el ciclo final, el de la muerte, se ha retardado notablemente.

Estas son leyes que se explican por la necesidad de un orden, de un equilibrio cósmico y biológico y no pueden ser derogadas; tan sólo pueden encausarse en algunos casos, sin modificar su ciclo.

No así, las leyes sociales (morales, religiosas, jurídicas) encuentran su fundamento en el interés que tienen los hombres de organizar sus relaciones mutuas. En todos los casos son creaciones humanas, productos de la historia e hijas del arbitrio. Por eso mudan a lo largo del tiempo y en cada lugar del planeta, y con frecuencia plantean cuestiones de difícil resolución sobre las cuales hasta el fin de los tiempos debatirán los teólogos y políticos, los moralistas y relativistas, los jusnaturalistas y positivistas. Así y con todo, son asuntos que consienten algunas reflexiones comunes porque presentan, como dije antes, un rasgo: el de la puja permanente entre libertad y seguridad.

En tal sentido, las leyes sociales, sean mundanas o divinas (Código de Hammurabi, mandamientos que Moisés bajó del monte, El Corán, cualquiera de las normas del derecho moderno), construyen un marco dentro del cual los hombres habitan con más o menos contento, pero con chances de transgredirlo. El soldado con su fusil y el aviador con su máquina de volar pueden resistir la ley de gravedad pero no abolirla; el enfermo puede diferir su muerte pero no evitarla para siempre. En cambio, cualquiera de ellos puede transgredir las leyes de la moral, de su religión o del sistema jurídico y nunca más cumplirlas; aún más, puede derogarlas por el uso o por un acto de voluntad colectivo.

En este tríptico normativo la especie humana encuentra los límites de su vida, lo que equivale a decir que encuentra las fronteras de su libertad, la barrera última de sus afanes. Pero con la advertencia de que cuando consigue controlar o abolir unas leyes, otras vienen a reemplazarlas estrechando más y más su albedrío.

Paradojas, siempre paradojas


Creo que el gusto por la vida viene de su naturaleza paradojal. Suelo decir que aún cuando los hombres se saben mortales, se aferran a la vida y a nada resisten tanto como a la muerte. Quizá es por esta razón que la ciencia busca sin descanso derribar sus propias fronteras, que son las fronteras de la ignorancia, en procura de una quimera, la del saber, la que Platón puso en boca de su maestro. Sócrates, a diferencia de los otros habitantes de la polis, sabía que no sabía, y esa única ciencia alentaba su espíritu inquisidor.

El tiempo es el más prolífico constructor de paradojas. Desde los primeros registros de la historia hasta las más modernas inquisiciones de la filosofía y de la ciencia, los hombres han construido sus paradojas con la sustancia del tiempo. Aún más: han vivido quitando de aquí para agregar allí, siempre combinando dosis variables de libertad y de seguridad, como alquimistas que buscan la fórmula final a sabiendas de que es una quimera. Y así, mientras se resignaron a las leyes de la naturaleza, jugaron a ser dioses con las otras leyes, creando nuevos órdenes y aboliendo los viejos.

Lo digo en otros términos: el título de estas anotaciones anuncia por sí mismo una paradoja, la del hombre que anhela la libertad pero construye y reconstruye el cerco que la limita. Como el niño que trabajosamente edifica un palacio con la arena de la playa y pronto lo destruye, como el que junta heredad sobre heredad y termina siendo esclavo de ellas, en todas las edades de la historia el hombre ha construido paradojas. Y la mayor de ellas es la de las leyes.

Nota: Texto revisado y corregido por el autor en noviembre de 2009.

Los hombres y los muros

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Territorios, culturas y lenguas diferentes han separado a unos hombres de otros. Dioses de una y otra clase los han enemistado; mares, ríos y montañas los distanciaron por siglos. Con frecuencia los hombres y los pueblos han transitado la historia recelándose, guerreando y cometiendo atrocidades, algunas de las cuales registra la memoria y otras cayeron para siempre en el saco del olvido. Y para conjurar estas cosas, desde antiguo los hombres han construido muros que los separan de los otros hombres, sin mirar que la humanidad es, precisamente, el conjunto de seres que se reconocen mutuamente.

El hombre no es hombre si no comparte el pan, la tierra, la cultura; en suma, si no comparte la vida con su semejante. “El individuo que rechaza el nexo social, la relación con el otro, dice Marc Augé, ya está simbólicamente muerto”. Igual ocurre con las sociedades cuando se encierran entre muros y rehúyen la relación y el intercambio con los otros. Y en tiempos de hipercomunicación y de migraciones frecuentes es grave que esto ocurra. Peligroso, además.

Los hombres

Lo dicho. El hombre no puede aislarse sin arriesgar su propia condición. Es hombre porque es relación, parte de ese conjunto que la lengua de los españoles ha dado en llamar sociedad. El obispo Berkeley lo enunció magníficamente: “Ser es ser percibido”, dijo. No voy a ensayar aquí unas filosofadas que quizá el lector no consienta. Ni voy a recorrer los caminos siempre sospechados de la metafísica. Voy a decir que así como el hombre no puede pensarse sin una referencia que sea otro hombre, las sociedades no pueden transitar la historia sin espejarse en otras sociedades, sin sentir la suave aspereza de las otras culturas.

Cuando Moisés le preguntó a Dios por su nombre, Él le respondió: “Yo Soy El Que Soy”. Dice Borges que Dios no quiso decir su nombre porque quien poseyera la palabra que lo designa también le poseería a Él. Quizá. Yo conjeturo que al guardar su nombre, Dios no condescendió a ser hombre, no se avino a una relación que por fuerza lo hominizaría. Una lucubración que no viene de la filosofía, quizá sí de la mitología, pero que en cualquier caso nos pone sobre aviso de que ningún hombre es sin ser pensado. Se trata de comprender que la condición humana viene de la sociabilidad, y también que cada grupo social no puede pensarse sin una referencia universal. Sobre todo hoy, cuando los hombres, tras sortear las barreras de la naturaleza, tras saltar sobre los muros que ellos mismos construyeron, están aboliendo las fronteras inmateriales, las únicas que restan para que la familia humana sea sólo una.

Los muros I

Una ligera alusión a las barreras de la naturaleza y a los muros que edificaron los hombres nos permitirá visualizar mejor el tema. De océanos y montañas, de desiertos y otras arideces poco hay que decir: la geografía nos ilustra con holgura y la historia nos dice cómo los hombres sortearon esos obstáculos y se aplicaron afanosamente a construir otros, fruto de su industria.

Ignoro cuáles fueron las primeras barreras que hizo el hombre, pero la más emblemática de la antigüedad es la Gran Muralla China. Construida durante 1000 años a partir del siglo III a.C., recorre 7.300 km. de Este a Oeste. Esta obra consta de una serie de muros que protegían al imperio de los nómadas xiongnu de la Mongolia y de Manchuria.

El Muro de Adriano, de 117 km. de longitud, construido entre los años 122 y 132 d.C. para defender al territorio britano de los pictos, resultó inútil y otra muralla, la de Antonino Pío, fue la que cumplió ese propósito. Y con el nombre de Danevirke se conoce la muralla danesa de 30 km. que en el año 808 empezó a construir el rey Godfredo para defenderse de los francos.

El llamado Muro de Berlín (o de protección antifacista, en la versión RDA), de unos 150 km. de longitud, separó a ambas Alemanias durante 27 años. Primero de alambre de púas, luego fue de concreto con tela metálica, alarmas, trincheras, trescientas torres de vigilancia y treinta bunkers.

En 1983 comenzó a construirse la Muralla Marroquí, un conjunto de ocho estructuras que suman 2500 km. con bunkers y campos minados, para proteger los territorios ocupados por aquel país. También en África, la Valla de Ceuta fue construida por España con alambre de dos filos a un costo de 30 millones de euros.

El muro que Estados Unidos construyó en su frontera con México, ornado con 3000 cruces que recuerdan a otras tantas personas que perdieron su vida al intentar cruzarlo, discurre a lo largo de la frontera Tijuana-San Diego con bardas de contención, iluminación, detectores electrónicos, sensores y equipos de visión nocturna. Un sistema de comunicaciones y una flota de helicópteros artillados completa la barrera.

Y el Muro de Cisjordania (barrera de seguridad, en la nomenclatura israelí) está haciéndose hoy mismo con vallas, alambradas y tramos de hormigón de hasta siete metros de altura. Un severo control militar y sofisticados sistemas de reaseguro completan el sistema.

Otros muros se han construido aquí y allá, pero en homenaje a la brevedad omito su mención.

Los muros II


Con parecidas justificaciones pero con recursos diferentes, las sociedades modernas levantan nuevas barreras para separar a unos hombres de otros. Son las barreras electromagnéticas, informáticas y arancelarias que no pueden derribarse con las armas de antaño. Son los escudos comunicacionales que travisten los acontecimientos, las espías informáticas que todo lo exponen ante los ojos del amo. Esta clase de muro es invisible a los ojos, pero al igual que los otros pretende parcelar el universo humano. Esta clase de muro, que en algunos casos coexiste con los otros, quiere abolir las libertades que la humanidad conquistó a partir de la Revolución Francesa, y los derechos sociales que con tanto esfuerzo se impusieron a lo largo del siglo XX.

Guerra de las galaxias, subsidios agroindustriales, embargos y bloqueos comerciales, operaciones de dumping y endeudamiento forzado, son algunas de las formas en que se manifiesta esta clase de amurallamiento posmoderno. Aún más: el desarrollo simultáneo de los medios de comunicación masiva y de las disciplinas vinculadas al psiquismo humano, hoy permiten inducir las conductas y forzar los hábitos de las sociedades, de manera de orientarlas en una dirección contraria a sus propios intereses. Sofisticaciones que permite el desarrollo de la tecnociencia y que, en último análisis, obran sobre las sociedades como los antiguos muros. Los más de siete mil kilómetros de la Gran Muralla China no rodean el mundo. Las barreras comunicacionales, sí.

Paradoja

¿Cómo puede una humanidad ilustrada edificar su morada y, al mismo tiempo, alentar el encono en los extramuros? ¿Cómo el tener se ha vuelto preeminente sobre el ser, la posesión más importante que la condición? ¿Qué nos hace pensar que las diferencias que quieren consagrar los muros priman sobre las semejanzas que nos anuncia nuestra naturaleza?

Quizá pueda argüirse que el universo humano (y, entonces, sobrehumano y subhumano) siempre fue categorizado, escalafonado. Sobre el hombre estaban los dioses y semidioses, los espíritus de los ancestros, los elementos de la naturaleza, los seres que creaba la cosmogonía; y por debajo estaban las otras especies y también los congéneres menos dotados para el trabajo, para la guerra, para el entendimiento. Quizá estas cosas le han llevado al hombre y a las sociedades a segregarse. No lo sé. Y porque no lo sé, sólo puedo mirarlo como una paradoja.

En cualquier caso, de todas las paradojas ninguna remeda la de los muros. Desde Zenón de Elea hasta Schrödinger, todos pueden explicar esta clase de proposiciones. Pero los hombres que levantan muros de una y otra clase, no. De las contradicciones que mueven la historia de la humanidad, ninguna es tan malévola como la de los muros. Los muros, esas cosas hechas con tanto afán, son, en efecto, la gran paradoja que la humanidad no ha podido resolver todavía.


Nota: Texto revisado y corregido por el autor en octubre de 2009.

Excursión por el país de las flores

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com


Dios no hizo a las palabras. Las palabras fueron hechas por los hombres y con ellas los hombres nombraron a Dios y dijeron cuál era Su voluntad. Pero Dios hizo las cosas que nombran las palabras, las flores entre ellas. Así me lo enseñaron en mis años niños, así me empeño en creerlo ahora y no lo logro. Pero sé piadoso, lector, déjame creer que lo creo y haz como si lo creyeras tú también para que sea amable esta excursión por el país de las flores.

Prodigios vegetales que estallan en colores y en olores para anunciar la vida nueva, sonoridad del silencio en los prados, mensajeras del verano que cabalga hacia nosotros, las flores han merecido variados homenajes de quienes ornan con ellas sus atuendos, sus casas y las tumbas donde guardan a sus muertos.

Hoy quiero rendir mis palabras a las flores. A las que hablaron cuando mi voz fue débil y mi pluma torpe, cuando mis gestos no podían decir lo que me pedía el corazón que dijera. Sutilezas y prosaísmos que la pluma entremezcla y que el lector consiente. Aventura de papel y de tinta que quizá ocupe por un día tu mesa de lectura.

Flores para reír y flores para llorar

Es paradójico el universo de los hombres. La misma flor, digamos la rosa roja, habla de amores y calores y también de pesares y dolores. La rosa roja celebra la noche nupcial y también corona el sepulcro de los que se fueron. Ríe y llora esa flor como ríe y llora el hombre que la ofrenda. Los vivos les ofrendan flores a los vivos y también se las ofrendan a los muertos, un mismo lenguaje para decir dos cosas. Risa y llanto se concilian en una flor.

Las rosas blancas quieren ser la inocencia, la pureza, la humildad. ¿Pero cómo puede presumir humildad esa flor que se sabe la más bella entre las bellas? ¿Puede ser humilde el color que es eminente entre todos los colores, el que viste la luz, el que cubre los presuntuosos picos de las montañas más altas, el que cubre los cuerpos de los hombres cuando regresan a la tierra?

Y azul es la rosa que nació de mi pincel y de mis óleos. Esa rosa espera la Segunda Creación para ornar el altar donde se prosternarán los hombres inocentes, los que dejarán caer las piedras de sus manos y le rendirán tributo a la paz, azul como esa rosa.

Otras cosas se dicen por ahí, se dice que la gardenia es alegría, el jazmín, sensualidad, el lirio es pureza, el tulipán amarillo es desesperación y la violeta, lealtad. Se dice que el clavel se ha degradado y hoy simboliza el apego.

Flores para el amor

Los hombres hemos sido ingratos con las margaritas, las que adivinan cuál será nuestra suerte en el amor y se prodigan aquí y allá, en todos los lugares donde el asfalto y el cemento todavía no blasfemaron a la tierra. Hijas dilectas de la tierra madre, las margaritas no quieren nuestros afanes, se bastan con las lluvias que les regala el cielo y bailan la danza ritual que les enseña el viento. Son las pordioseras de la vida y, sin embargo, te acompañan adondequiera que vayas tapizando el camino que recorrerás en tu porfía.

Yo no quiero simbolizar el amor con las flores galanas. Quiero simbolizarlo con las margaritas, inocentes campesinas que me ofrendaban sus pétalos para decirme si me amaban las muchachas que visitaban mis sueños.

Flores para el bautizo

Para nombrarnos vinieron otras flores. El jacinto, el narciso, el laureano, el malvino. También la azucena, la camelia, la hortensia. Bautizo de la vida nueva, nombre que los dioses escribieron en el libro de tu vida y de la mía, distintivo de los unos y de los otros. Las flores que nombran a los hombres y a las mujeres son prodigios vegetales que le robaron su color al arco iris para decir quién eres, quién es el padre de tus días, con qué divisa llegarás al último juicio y cuál será tu lugar en el recuerdo de los que no vinieron todavía.

Y si tienes el privilegio de que una flor te nombre ¿por qué, como ella, no te regalas a la vida y a la muerte? ¿Por qué te obstinas en apurar la copa si el nombre que recibiste en el bautizo es el mismo que se escribirá sobre la lápida de tu última morada?

Flores de la política

Los argentinos quieren ser el ceibo, los bolivianos la cantuta y el patujú. Canadá es el maple, Ecuador y los Estados Unidos de América son la rosa, Guatemala es la monja blanca y Holanda es el tulipán. Pero hay más diferencias, algunas amables, otras no. ¿Que las flores nada tienen que ver con esas diferencias? Acuerdo. Pero puedo pretextarlas para hablar de la política, de la riqueza desigual, de la violencia; puedo hablar de la diferente fortuna de unos y de otros, del pan que no llega a la mesa, de los abismos que separan a los hombres.

Puedo preguntarme si sólo los hombres pecaron en el Edén o si los estados también tienen estigmas. Preguntarme si quienes laceraron la piel y el alma de la humanidad pueden sanar los males de su alma. Así como los adanes y las evas acuden a la pira ardiente de la verdad para expiar sus culpas, así también los estados pueden lavarse para recorrer sin lastres el camino de la historia. Son las flores que ofrece la política.

Flores para sanar

Que la infusión de flores de tilo te sosiega, que la del boldo favorece tu digestión y la amapola te lleva adonde no llega tu inspiración. Que la flor del clavero mitiga tus dolores y la del naranjo quita el mal de amores. Flores que rejuvenecen, que borran las arrugas, que aumentan el colágeno, nutren la piel; flores que curan la queratosis y la psoriasis, borran las cicatrices y hasta curan el cáncer. Y otras mil alquimias practican las comadronas para sanar los males. De estas cosas se habla en los mentideros.

Yo creo que las flores no sanan los males del cuerpo. Creo que sanan los males del alma. ¿Qué mujer no perdona al hombre que le obsequia una flor? ¿Qué varón no se conmueve cuando, pasados los años de miel, descubre entre las páginas de un libro la flor que antaño le regaló a su dama?

Flores al plato

Recuerdo que en sus años jóvenes mi madre solía rellenar flores de zapallo, que con las berenjenas, los zucchinis y los pimientos colmaban la olla del bienvenido dolmá. Y que mi abuela preparaba un exquisito dulce con los pétalos de las rosas aterciopeladas que se cultivaban en nuestro jardín. Esas antiguallas que sorprendían a nuestros vecinos del Bajo Flores armenio, hoy están en las cartas de los exquisitos restaurantes de Buenos Aires, donde las flores se atreven a visitar los platos de los comensales más extravagantes.

Después de deshojar las margaritas, afamados chefs sazonan las comidas con el sabor agridulce de sus pétalos. Y si buscan el picor acuden a los tacos de reina. Claveles, pensamientos, begonias y lavandas prodigan sus pétalos a las ensaladas, mientras las violetas nutren sopas, los crisantemos acompañan a las frutas cítricas, las flores de borraja reemplazan con fineza al vulgar pepino y los tulipanes reivindican el sabor de la democrática papa.

Sutilezas o vanidades, no lo sé; pero es cierto que no encontrando ya con qué agasajar sus frívolos paladares, algunos se aplican a estos desvaríos sin ver que unos pasos más allá otros arrastran sus miserias buscando el pan escaso y el afecto ausente.

Flor y truco

Huelgan las palabras para decir las lindezas de la vida. Pero si tengo que decirlas elijo las que asocian ese prodigio vegetal con el azar, y digo “flor y truco”. No para gastar una chanza que bien vale, sino para que conozcas mi ventura. Yo no he amistado con las barajas, pero sí con el azar. Las cosas del porvenir, esas que todavía no son cosas pero que lo serán mañana sin uno saber qué cosas serán, siempre atizaron mis días. De ahí la baraja con la flor.

“Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano… ¿entonces, qué?”. Quiero traducir esta invención de Coleridge del español al español, ya que antes Borges la tradujo del inglés: flor y truco vale por vida y azar. La flor como anticipo de la vida nueva y el azar para rendirnos perplejos ante lo inesperado. Belleza para nuestros sentidos y perplejidad para desaprender la vida e iniciar un tiempo nuevo, como quiso el inglés. Y Nietzsche, el alemán.


La gula ideológica no tolera la luz

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Hay recuerdos que nacen con nosotros. O casi. Hay cosas que adquirimos en los primeros años de nuestras vidas, desde que empezamos a discernir lo uno de lo otro. Esas cosas son nuestra segunda naturaleza, enseñanzas que por habernos alcanzado desde el principio, nos acompañarán mientras transitemos la vida. O casi.

Son rasgos culturales fuertes que no querrán abandonarnos y que con frecuencia subyugarán nuestra razón, sentires que nos modelarán tanto como nuestras huellas genéticas. Un caudal arrollador que nos marcará a fuego, nos seguirá hasta el fin como el nombre que nos dieron, como la lengua que nos enseñaron. He aquí una matriz cultural que nos aprisionará y a veces oscurecerá nuestro entendimiento y nos remitirá al medioevo de las ideas.

Dicen los cofrades de Freud que estas marcas son indelebles. Quizá sea un exceso, quizá sean malformaciones ideológicas de los psicófilos y sólo seamos cautivos de nuestros genes. Quizá -otra vez quizá- estas sinrazones sólo sirvan para expurgarnos y para eludir responsabilidades. Pero más allá de todo exceso, sin duda en la niñez fuimos arcilla blanda y adquirimos las formas de nuestros moldes familiares y sociales, formas que sólo podremos cambiar con esfuerzo y, a veces, forzando gratitudes.

No quiero hablar desde lo personal. Quiero ser amplio para que mis palabras lleguen a todos los lectores, cualesquiera sean las ideas que profesan. Su acuerdo o su disenso serán regalos igualmente valiosos para mí, y su indiferencia será el castigo. Voy, pues, a las cosas.

Sobre gulas y dogmas

Lo que es rico no hace mal, decía mi amigo más obeso cuando el plato apetecido estaba a su alcance. Sabía que su sentencia era vieja, pero la picaba y replicaba y comía hasta el hartazgo, hasta soltar el cinto para liberar su vientre. Sólo entonces recuperaba la cordura y juraba que nunca más atentaría contra su salud. Y cumplía ese juramento por el resto de la noche. Así, pues, la gula del comilón da tregua, concede unos intervalos lúcidos que duran tanto como la hinchazón del vientre. Pero la gula ideológica no tolera la luz, no da tregua, te mantiene en la penumbra. La gula ideológica, más conocida como dogmatismo o fundamentalismo según se la refiera a la política o a la religión, tiene su catecismo en esas primeras enseñanzas, en esa segunda naturaleza que quiere acompañarnos hasta el fin.

Conozco gentes así (¿quién no?), golosos de buen comer y dogmáticos de mal pensar; unos, prontos soltadores de cintos, otros, lerdos para entender razones. Unos y otros enemistados con la verdad y angurrientos comedores de sus propias heces.

Y conozco de cerca a quienes, subestimando la historia y desoyendo los ires y venires de la política, no resignan un ápice del bagaje que recibieron de sus padres o del medio social que los cobijó y les dio abrigo y pertenencia. Ellos voltean y voltean en círculos alrededor de una porfía, baten el parche de los viejos tambores y desempolvan los íconos que adoraron sus abuelos y trasabuelos. Devotos de sí mismos, se enamoran de sus ombligos y cultivan en terrenos áridos. Se engañan y, engañándose de esta laya, te mienten con toda sinceridad. No saben que sus ideas y sus anhelos yacen en el basurero de la historia y por eso viven de espaldas a la realidad, ajenos al presente. Estoy hablando de unos y de otros, de blancos y de negros, de rojos y amarillos. Estoy hablando de cómo la segunda naturaleza de los hombres puede derrotar a la razón y negar la verdad.

Sobre necrófilos y nigromantes

Uso la palabra dogma según la primera acepción del mataburros: Proposición que se asienta por firme y cierta y como principio innegable de una ciencia. Y ciencia es el conjunto de conocimientos obtenidos mediante la observación y el razonamiento, es el saber, la erudición. De suerte que ningún saber puede ser dogmático, ninguna ciencia es definitiva. Todo sistema de conocimientos debe resistir la experimentación y la comprobación. Si no las resiste y se proclama autosuficiente, entonces está fuera del territorio del saber, es una devoción, un acto de fe, una porfía. Es un dogma. Y mientras no lo arrojemos lejos opacará nuestra visión, diluirá la razón y nos expondrá a frustraciones.

A diferencia de un argentino ilustre, yo creo que las ideas pueden morirse. No sé si cometo un sacrilegio al hablar así, pero creo que hay un cementerio de las ideas donde descansan en paz los trastos viejos de las ciencias, de la política, de las religiones y de las modas. Y creo que hay un lugar refrigerado donde por algún tiempo se guardan esos vejestorios a la espera de que alguien los reclame, un creyente, un fiel, un devoto u otra clase de deudo.

Revisar las certezas que siempre nos acompañaron puede saber amargo, puede despertar sentimientos de desencanto. Derribar castillos trabajosamente construidos a lo largo del tiempo y al calor de la lucha puede parecer una ingratitud. ¿Pero qué otra cosa puede hacerse cuando la realidad nos manda levantar la picota y allanar el suelo? ¿Quién viste al neonato con las ropas de su abuelo? Hay que poner las ideas en la fragua de la verdad, someterlas a prueba y abandonarlas si no resisten el exorcismo. No hay impiedad en esto, no hay ingratitud.

Lo demás, lo que cae de la mesa de los comensales, es el excremento de la historia que sólo puede agasajar a los necrófilos y a los nigromantes.

Sobre resurrecciones y otras encarnaciones

En la pasada primavera el azar quiso reunirme con dos personajes bien diferentes y bien parecidos. Diferentes por el objeto de su devoción: uno católico a rajatabla, escrupuloso practicante de las mandas vaticanas, sobre todo de las preconciliares; el otro, libremercadista hasta el tuétano, llegó a decir que las enseñanzas smithianas tenían una correspondencia con la verdad cercana a la de la aritmética. Y parecidos por la devoción con que abrazaban sus respectivas convicciones; con uno y otro podías reflexionar sobre variadas cosas, con tolerancia y benevolencia pesaban y sopesaban razones. Pero si los contrariabas, desenvainaban sus espadas.

Yo no creo que ellos sean representativos de sus partidos, pero es cierto que en lo personal cada uno había incorporado a su haber unas certezas que no quería exponer al análisis. Ambos habían sido arcilla blanda, uno del catolicismo duro y el otro del liberalismo a ultranza, y su capacidad de percepción de la realidad estaba aniquilada, su libertad de pensar estaba abolida. El presente de ambos atrasaba. Segunda naturaleza que a dos seres sustancialmente iguales los hacía radicalmente diferentes.


Y aun cuando pude amistar y querer bien al católico y al liberal, un límite había entre nosotros. Ese límite era más estrecho para mí. Ellos compartían la certeza de estar ciertos y a mí me amonestaban a dos voces por ser pragmático (sic). Era preferible el dogma a la realidad, la certeza a la búsqueda. Pero algo quedó más allá del afecto: me enseñaron a no aprender de ellos.

Ya comprendes, lector, que no descalifico a uno ni a otro. No podría hacerlo. Que ambos sean bienvenidos al banquete de las ideas. Mi propósito es señalar el desatino de quienes se sienten saciados dentro de sus pequeños mundos sin siquiera sospechar que más allá hay quienes piensan, sienten y anhelan otras cosas.

Creo que cada instante se agota en sí mismo, que el agua del río siempre es otra, que, como lo enseñó Heráclito, el sol es nuevo cada día. Creo que no hay redentores mundanos ni ultramundanos, tampoco encarnación ni resurrección de lo viejo. Por eso conviene sacudirse el polvo de los hombros, arrojar las excrecencias de la historia y mirar con ojos nuevos cada cosa, inaugurar la vida cada día, derribar murallas y ensanchar la mesa.

El bien, el mal y el dinero según los veo

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Si alguna vez creíste que leer el diccionario es una tarea latosa, no te equivocaste. Porque a menos que seas lexicólogo o acudas a él para la consulta, el diccionario te ofrece un conjunto caótico de palabras que se suceden sin otro orden que el alfabético. Es un catálogo amado pero tedioso, culto y profano, tan útil como palabrero.

Así y todo, voy a iniciar estas anotaciones con una excursión por el Diccionario de la Real Academia Española prefiriendo su 22° edición, la última, para fatigar algunos de sus vocablos. Y aún cuando el tema que hoy me ocupa habita el extenso territorio de la filosofía y de la política, deliberadamente prescindiré de los diccionarios especializados para arrastrar estas cuestiones arduas por caminos pedestres. Diré mi parecer sin la pesada tutela de los sabedores.

Puedes, lector, acompañarme en este breve periplo o abandonarme a la soledad que siempre arriesga el escritor. Recorrer conmigo este camino de papel y de tinta o apearte ya. Yo creo que estas cosas también son tus cosas, que vale la pena revisarlas alguna vez, que mi escasa erudición no me cierra el camino y que juntos podemos abordar las cosas viejas de toda vejez.

Definiendo vocablos

Sobre el bien y el mal hablaré en estas columnas. También sobre el poder y el dinero. Consulto, pues, el catálogo hablatorio de la lengua española prefiriendo las acepciones que convienen a mi propósito.

De las diecisiete acepciones de la voz bien, recojo la cuarta: “En la teoría de los valores [el bien es] la realidad que posee un valor positivo y por ello es estimable”. Valor que preside la ética, el bien es estimable porque afirma la creación y se manifiesta como la cualidad que perfecciona las cosas. Por eso es incondicionado, extenso e incorruptible: no admite mandato, no tiene límites, no muta. Existe por sí, con independencia de su opuesto, el mal.

En cambio, cuando el diccionario da cuenta del vocablo mal, en su segunda acepción lo presenta como “lo contrario al bien, lo que se aparta de lo lícito y honesto”. El mal se define por el bien en cuanto supone su ausencia. Una definición exclusiva que, por lo demás, acude al orden normativo (habla de licitud) y al relativismo moral (habla de honestidad, valor mutable). En la segunda entrada el diccionario reafirma el carácter normativo del mal por ser “contrario a lo que es debido”: De esta manera, para la Academia ibérica el mal no es un disvalor en sí sino la mera ausencia del bien o el resultado de su negación.

Tomo dos acepciones del vocablo poder, la primera de la 22° edición y la primera del avance para la 23° edición. Aquella lo explica así: “Tener expedita la facultad o potencia de hacer algo”. Descripción abarcativa que emparenta con la teoría política, creo desafortunado que se haya decidido excluirla de la edición que se hará en 2011. La otra nos anticipa que el poder es el “dominio, imperio, facultad y jurisdicción que alguien tiene para mandar o ejecutar algo”. Yo tengo mi propia definición del poder, tan abarcativa como conviene a mi propósito de este día: Poder es la facultad de hacer.

El diccionario fue avaro cuando busqué la palabra dinero porque de las ocho acepciones ninguna me auxiliaba en la tarea. Entonces acudí a la voz moneda, cuya tercera acepción puede serme de alguna utilidad: “Instrumento aceptado como unidad de cuenta, medida de valor y medio de pago”, es decir, unidad que le asigna valor a las cosas posibilitando su intercambio. El libro panhispánico del buen decir amplía este último concepto al explicar la moneda fiduciaria como “la que representa un valor que intrínsecamente no tiene”, y la moneda divisionaria como “la que equivale a una fracción exacta de la unidad monetaria legal”. Así, el carácter simbólico de la moneda y su divisibilidad aritmética son conceptos traídos de la realidad que, según veremos, explican mi peregrina teoría sobre el bien y el mal.

Dios y el Demonio

Si toleraste hasta aquí el árido tránsito por el diccionario, ahora, lector, te invito a discurrir por los dominios más amables de las religiones, de la literatura y del cine.

No obstante su evolución a través del tiempo, el hombre no ha podido despojarse de su condición dual. Aún más, al apartarse de la naturaleza y arriesgarse en el laberinto de la razón construyó doctrinas que instalaron el conflicto en el centro mismo de la vida. Heráclito fue el gran sistematizador de esta concepción bipolar que la historia documentó hasta la formulación dialéctica de Hegel. Pero dejemos pronto las arideces de la filosofía para mostrar algunos ejemplos de dualismo.

Dios y el Demonio son paradigmas del dualismo. Fuerzas motoras de la vida y gobernadores supremos de la muerte, uno y otro son opciones excluyentes, opósitos irreconciliables y substancia de todas las cosas. En el teatro de la vida se encarnan como el hombre y la bestia, como David y Goliat, como el héroe y el villano.

A diferencia de las más antiguas religiones y mitologías en las que un personaje era una y otra cosa a la vez, bueno y malo, piadoso y cruel, dadivoso y avaro, en el judaísmo, el cristianismo y el Islam el bien y el mal son atributos que se excluyen mutuamente. En estas devociones monoteístas Dios es infinitamente bueno y el Demonio infinitamente malo, lo cual es congruente con la creencia de que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, y también con el dogma del pecado original inducido por el Demonio.

Esta bivalencia teologal que paradójicamente nos legó el monoteísmo (un dios bueno y un dios malo, separados uno de otro y omnipotentes ambos porque no pueden destruirse mutuamente), se ha manifestado en la literatura con más fuerza que en las otras artes; y modernamente en el cine, arte-espectáculo que muestra la lucha del bien contra el mal como ninguna otra actividad humana. Algunas veces esa lucha se presenta dentro de una misma conciencia, como puja entre dos poderes que la habitan y la nutren, otras veces se presenta en personajes diferentes que luchan para que el espectador prefiera.

Realidad y utopía


Así, he merodeado alrededor del bien, del mal y del poder. Resta, pues, examinar qué lugar ocupa el dinero en esta comandita, establecer su relación con esa dualidad que ha desvelado al hombre desde que se separó de su ancestro simiesco.

Me parece que el dinero, ese símbolo del valor, ese recurso que permite acopiar en unas manos el trabajo realizado por otras manos, es la causa principal de la transmutación alternativa del bien en mal y del mal en bien. Porque a poco que miremos en las vidas nuestras y las de nuestros vecinos vamos a ver la verdad de esto. También si revisamos la historia sin ideologismo.

Cierta vez ofrecí una utopía para azuzar a mis lectores. Ahora vuelvo a hacerlo en términos parecidos: ¿
Puede concebirse un mundo donde no exista el dinero?* Porque de ser ello posible quedaría de hecho abolido el mal, al tiempo que la humanidad aplicaría su energía a acciones concordantes con su condición, aproximándose a la meta de su felicidad.

* Entre filosofadas y chanzas que gastábamos entre amigos, dije que la única diferencia habida entre el paraíso y la tierra es que ahí no existe el dinero, como aquí. Dije que esa sola diferencia es tan decisiva que no ha menester otro requisito para que la humanidad sea feliz. Luego esta idea la incorporé en algunos de mis juegos literarios. Mero divertimento. Pero creo que aún así puede ser ilustrativo. Sabemos los hombres que moriremos. Pero, paradójicamente, es porque resistimos esa muerte inevitable que impulsamos el motor de nuestra vida. Similarmente, las utopías son construcciones nacidas de los anhelos que pocas veces se hacen realidad, pero aún así impulsan nuestras vidas y le dan un sentido que excede su valor biológico.

Filósofos, lo que se dice filósofos, eran los de antes, como los guapos

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Alguna vez tenía que decirlo. Después de haber elogiado la duda y el disparate, después de hacer la alabanza de las malas palabras, hoy quiero hablar de los filósofos y de los filósofos. Y decir por qué prefiero a aquellos antes que a estos.

Filósofos eran los de antes. Tenían ese talante manso, esa mesura que los situaba en el justo medio de las cosas, esa sapiencia que venía de mirar adentro, muy adentro de las almas. A ellos no los amonestó Dios porque tenían licencia para explorar, para comer el fruto del árbol prohibido.

Cierta vez, el poderoso rey Darío le escribió así a Heráclito: "Tú eres el autor del tratado De la naturaleza, difícil de comprender y duro de interpretar. En algunas partes tu estilo parece tener un cierto poder de especulación sobre todo el universo y las cosas que en él suceden, que dependen de un movimiento completamente divino. Pero la mayor parte de las afirmaciones me producen dudas, de modo que incluso los más entendidos en las letras no podrían dar una recta interpretación de tu trabajo. Así, pues, el rey Darío de Histaspis quiere participar de tu instrucción directa y de la educación griega. Ven sin tardanza conmigo a palacio. Pues los griegos, duros en general como son para reconocer abiertamente a sus hombres sabios, descuidan las buenas demostraciones que ellos hacen destinadas a un oído atento a aprender. Conmigo te esperan todo tipo de privilegios y una bella y elevada conversación cada día, unida a una vida honrada según tus consejos”. Heráclito le respondió: “Cuantos hombres hay sobre la tierra se apartan de la verdad y de la justicia, y por causa de una malvada locura se dedican a la avaricia y deseo de fama. Yo, habiendo logrado el olvido de todo tipo de maldad y tratando de escapar de la saciedad que acompaña a la envidia, y también porque tengo horror del esplendor, no puedo ir al país de los persas, bastándome con unas pocas cosas buenas para mis propósitos”. Tamaño desaire no enfureció al mandamás de los persas porque venía de un filósofo; porque, en efecto, filósofos, lo que se dice filósofos, eran los de antes, como los guapos.



Heráclito había construido un sistema de pensamiento sobre la naturaleza controversial de la realidad; Darío quería comprenderlo, quería copiar su saber y por eso lo llamaba a su corte, para que le enseñara su ciencia y sapiencia. Para la nomenclatura moderna el uno es filósofo, el otro también. Para aquellos antiguos, en cambio, sólo el primero lo es.

Por eso hablo de filósofos y de filósofos. Unos, perplejos de sí mismos y absortos ante los misterios del universo, buscan y rebuscan aquí y allá, en todos lados, el haz de luz que les muestre el comienzo del camino, sólo el comienzo. Los otros, iluminados e iluminadores, pretenden haber recorrido el camino hasta el fin. Aquellos, devotos de la duda, estos, campeones de la certeza.

Y no hay que remontar la historia para encontrar filósofos de la primera clase. Ahora y aquí los verás gastando suelas o sentados a la mesa de un bar, revisando los titulares del diario de ayer o mirando en la plaza cómo corren los niños. Los verás en la platea del mundo mirando cómo los de la segunda clase ofrecen los parabienes que un día antes rescataron del basurero. Por eso, el título que has leído sólo quiere llamar tu atención, sólo eso.

La licencia para titularte filósofo está ahí, al alcance de tu mediana memoria y de tus nalgas estudiantiles. Basta que fatigues tus ojos sobre los libros para que te diplomen. Basta que sepas algunas respuestas, aun cuando ignores todas las preguntas.


Espero que no me malentiendas, lector. Todos sabemos saberes ajenos, un oficio, una ciencia, cada quien es diestro en una cosa. Pero si el carpintero no es la madera, si el albañil no es la argamasa ni el abogado es el derecho, ¿por qué el diplomado había de ser filósofo?

No es un galimatías. La madera no es la carpintería, el derecho no es la abogacía, pero el filósofo es la filosofía. O digámoslo así: la filosofía sobrevuela todos los saberes porque es un no-saber, una actitud que viene de la ignorancia y culmina en la ignorancia. Es un afán, un camino que no se puede trazar porque requiere del caminante cierta inocencia, cierta humildad de la que carece el diplomado. La filosofía es un no-saber, salvo que, como lo predicó Sócrates, el filósofo sabe que no sabe.

Por eso no encontrarás al filósofo entre los enterados. Lo encontrarás por ahí, recorriendo la vida e inquiriendo sin cesar sobre las cosas que otros tienen por sabidas. Como Platón que se resignó a la fantasmagoría de la caverna, como el obispo Berkeley que dijo que ser es ser percibido, como nuestro Borges que tomó un puñado de arena, lo dejó caer silenciosamente un poco más lejos, y dijo que estaba modificando el infinito Sahara.

Filosofar es arbitrar entre las muchas conjeturas que nos visitan. Y cuando el fuego de la caverna se apague, cuando la percepción se extinga, cuando el Sahara olvide el puñado de arena que mudó su sitio, ¿entonces qué…? preguntará el filósofo, mientras el otro, el que agasajó su sobaco con mil libros, buscará una sinrazón que disfrace su flaco entendimiento y colme la oquedad de su cabeza.


“Este tipo escribió sobre todas las cosas, este tipo fue un audaz”. Así me dijo un lector de contratapa mientras yo ojeaba un libro de enésima edición. Su autor era un inglés famoso, docto en filosofía y filósofo también, que escribió sobre los más variados asuntos. Su compromiso con la causa de la paz, su agudo pensamiento y su pluma dócil traspasaron los muros de las universidades y dieron con los lectores mundanales. Pero no pudieron eludir la amonestación post mortem de aquel ocasional ratón de librería.

Es que el filósofo es así, desdeña la especialidad para arrellanarse en el regazo de la totalidad, para indagar sobre la política, sobre las matemáticas, sobre el fin y el sinfín de las cosas. Y al cabo de mucho peregrinar y explorar te dice que no sabe. Él es el único humano que, aun cuando no juzga, es juzgado con severidad. Arriesga su crédito a cambio de nada y, sin apostar, puede perder el pellejo a manos de los necios. Fatiga su mollera porque ese es su sino, no porque el patrón lo quiere o porque Dios lo manda. Por eso, como el inglés, escribe y habla sobre las cosas que los otros callan.

El hombre docto en filosofía, en cambio, después de revisar los libros que otros escribieron y sin levantar sus asentaderas, te habla de las causas y de los efectos, del bien y del mal y quizá también del destino que merecerás después de tu partida. Y por si no bastara, te premia o te castiga. Coleccionista de ideas que otros pensaron, te vende ciencia y saber apretujados en gruesos manuales de segunda mano. Decidor de floripondios y escribidor de lecciones, es, cuando más, un memorioso profesor capaz de explicar las ideas de otros sin un error, sin una omisión. Pero si se pretende filósofo habrá que amonestarlo por empatarle a la estupidez.


La filosofía no es un sistema cerrado porque aún no ha encendido todas las luces. Más allá del mucho afán y de los ríos de tinta que se le han dispensado, nada es lo que se ha dicho todavía y nada es lo que se dirá de ahora en más. Y ese es su gran atributo, ser un campo fértil que por mucho que se siembre y se siegue no conoce el rastrojo ni la erosión del pensamiento. Es la esfera cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna, como alguien dijo de Dios.

Por eso el filósofo puede hablarte de la política, de la muerte, de la naturaleza. Por eso lo verás escribiendo sobre tantas cosas, sobre el arte de curar los males, sobre la guerra, sobre las virtudes del gobernante. Ese mirar, entre brutal y compasivo, es propio del filósofo, no del que fue titulado en filosofía. Es un talento que adquirió a trueque de cierto renunciamiento, como el de Heráclito. O como el de Sócrates, que pagó con su vida el derecho de amonestar a los atenienses. O el de Giordano Bruno, que prefirió la hoguera a la obediencia ciega (al ser condenado le dijo a sus jueces: "Tembláis más vosotros al anunciar esta sentencia que yo al recibirla"). Ellos fueron inocentes para su conciencia, aunque -¡ay!- no para sus jueces, entre quienes había, precisamente, doctores de la filosofía.

Matusalén y yo

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Séptima generación de Adán, que murió a los 930 años, tataranieto de Quenán, que murió a los 910 años, bisnieto de Mahalalel, que murió a los 895 años, nieto de Yéred, muerto a los 962 años e hijo de Henoc, que no murió porque fue llevado por Dios sin pasar por la estación fúnebre, Matusalén, el más anciano de cuantos vivieron, murió cuando contaba 969 años sobre su osamenta. Su hijo, Lamec, murió joven, a los 777 años, y su nieto, Adán, elegido de Dios para sobrevivir al diluvio, alcanzó los 950 años. Así lo declara el Libro del Génesis.

Voltaire nos trae esta noticia de Moseri: “Hay setenta sistemas de cronología de la Historia Sagrada, a pesar de que ésta la dictó Dios mismo” Y se entristece: “¿Qué hilo puede guiarnos en el laberinto de las disputas entabladas desde el primer versículo de la Biblia hasta el último? La resignación. El Espíritu Santo no quiso enseñarnos la cronología, la física y la lógica. Sólo deseó que fuéramos hombres temerosos de Dios y que nos sometiéramos a él no pudiendo comprenderle”
[i].

Y yo, menos protestón que ese francés, menos cauto también, me resigno a la cronología y a la noticia bíblica y declaro que cuando escribo esto (abril de 2009) llevo vividos 832 años, casi tantos como Mahalalel. Por eso, creo que el título no es una desmesura. Aún más: creo que si bien mi nombre no será recordado en el Libro del Origen, tengo algunas chances de batir el récord de Matusalén.

Por otra parte, ¿qué son los años sino formas arbitrarias de medir el tiempo? ¿Y si en vez de tomar el giro de la Tierra alrededor del sol eligiéramos su rotación umbilical? ¿O la duración de la preñez humana o algún otro ciclo de la naturaleza? Dice Borges (Einstein ya lo había dicho con autoridad científica) que el tiempo es una delusión y que todos los tiempos se resumen en un solo instante. Y que ese instante es la eternidad, la negación del tiempo.

Por eso yo elijo tener tantos años, para medir mi edad con el patrón bíblico, el que midió las edades de Adán y de Matusalén y de Noé. Pero no me resisto a ser más joven y, entonces, medirla con el patrón solar, en cuyo caso aquellos patriarcas también deberán contentarse con dos dígitos para sus edades: Adán con 77 años y medio, Matusalén con poco menos de 81 y Noé con poco más de 79. Y decir que algunos porteños que hoy recorren las calles de Buenos Aires son más viejos que Matusalén.

La medida bíblica para decir cuánto vivieron aquellos patriarcas es el periplo lunar. Luna bondadosa, desde luego, porque en su deriva alrededor de la Tierra nos regala más edad que el sol que, artero, al tiempo que nos ilumina acorta nuestras vidas. Por eso el Cronista Divino eligió el año lunar para anotar las edades de aquellos hombres.

¿De qué se quejaba entonces el ilustre Voltaire, si, de acuerdo a la medida del Génesis, el vivió más que Matusalén?

No sé si con estas lucubraciones yo he viajado a los tiempos de Matusalén o le he traído a él hasta nuestros días. Quizá eso importe menos que el haber conciliado nuestras edades con las de aquellos precursores de la humanidad. Y haber hecho un aporte a la credibilidad del libro más eminente entre todos los libros. Aún más: quizá estas razones sirvan para creer en la bondad del Creador que, si bien una vez nos expulsó del Jardín del Edén, nunca más nos castigó desde entonces, no acortó nuestras edades y hasta consintió que emuláramos en eso al propio Matusalén.

Como ves, amable lector, las perplejidades bíblicas son solubles en agua y pueden resolverse si se las confronta con la ciencia y se las mira con bondad. No es verdad que Abraham fuera incestuoso ni que consintiera en sacrificar a su hijo; estas cosas vienen de un malentendido bíblico que puede aclararse en beneficio de la fe. Si mi pluma me es dócil y mi entendimiento se aclara y se expurga de la prédica de los apóstatas, alguna vez escribiré sobre estos temas.

Libro eminente

La apostasía te descalifica frente a los que necesitan verte calificado, frente a quienes quieren creer lo que la ciencia no ha atestiguado todavía. La apostasía es un pecado capital equiparable a la traición, pero con el agravante de que el apóstata, ungido para decir el Verbo Divino, lo niega. Charles Darwin no fue un apóstata porque su débito no era con Dios sino con la ciencia; pero quienes ahora, después de la carta de Juan Pablo II sobre la evolución de las especies
[ii], lo desacreditan y lo devuelven a los viejos tiempos, esos sí son apóstatas porque exponen las enseñanzas bíblicas al escarnio de una ciencia que ya ha echado bastante luz sobre el asunto. Quiero decir que así como yo quise sentarme a la misma mesa con Matusalén, los custodios actuales de la fe debieran amistar con quienes han encontrado caminos de concilio entre la fe y el saber.

Un diálogo entre Adán y Darwin, imaginado por una mente más fecunda que la mía, podría esclarecer los secretos y las perplejidades del Libro del Génesis, de las que no he hablado en esta nota. Luego llegará el tiempo para hablar de las leyes y de los mandatos y de los milagros y de otras cosas más. Y los hombres tendrán paciencia y esperarán a que ese tiempo llegue, porque si supieron esperar desde el principio unos, desde hace dos mil años otros, y desde la Hégira
[iii] los que pueblan el Oriente medio y central, ¿por qué no habían de esperar los tiempos de la ciencia, infinitamente más breves?

La creación del tiempo

“En el principio creó Dios los cielos y la tierra. Y la tierra estaba desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo, y el Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas. Y dijo Dios: Sea la luz; y fue la luz. Y vio Dios que la luz era buena; y separó Dios la luz de las tinieblas. Y llamó Dios a la luz Día y a las tinieblas llamó Noche. Y fue la tarde y la mañana de un día”
[iv].

Dios acababa de crear el tiempo, su obra más importante, la que lo consagraría por encima del resto. Porque todas las otras cosas que creó, las bestias y el hombre entre ellas, son alhajas de aquella creación eminente. Las demás cosas no son, en verdad, obras dignas de Dios único y omnipotente, son industrias que los hombres han ido replicando y hasta perfeccionando con el correr de aquella primera creación, el tiempo. Después los hombres pusieron las medidas según convenía a sus apetitos. Pero no agregaron un solo instante al tiempo porque no poseían ese talento.

Por eso Matusalén y yo podemos medir nuestras edades. Porque más allá de cuál artificio usemos para contar nuestros días, él y yo somos tributarios de la muerte. Por eso, también, debiéramos contar nuestras edades con el patrón del Creador, y decir que llevamos tantos días sobre la faz de la tierra.

Excusa

No quiero terminar estas anotaciones sin reverenciar la fe de unos y de otros. Todos merecen mi respeto, cualquiera sea su creencia o la medida de su devoción. Pero nadie merece mi silencio o mi obsecuencia. He dicho algunas cosas con seriedad y hasta con gravedad, otras con ironía, pero ninguna con irreverencia. Y en lo que el lector pueda encontrar de juego en estas líneas, deberá consentirlo porque, después de todo, ese es el único oficio que nos hace dichosos a los hombres. En este sentido, creo que si alguna vez dejáramos de jugar Dios nos amonestaría por eso.

[i] Voltaire, Diccionario Filosófico, RBA, Barcelona 2002, t. I, p. 30, al ocuparse de la entrada Abraham.
[ii] Dijo Juan Pablo II el 24 de octubre de 1996: “La evolución física del hombre y las otras especies es ya más que una sola hipótesis. Es ciertamente destacable que esta hipótesis se haya enraizado progresivamente en la mente de los investigadores, luego de una serie de descubrimientos en diferentes esferas del conocimiento. La convergencia no ha sido buscada ni provocada por los diferentes resultados de estudio llevados a cabo con independencia entre unos y otros, lo que constituye en sí mismo un importante argumento a favor de la teoría”.
[iii] El califa Umar I señaló el año de la Hégira como el primero de la era musulmana, que comienza el 16 de julio de 622 d. C.
[iv] Génesis 1. 1-5.

Chuang Tzu y la mariposa

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

"La paradoja se resuelve si comprendemos la unidad esencial de las cosas".

Conviene empezar leyendo la famosa aporía del chino según la versión de Octavio Paz: “Cierta vez soñé que era una mariposa, revoloteaba como los pétalos en el aire, me sentía feliz de hacer lo que quería y ya no me preocupaba de mí mismo. Pero hete aquí que no tardo en despertar, me palpo sin perder un instante, ¡y yo era Chuang Tzu! Y me pregunté: ¿soñaba Chuang Tzu que era la mariposa o la mariposa soñaba que era Chuang Tzu?

Dice el traductor que “Chuang Tzu [...] es el maestro de la paradoja y del humor, puentes colgantes entre el concepto y la iluminación sin palabras”. Digo yo que anotar esta fábula en mi caso es, cuando menos, una audacia. También una irreverencia. Pero puedo excusarme: decir que mi pluma no responde a patrones o a categorías y que es el editor quien le da espacio; decir que tal vez el autor escribió la paradoja para que yo la leyera dos mil quinientos años después. Otras excusas pueden todavía abogar en mi beneficio*, pero es del filósofo chino y de su invención que debo ocuparme.

¿Qué es la realidad? ¿Su sustancia es de una naturaleza diferente a las otras cosas? ¿O no hay tal diferencia, tan sólo hay observatorios varios desde los cuales las cosas son percibidas? Y aún, ¿es atinado que los hombres hablemos de realidad? He aquí el marco en el que elijo poner la fábula.


Hace algún tiempo la casualidad quiso situarme frente al televisor en momentos en que uno de los personajes del filme Aguirre, la ira de Dios, de Werner Herzog, conjeturaba que, acaso, la vida sea una ilusión detrás de la cual subyace la realidad de los sueños. Esa conjetura me remitió a un cuento mío en el que un padre le cuenta a su hija una fábula y ésta lo interrumpe para viajar a la historia narrada. Y una vez ahí, no puede discernir de qué lado del gran espejo de la vida ocurren los hechos, de qué lado discurre, digamos, la realidad. La realidad y la ilusión, el soñador y lo soñado, el narrador y lo narrado en mi cuento, el hombre y la mariposa en la historia que ahora nos convoca, no son, quizá, cosas distintas. Sospecho (sólo sospecho) que la respuesta al dilema que nos ofrece el chino puede estar en la unidad de las cosas. Si el ebrio y el loco no logran saltar sobre su propia sombra por mucho que lo intentan es porque en su embriaguez y extravío no comprenden esa unidad.

La bella paradoja que estoy anotando se muestra ardua, de difícil resolución a los ojos de los hombres de este lado del mundo, del Occidente racional y pragmático acostumbrado a descomponer las cosas en tantas partes como sea posible, a analizarlas para hallar lo múltiple en lo que sustancialmente es uno. No así, los hombres del otro hemisferio seguramente se sentirán más cómodos frente al mismo texto, porque ellos recorren el camino inverso: hallan la unidad en lo que a los ojos se muestra plural.

Chuang Tzu denuncia la fragmentación de la conciencia del soñador-soñado, habla de sus sensaciones durante el sueño, dice que mientras “revoloteaba como los pétalos en el aire [...] ya no me preocupaba de mí mismo”. Ciertamente, es difícil traducir de una lengua exótica y remota unos términos y unas figuras tan particulares.


Fácilmente aceptamos la realidad, acaso porque intuimos que nada es real” nos dice Borges desde El inmortal: He aquí el hallazgo del genial argentino, el dibujo casi fantasmal que se interpone entre el terruño cómodo de la convención y la república extendida y azarosa de la ilusión. Pero sabe Chuang Tzu, sabe Borges, saben los poetas (yo no lo soy y creo saberlo también) que nunca el hombre podrá discernir sin duda cuál es el linde entre la realidad y el sueño, entre los hechos y la ilusión. Aún más, creo que una y otra cosa no son diversas, que la fábrica de la realidad y del sueño, del soñador y lo soñado, la cuna y la matriz de Chuang Tzu y de la mariposa, son una sola.

La construcción del chino no quiere cambiar las cosas, no busca escapar de la existencia por los entresijos de la ilusión, no pretende cumplir una función. Quizá esa fábula ya no quiere lo que en su momento quiso su autor. Porque la creación artística (me lo dijo un exquisito escultor mientras domeñaba el mármol, me lo confirmó luego mi propia observación), una vez desprendida de las manos de su hacedor, adquiere vida propia y busca su particular destino, si es que tiene alguno. La obra ignorada o desdeñada en los tiempos de su creación, la que no fue apreciada al nacer, puede, a lo largo del tiempo, ser merecedora de reconocimiento y portadora de significados variados. La historia del arte es pródiga en ejemplos.

Por eso Chuang Tzu y la mariposa, el soñador y el soñado, lo que tenemos por real y lo que consideramos sueño, quizá sean una sola cosa que no puede separarse, una manifestación inequívoca de la existencia.

Mil años después de Chuang Tzu, Yalal al-Din Rumi inquirió hermosamente: “El aliento del flautista... ¿pertenece a la flauta?”.

* En mayo de 2003 el Café Filosófico Heráclito convocó a un filósofo, un psicólogo y un poeta para examinar esta fábula. La ausencia inesperada del último me obligó a ocupar su lugar, y fue así como confronté mis reflexiones con las de la filósofa india Premlata Verma, traductora al hindi del Martín Fierro y de textos de Borges, y con las del psicólogo y escritor argentino-guatemalteco Marcelo Colussi. Fruto de aquella participación inesperada son estas disquisiciones.

La Iglesia Católica debe reconciliarse con el hombre

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Dos hechos relevantes produjo la Iglesia Católica en un solo lustro: en 1992 la reivindicación de Galileo y en 1996 la aceptación como verosímil de la teoría darwiniana sobre la evolución. Para este último paso Juan Pablo II hizo una distinción entre materia y mente por un lado, y alma espiritual por el otro. Lo primero pudo haber tenido la evolución postulada por Darwin. Lo otro, el soplo que sacraliza al hombre para transformarlo en persona, es obra de Dios. En su carta a este respecto Juan Pablo II dijo que “la teoría de la evolución de Darwin, durante casi 140 años la máxima herejía frente a los ojos católicos, fue erróneamente desechada”.

De esta manera la Iglesia iniciaba un camino que podía conciliar el dogma católico y la ciencia. Se trataba, pues, de interpretar algunos textos sagrados en sentido metafórico. En este caso el Génesis, nada menos.

Iglesia y sexualidad

Siguiendo esta línea de aproximación, en el libro Dios y el mundo el entonces cardenal Ratzinger decía: “La Iglesia considera la sexualidad una realidad central de la creación. En ella la persona está conducida al Creador en su máxima cercanía, en su suprema responsabilidad. Con ello participa personal y responsablemente en las fuentes de la vida. La sexualidad es algo poderoso, y eso se ve en que pone en juego la responsabilidad por un nuevo ser humano que nos pertenece y no nos pertenece, que procede de nosotros y sin embargo no viene de nosotros. A partir de aquí, creo yo, se entiende que dar la vida y responsabilizarse de ello más allá del origen biológico sea algo casi sagrado”.

Pero el 10 de junio de 2005, en una audiencia colectiva ofrecida a los obispos de Sudáfrica, Botswana, Swazilandia, Namibia y Leshoto, el ya papa Benedicto XVI les instó a que “sigan en el esfuerzo de combatir el virus [del HIV] que no sólo mata sino que amenaza seriamente la estabilidad económica y social del continente”. Y ante esos prelados que en sus diócesis reúnen al sesenta por ciento de los enfermos, agregó: “Las enseñanzas tradicionales de la Iglesia aportan la prueba de que la castidad es el único medio seguro de prevención del Sida”. Y ahora, al visitar Camerún en marzo de 2009, profundizó este dislate. Un paso adelante (el del papa muerto), y un paso atrás (el del papa que ahora reina sobre las almas católicas).

Si el Vaticano, tradicionalmente refractario a los cambios, ha intenta acordar con la ciencia en asuntos tan graves como la situación de la tierra en el universo y el origen de la especie humana, ¿por qué no lo hace también con los hombres en los temas referidos a su sexualidad? ¿Cuánto más habrá que esperar para conciliar las necesidades vitales de los hombres con los mandatos de Dios? A despecho de los imperativos biológicos y de los hallazgos de la ciencia, la Iglesia Católica les impone a sus fieles la abstinencia sexual, prohíbe el divorcio, condena la anticoncepción y eleva a la categoría de crimen el aborto y la clonación, cualquiera sea la circunstancia o el fin con que se los practique. Estas son conductas que tienen relación directa o indirecta con la sexualidad, como el celibato sacerdotal y la prohibición del sacerdocio femenino.

Creo que la Iglesia ya no podrá mirar al cielo solamente ni podrá limitarse a afianzar su poder terrenal. Deberá mirar también en dirección a los hombres para reaccionar con realismo ante sus necesidades y los desafíos que le propone este tiempo. Creo sin vacilación que el Vaticano deberá subirse a la historia para acompañar a sus fieles en cada contingencia de su vida. “Un elemento importante que ha de tener en cuenta la Iglesia es no perder su intento de encarnación en la realidad de la historia de los pueblos”, dice con razón Justo Laguna.

Es deseable que la Iglesia produzca cambios en estos aspectos. Que el nuevo pontífice encuentre la herramienta conceptual y discursiva apropiada para modernizar la Iglesia sin lastimar su dogma.

Iglesia y política

Mucho se ha dicho sobre la intervención de la Iglesia en política, por eso no abundaré al respecto. Revisaré fugazmente su presencia en el escenario mundial durante la última centuria.

El Vaticano ha estrechado alianzas con los factores de poder, suscribiendo a uno de los partidos durante la llamada Guerra Fría. Pero déjeme el lector que eluda todo enrolamiento partidario y procure describir tan objetivamente como me es posible la conducta política de la Iglesia Católica. Y decir que fue durante la segunda mitad del siglo XX que se advirtió un cierto escozor en algunos sectores internos por el desdén de la Iglesia hacia los pobres. El afán crematístico de un capitalismo que repetidas veces fue objeto de reproches por parte de Juan Pablo II, contó, sin embargo, con su apoyo decisivo para la construcción del mundo unipolar de hoy. Y quienes propiciaron el regreso a las enseñanzas fundacionales fueron apartados, unas veces con maneras más o menos urbanas, otras veces no. Ese fue un error histórico que la Iglesia cometió en el siglo pasado, porque no necesitaba aliarse con uno de los imperios para conjurar el avance del otro. Necesitaba de una militancia vaticana consecuente con el credo y la moral cristianos. Ciertamente, hay una identidad que la Iglesia debe recuperar. Y es la identidad cristiana.

“La Iglesia tendrá que intervenir en la legislación y recordar siempre las grandes constantes humanitarias de la organización social humana (sic). Porque cuando el derecho carece de bases morales comunes, pierde su validez. Visto así, la Iglesia asume una responsabilidad global”. Confieso mi preocupación por estos dichos del ahora pontífice.

La pirámide eclesial

No hay en el mundo credo o religión que cuente con una organización jerárquica como la Iglesia Católica. Ella conjuga dos órdenes: el monárquico y el aristocrático. La monarquía es electiva pero vitalicia, y los atributos de su mando son venidos de la divinidad. El monarca es infalible y ejerce el vicariato de Jesucristo, Dios e hijo de Dios, sobre la tierra. El orden aristocrático está subordinado al papa, es su largo brazo para llegar a todos sus súbditos, a todos los lugares.

Una estructura de esta clase, que gobierna sobre las almas y custodia las necesidades mundanas de más de mil millones de personas, que ha marcado durante siglos el destino de continentes enteros y que ha estrechado alianzas que derribaron imperios, se debate ahora en una sugestiva contradicción: por un lado la apertura a la ciencia y a las otras religiones, y por el otro lado la cerrazón dogmática y el extrañamiento de su grey.Son señales que causan preocupación.

(1) Sobre este particular puede verse mi artículo La Iglesia Católica en camino de reconciliarse con la ciencia, en La Nación del 5 de enero de 2000; también en Heráclito Filosofía y Arte, entrega 12 del 18 de agosto del mismo año.
(2) Decía Pío XII que la creación del Jardín del Edén pertenecía a la historia en el verdadero sentido. La creencia en Adán en sentido literal era vital según este pontífice, porque preservaba la doctrina del pecado original, principio cardinal de la fe. Obsérvese el cambio radical que en este sentido introdujo Juan Pablo II.
(3) Ver suplemento Enfoques del diario La Nación, 22 de mayo de 2005. La cita corresponde a la conversación que el entonces cardenal Ratzinger mantuvo con Peter Seewald en 2002 y que fue publicada por Galaxia Gutenberg en Barcelona, 2002.
(4) Ver nota de Julio Algañaráz en diario Clarín del 11 de junio de 2005.
(5) Justo Laguna, Luces y sombras de la Iglesia que amo, Sudamericana, 5° ed., Buenos Aires 1996.
(6) En Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, junio de 2005, en una nota crítica titulada El buen viejo anticlericalismo, Carlos Gabetta anota: “No es casual que sea en Estados Unidos, la única gran potencia, donde esta alianza es hoy más evidente”.

El pensamiento binario

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Una veintena de años transcurrieron desde que el mundo cambió su ingeniería de poderes y su geografía política, y un debate de grandes proporciones se ha instalado desde entonces en torno a las ideologías que dominaron el mundo durante los siglos XIX y XX. Nuevos actores aparecieron en la escena internacional. Unos enconos se apagaron y otros se encendieron al calor de los cambios y, entretanto, la ciencia imperturbada siguió prodigando hallazgos en las comunicaciones, en la biogenética, en la robótica y en cuanta disciplina ha abordado el hombre, achicando el mundo y poniendo al alcance de la mano lo que hace poco era inaccesible.

Y sin embargo algunos no han aprendido de estas cosas. Ataviados con viejos ropajes y enarbolando banderas que ya han sido arriadas, siguen edificando muros que separan a unos hombres de otros. Muros que separan a gentes que necesitan convivir e integrarse para resistir el embate de estos tiempos. La historia reciente y los cambios habidos parecen haber sido estériles para ellos.

Hoy quiero hablar del maniqueísmo y de la forma en que algunos reaccionan cuando sus ideas son controvertidas o sus acciones son observadas por quienes tienen otra visión de la realidad. Quiero hablar de esa insustancial simplificación de lo complejo que en términos pedestres llamo blanquinegrismo, de ese reduccionismo paleolítico que la estupidez humana ha traído hasta la modernidad. A propósito, dice Savater que la estupidez “es una categoría moral, no una calificación intelectual” porque “se refiere [...] a las condiciones de la acción”. Y se apresura a citar a Anatole France: “El estúpido es peor que el malo, porque el malo descansa de vez en cuando pero el estúpido jamás”.

Es, pues, preciso construir un sistema de pensamiento que nos permita ver los medios tonos y los matices variados de la realidad. Para ser protagonistas virtuosos de la historia tenemos que botar de nuestro espíritu todas las formas de intolerancia, de fanatismo, de maniqueísmo. Diversidad, multiplicidad y templanza son atributos que conducen a buen puerto cuando se acompañan con fervor, con alegría de actuar y con coraje.

Manes, pensador del siglo III

Heresiarca persa, sacerdote cristiano según unos, afecto a la medicina según otros, Manes ensayó el sincretismo entre las enseñanzas de Cristo y la religión de Zoroastro. Fundador de la secta de los maniqueos, postuló la existencia del bien y del mal como únicos principios creadores. Sin medios tonos y sin concesiones a la duda, consagró el radicalismo como forma de pensamiento.

Esa concepción dual del mundo y del hombre no explica la realidad como opósitos que se sintetizan en una resultante, sino como la perpetua e irreducible confrontación de los opuestos. Más cerca de Heráclito que de Hegel, Manes predicó ese rudimento conceptual.

¿Por qué, entonces, me remonté a aquel tiempo de la historia y a ese lugar del mundo? ¿Acaso la modernidad no ofrece suficientes casos de pensamiento dual? Ciertamente, el presente es pródigo en ejemplos, pero ninguno de ellos ha logrado acuñar un vocablo que lo nombre ni ha ilustrado con tanta justeza ese arcaísmo. Por eso traje este ejemplo multicentenario, para emparentar esta enfermedad de la inteligencia con su origen religioso, para mostrar la longevidad de nuestro desatino cuando planteamos las cosas en términos de todo o nada, de yo o el caos, de bueno o malo, de verdadero o falso. En suma, cuando desdeñamos nuestra condición de seres inteligentes cuyas capacidades no se limitan a discernir los opuestos, sino que pueden diferenciar matices y conciliar ideas.

La calidad del pensamiento y la calidad de la acción

La tendencia a interpretar la realidad sobre la base de una valoración dicotómica anuncia una muy baja calidad de pensamiento, de la que no puede sino seguirse una baja calidad de acción. Se es bueno o malo, y entonces se hace el bien o el mal; eres mi amigo o mi enemigo, por lo que sólo puedo amarte u odiarte; profesas el liberalismo político o el comunismo, lo que te pone de mi lado o en mi contra, ocupas la misma porción de territorio que yo quiero para mí, y eso alimentará nuestro encono y nos llevará a la violencia, nunca a la mesa de negociaciones. Esta concepción maniquea de la realidad, cuando no admite concierto y transacción, deviene en intolerancia, en fanatismo, en fundamentalismos de diferente signo, y conduce a la discordia y al conflicto, quizá a la guerra. También conduce al propio enclaustramiento, a la segregación del otro y a la organización sectaria de las sociedades. Majadería travestida de valor y derechura, no es sino la forma más primitiva del pensamiento.

Siempre es útil teorizar sobre las cosas que nos conciernen. Más aún cuando las teorías casan con la realidad, porque entonces pueden iluminar el entendimiento. En este sentido, debo decir que veo con alguna preocupación nuestra manera de relacionarnos. Controversias atávicas que nacieron al abrigo de condiciones políticas que ya han cambiado, subsisten sin embargo, fruto de ese pensamiento dicotómico del que estoy hablando. Antiguas diferencias que los hechos nuevos sepultaron bajo los escombros siguen alentando rivalidades que, unas veces soterradas y otras veces no, desalientan a quienes tienen una visión más abarcativa de la vida. Maniqueísmos irreductibles que en algunos casos han trepado a la cabeza de las instituciones y que desalientan a quienes buscan una mayor integración social.

La realidad es policromática

Porque la realidad es multicolor y profusa, porque el hombre no se reduce a pensamiento y acción: también es vocación, anhelo, espíritu difuminado en el paisaje de la vida. Porque el conflicto es connatural del hombre y por eso precisa de la tolerancia y de cierta actitud benevolente para hallar cauces de solución. Porque aún en los asuntos que conciernen a los estados y a los pueblos, a veces fieramente enfrentados, es preciso atender a intereses políticos, económicos, culturales y de otro orden, para componerlos y encontrar soluciones más o menos permanentes. Es por estas cosas que veo con preocupación la tendencia de algunos a radicalizar el pensamiento, a exacerbar las diferencias y a dirigir la acción en un solo sentido.

No predico un relativismo conceptual ni un eclecticismo a ultranza. Tampoco ofrezco la blandura como sistema de vida o panacea de las controversias que afligen a los hombres y a los pueblos. Al contrario, propugno un sistema de pensamiento que quiebre el cascarón que asaz nos envuelve, para arrojarnos al mundo, a la vida, al aire fresco de la realidad siempre cambiante, para caminar vigorosamente hacia la solución de nuestros problemas a sabiendas de quiénes somos, cómo somos, qué lugar ocupamos en la fauna humana.

Las deposiciones de la historia

Historiar la evolución del pensamiento binario sería fatigoso para este autor y quizá también para el lector, pero no sería ocioso. Mostraría cómo las mayores desdichas de la humanidad son el producto de ese reduccionismo, cómo las guerras, los genocidios y las más crueles acciones vienen del fanatismo, de la intolerancia religiosa. El desdén por el otro, la discriminación y la violencia son las expresiones radicales del maniqueísmo, que se manifiesta bajo las especies del fanatismo, del fundamentalismo, del integrismo, en suma, de la intolerancia. Deposiciones malolientes de la historia que, sin embargo, pueden verse aquí y allá, en todas partes. Son cunas donde se arrullan las desventuras del mañana, guaridas donde acechan los usufructuarios de las mayores desdichas.

Hoy, cuando el mundo se achica día a día, cuando el intercambio y las comunicaciones nos acercan y tienden a abrir los claustros y abolir las diferencias, cuando la especie humana, tras construir torres de Babel en todo el planeta, pronto comenzará a derribarlas, los hombres debemos encontrar caminos que confluyan, paisajes que armonicen e intereses que puedan conciliarse.