¿Puede concebirse un mundo donde no exista el dinero?

A principios de 2000 escribí sobre la abolición del dinero. Ya antes había fantaseado a este respecto, construyendo y destruyendo utopías. Castillos de naipes nacidos de mis anhelos que, como todos los anhelos, suelen transgredir las fronteras de lo posible. Hoy entrego una versión abreviada de aquellas anotaciones. Quizá sirvan para alentar ficciones, quizá para levantar construcciones más consistentes que las mías.

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

¿Cuál es la naturaleza del dinero[i] y cuál la del trabajo humano? ¿Es preciso que el trabajo sea retribuido con dinero? Reflexionar sobre estas cuestiones es mi propósito de hoy.

Primitivamente las cosas valían tanto como la necesidad que tenía el hombre de ellas. Luego adquirieron un valor
[ii] relativo o de cambio, esto es, valían en relación a las otras cosas. Una cabra por diez alforjas de trigo. Finalmente sobrevino una especie de metálico acuñado o un documento escrito por el soberano al que le fue asignado un valor: así nació el dinero. Quien tenía el dinero podía tener las cosas y podía, también, tener para sí el trabajo ajeno. A la íntima creencia de que el hombre era sagrado siguió la creencia de que, entonces, era sagrado también su trabajo y el dinero que lo retribuía.

Creo que las teorías que se han ensayado sobre el valor son erradas. Rareza, oferta y demanda, necesidad, convención social y otras predicaciones, aún cuando pueden anunciar el precio de las cosas, son impropias para asignarles valor. Sólo el trabajo le asigna valor a las cosas.

Entonces, ¿qué es el trabajo humano? No intentaré definir el concepto porque arriesgaría ser dogmático. Diré, sí, que el trabajo participa de la naturaleza humana por ser su manifestación más conspicua. También diré que dos modos tiene el hombre de preservarse como especie: su reproducción y su trabajo. El hombre ha de reproducirse y ha de trabajar para perdurar sobre la faz de la tierra. Quizá esa, y sólo esa, sea la inmortalidad que alguna vez le fue prometida. En tal sentido, puede decirse que el hombre es sagrado. Y por eso lo es también su trabajo.

Vale la pena recorrer fugazmente la evolución del trabajo humano. En una primera etapa el hombre subsistió colectando frutos y cazando animales. Con el tiempo este hombre nómada se transformó en sedentario cultivando el suelo y conociendo la posesión colectiva de la tierra. Ulteriormente construyó sus utensilios y ropas, deviniendo artesano y manufacturero. En esta etapa de su evolución el hombre se apropió de los bienes y comenzó el desarrollo del individuo propiamente dicho. Nacían así los rudimentos de la propiedad privada, del Estado y del dinero. La esclavitud fue dando paso a la servidumbre y algunos derechos inherentes a la personalidad fueron reconociéndosele a los estamentos bajos de la sociedad. Desde luego es más reciente la invención y aplicación de las máquinas a la producción de bienes, y su consecuencia la concentración de la riqueza. En esta instancia todo el trabajo humano se concentró en su símbolo, el dinero.


Pero los procesos de producción han de sufrir todavía una nueva revolución. Será ahora el turno de la revolución tecnológica, que mediante sus recursos de robotización e informatización expulsará mano de obra, con sus obvias consecuencias de ociosidad y depreciación del trabajo. Las riquezas ya concentradas en la etapa capitalista volverán a reconcentrarse y las relaciones económicas se desarrollarán en el ámbito planetario. El dinero, que según vimos es trabajo humano acumulado, es sacralizado en esta etapa como nunca antes.

Si bien los sistemas políticos han prometido un futuro diferente, diríamos esperanzador para el hombre, no han dicho con verosimilitud cuál será el estadio final de la evolución del trabajo. Las teorías liberales, y sobre todo su aplicación en las sociedades capitalistas, muestran una continua mutación en desmedro del trabajo humano. Por su parte el socialismo, llevado a la práctica en el siglo que culminó, no ha podido sostenerse sobre sus pies y el reconocimiento más o menos igualitario del trabajo no ha dejado resultados que morigeren los rigores del mundo crematístico de nuestros días.

Es claro que no existe una relación necesaria entre trabajo humano y dinero. El trabajo participa de la condición humana, el dinero no. El dinero es aquella invención que, simbolizando el valor del trabajo, permite acopiarlo sin que se degrade por causa del tiempo o de su propia naturaleza. Puede, conceptualmente, considerarse el trabajo con entera independencia del dinero.

Utopía: ¿puede concebirse un mundo donde no exista el dinero? Porque de ser ello posible quedaría abolida la explotación de unos hombres por otros, al tiempo que la humanidad en su conjunto aplicaría su energía a quehaceres concordantes con su propia condición, aproximándose a la meta de su felicidad.

Quizá por ahí transite el camino hacia una nueva sociedad humana.

[i] Cuando hablo de dinero me estoy refiriendo a todas sus formas, a todas sus manifestaciones, materiales e inmateriales, incluidos los registros de datos que importan valores.
[ii] Deliberadamente omito hacer una distinción entre los conceptos de valor y de precio. Elijo, pues, eludir un tema que necesariamente derivaría en consideraciones ideológicas.

Mi esposa, mi mujer, mi compañera. Mi pareja

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Pongo el título con pluma de varón, no con vocación machista. Por eso, si mis lectoras quieren cambiar el género no me fastidiarán. Antes bien, me ahorrarán aclaraciones fatigosas. Y escribo lo que sigue como sociólogo, sin serlo, como psicólogo social, sin serlo, como antropólogo, sin serlo. O siendo, de todas estas cosas, un poco, sólo un poco. Como soy un poco economista, un poco médico y un poco moralista.

Creo sin hesitar que ninguna acción humana me es ajena, ningún discurso me está vedado ni puede impedírseme que escriba sobre las cosas que me atañen. Así, mi derecho viene de mi hechura humana, no de títulos o talentos ausentes. Y también viene de dos generosidades, la del editor y la del lector, que hasta hoy han consentido mis dislates.

Por otra parte, ¿siempre has de leer las mismas cosas, esos ardides de la política, esas austeridades de los credos, esas promesas de los mercaderes y las crónicas adonde tan pronto te enfrentas a un nuevo hallazgo de la ciencia como a un accidente de tránsito, al precio del crudo en la plaza de Nueva York o al resultado de un comicio?

Inicio, pues, mi excursión discursiva de este día. Quieran los dioses que mi razón prime sobre mi pasión, quiera descansar la tradición y el escrúpulo en su sitio para dar paso a los nuevos legisladores, a los jóvenes que, forzando vejestorios, vienen a decir cómo quieren que sea el mundo en sus días. Quiero ser como la uva nueva, no como la pasa que escamotea sus rugosidades en el amasijo de los panes dulces. Quédense otros con los dimes y diretes que yo elijo pasear mi humanidad en la primavera de las generaciones.

Se trata de revisar el viejo concepto de matrimonio, de ver cómo en un viaje de vértigo el siglo XX nos llevó de ese viejo instituto a la unión de nuestros días, sin ritos ni abalorios, cómo esa tradición multimilenaria cedió al embate de unas pocas generaciones. En el decurso de un siglo escaso la tradición depuso su soberbia, la moral desdobló su insinceridad, cayó con estrépito el estrado de la ley y en la antesala del templo se quemó el estandarte de la moralina.

De casados, concubinados, monógamos y polígamos


Todo esto debí decir para atreverme al asunto. Y como no es bastante todavía, pido el auxilio de David Hume, el escocés: “El mundo es tal vez el bosquejo rudimentario de algún dios infantil, que lo abandonó a medio hacer, avergonzado de su ejecución deficiente; es obra de un dios subalterno, de quien los dioses superiores se burlan; es la confusa producción de una divinidad decrépita y jubilada, que ya se ha muerto”*. Quizá sea así y por eso el hombre, ese presuntuoso émulo del Creador, ahora quiere perfeccionar la obra y ensaya otra forma de organización familiar, más libre, más espontánea, más conforme a los vaivenes del espíritu que a las mandas divinas o terrenales. Quizá sean estos jóvenes de ahora los nuevos apóstoles de una humanidad que ha empezado a cambiar de golpe, cuestionando el valor y la sacramentalidad del matrimonio.

Cuando los de mi edad decíamos “mi esposa”, algunos, tibios todavía, se atrevieron a decir “mi mujer”. Poco después los osados nombraron a sus evas “mi compañera”. Y por fin vinieron los nuevos y, sueltos de huesos, consagraron el concepto y la voz que había de saldar todas las cuentas: “mi pareja”, dijeron. Y contentos se fueron los casados a compartir la cama, como los concubinados, como los monógamos y los polígamos, los étero y los homo. Cayeron las paredes del templo, naufragaron las leyes y los leguleyos debieron aceitar su imaginación para salvar los restos del naufragio.

Los de mi generación obedecimos mandatos y nos prosternamos ante la tradición, la religión, la ley; creímos en la virtud de una moral que no habíamos diseñado, fuimos (somos) súbditos del pasado. Los que llegaron a la vida después de nosotros, en cambio, abolieron aquellas reglas y legislaron para sí y para su tiempo. En otros términos, reivindicaron su libertad de ser y fueron construyendo sus relaciones maritales a medida que discurría su vida. Era su derecho.

Si estas reglas y hábitos son mejores o peores que los anteriores, es ocioso discutirlo ahora. Son y rigen las conductas de los jóvenes aquí y en buena parte del mundo, de suerte que deben mirarse como una realidad que va afirmándose más cada vez y que no cambiará en plazos previsibles.

Estas formas de unión entre el varón y la mujer conocen algunos antecedentes, sobre todo en el siglo pasado. Quizá el más ilustre sea el de Sartre y Simone de Beauvoir. Por eso, hoy no importa su forma, sí su extensión; hoy los jóvenes sortean las mandas religiosas y legales y estrechan alianzas maritales que otrora hubieran suscitado escándalos. Las familias, aún las más tradicionales, empiezan a ver con benevolencia este nuevo estilo de apareamiento y sólo aspiran a su consistencia y perduración cuando tienen hijos. Y en lo patrimonial el viejo régimen de los bienes gananciales tiende a ser reemplazado con otro régimen aún más viejo, el del condominio. Ellos compran por mitades indivisas y así sortean los engorros de las sociedades conyugales, sobre todo cuando deben disolverse. Y las obligaciones alimentarias entre los cónyuges, fruto del diferente lugar que otrora ocupaban el hombre y la mujer en la sociedad, van perdiendo significado a partir de la irrupción de ésta en las más variadas profesiones y cargos.

Ciertamente, no es igual un condominio que una sociedad conyugal, no son parejas las consecuencias patrimoniales si muere un condómino o un esposo, y la atribución de paternidad puede suscitar engorros judiciales si el varón no ha reconocido expresamente al hijo, cosa que no ocurre cuando la pareja se ha unido en matrimonio legal. Otras dificultades pueden señalarse todavía, pero los detractores del matrimonio las van sorteando con los recursos de la legislación civil.

Confrontando valores

Más allá de los preceptos religiosos y legales y de los mandatos sociales, más allá de los excesos de moralina y de las reputaciones olorosas, creo que las nuevas formas de unión plantean una vez más el viejo dilema de la seguridad y de la libertad. Otra vez la sociedad confronta esos dos valores: la seguridad de una unión duradera que cumpla el mandato divino y humano, y la libertad de soltar amarras cuando la unión no satisface las expectativas de una de las partes. Un planteo filosófico, una forma de organización familiar que naturalmente tendrá consecuencias en la organización social, un estilo de vida y una manera de relacionarse con el otro. En definitiva, una vida, dos vidas, la vida de toda una sociedad que se está reconstruyendo sobre valores nuevos.

Y están las otras uniones, aquellas en las que se quiere romper el molde biológico y alterar las funciones que la naturaleza le asigna a cada una de sus dos mitades. Se pretende (se ha logrado en muchos casos) consagrar las uniones de personas del mismo sexo y semejarlas al matrimonio legal. Hay países que han legislado el matrimonio homosexual, otros le han reconocido un estatuto legal que lo semeja al matrimonio convencional, y los hay que autorizan a las parejas homosexuales a tomar niños en adopción. En estos casos yo tengo algunos reparos: creo que las leyes no deben desdeñar la razón biológica; creo que la sexualidad garantiza la perduración de la especie y por eso no deben equipararse las uniones heterosexuales y las homosexuales; creo que las otras diferencias, las que están más allá de las funciones reproductivas, las que tienen que ver con el goce sexual, quieren que la sociedad se construya sobre el apareamiento del hombre con la mujer, del varón con la varona en la nomenclatura bíblica**. Y creo que quienes prefieren otra clase de uniones pueden tenerlas sin forzar la razón biológica. Nadie puede ser privado de lo que la ley no prohíbe, de lo que, a esta altura de los tiempos, hasta Perogrullo autoriza.

Por una parte el mundo parece encaminarse a la abolición del matrimonio; por la otra, consiente la regulación por ley de uniones que hasta ayer eran denostadas y anteayer merecían la hoguera. Y hoy mismo, en algunas partes del mundo, se castigan con la cárcel y los tormentos. Paradojas de nuestro tiempo.

* Debo esta cita a Borges, El idioma analítico de John Wilkins, en Otras Inquisiciones, Emecé, 17ª impresión, Buenos Aires 1996.
** Gén. 2.23

Londres: ensayar la muerte

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Cuando el 3 de noviembre de 1995 estallaron los polvorines de Río Tercero no sospeché que ese hecho quería encubrir otro. Por eso, cuando ese mismo día escribí un artículo me limité a condenar la producción, venta y almacenamiento de armamentos, sin referirme a las responsabilidades que resultan del tráfico ilegal de armas. El día anterior había sido asesinado Rabin a causa de su política con relación a Palestina. Los acontecimientos eran más veloces que mi pluma, no acostumbrada correr detrás de los hechos para ponerlos en la prensa diaria.

Hoy quiero hablar del atentado múltiple que sacudió a Londres el 7 de julio, que, según las primeras informaciones, está en línea con los del 11 de septiembre en Nueva York y los del 11 de marzo en Madrid. 11-S y 11-M fueron bautizados éstos por los medios de prensa. Quizá al de Londres se le nombre 7-J, no lo sé. Y no importa. Lo que sí importa es establecer quiénes lo cometieron, en qué circunstancias y con qué propósito, cuáles fueron las complicidades domésticas si las hubo, cuáles las razones manifiestas y las ocultas, etcétera. Asuntos que tratan de averiguar los sabedores de estas cosas.

Yo transitaré caminos menos trillados, quizá menos periodísticos, y que pueden suscitar alguna controversia. Transitaré, pues, caminos de reflexión y daré mi parecer a propósito del hecho, no exactamente sobre él.

Pero antes quiero decir mi repudio por este atentado y por todo otro que importe la utilización de la violencia, mi profesión de fe por el concierto y el diálogo, por la paz y el arreglo negociado de las controversias. Porque en un tiempo –postmodernidad le llaman muchos- en que las razones siguen a los hechos consumados para justificarlos con recursos mediáticos, uno se confunde fácilmente y no sabe cuál es el origen de la violencia. No sabe con certeza si aquellos subtes volaron porque Gran Bretaña puso sus soldados en Irak, o si Gran Bretaña puso su soldadesca ahí para que, precisamente, sus subtes no volaran alguna vez (guerra preventiva). Uno no sabe si estos hechos comenzaron en 2001 o si conviene ir más atrás y a otra geografía para explicarlos, por ejemplo a la Argentina de 1992 y de 1994, o al avión de Pan Am que en 1988 se hizo pedazos en el cielo escocés de Lockerbie con sus 270 pasajeros.

Regan y Juan Pablo II, Gandhi y Luther King, Kennedy, El Sadat y otros muchos fueron atacados por la intolerancia, la discriminación, el afán de poder o de lucro, por la prepotencia de los fuertes o la desesperación de los débiles. Más allá de la notoriedad de algunas víctimas del terror, ahí están Bosnia y Croacia, Perú y Ecuador, Nicaragua y Honduras, Irán, Afganistán, Irak... medio mundo ardiendo simultánea o sucesivamente. Millones son los que caen todavía porque el hombre no ha encontrado una forma no violenta de dirimir sus conflictos. Y las víctimas de los atentados de Londres suman algunas más a las habidas en tantos lugares del mundo.

¿Cómo acometer el problema de la violencia entre los estados? Más precisamente, ¿cuáles son las formas modernas de la violencia? ¿Sigue siendo la guerra el recurso final para la solución de los conflictos? ¿O hay un recurso nuevo que todavía no está en los protocolos de la diplomacia y en los manuales de los países desarrollados de Occidente?

La célula que se atribuyó los bombazos del 7 de julio declaró que “los valerosos mujahiddines han conquistado Londres, y aquí está Gran Bretaña muerta de miedo”. El miedo como arma para dirimir controversias: he aquí un arma quizá más poderosa que toda la máquina militar del Occidente opulento. Es que el concepto de guerra ha mudado y a partir de ahora los estados, grandes y pequeños, deberán mirarse de otra manera. La medida del respeto ya no es proporcional a la capacidad económica y militar de las naciones.


Desde luego esta observación no puede complacernos porque no conduce al abandono de la violencia; solamente anuncia el cambio de su signo. Y dice que los estados deberán redoblar sus esfuerzos para dirimir pacíficamente sus conflictos. Ya no alcanza el más poderoso ejército del mundo para acallar al oponente, ahora hay que sentarse a negociar para asegurarse el abastecimiento del petróleo y de los otros productos primarios. Y hay que mirar bien y ver que los países que tienen esas riquezas están habitados por pueblos paupérrimos, a veces subalimentados.

Estas reflexiones quieren disuadir a los estados poderosos de usar la violencia contra los estados pobres, y quieren que éstos empleen recursos no violentos para hacer escuchar su voz. También quieren que de una vez se comprenda que no puede desdeñarse al otro por su diferente cultura, religión o color de piel. No puede victimizársele, no importa si es norteamericano, español, inglés, afgano o iraquí.

La cuestión es ardua para el hombre moderno. Urgido por el consumo inducido y atosigado de información, internaliza los mensajes sin examinarlos y sin confrontarlos con la realidad. Fácilmente tiene por verdadera la información que escupen Al-Jazeera, BBC o CNN. El ciudadano del consumo, que ha extraviado el sentido crítico y ni siquiera administra su pequeña vida, debe rescatar los valores que abandonó en el basurero del mercado, debe dejar de mirarse el ombligo para ver que estar por la vida es estar con el otro.

Y porque ha quedado demostrado que esta transformación no vendrá de las alquimias políticas, y porque quienes debieran velar por los intereses de la comunidad no lo hacen, es que debe el hombre buscar el cambio en el terreno más promisorio y más rico de la solidaridad, el concierto y la diversidad cultural.

Y a quien diga que estas palabras vienen de una concepción utópica, le digo que sí, que es cierto, que de ahí vienen. Que el hombre justifica su existencia con sólo recorrer el camino, avizorando el fin querido. La propia muerte es inevitable y sobrevendrá de seguro, pero el hombre siempre la resistirá. Y porque la resiste vive y esa resistencia es el motor de su vida.

Nunca he creído que sea inevitable que los hombres se maten entre sí. La naturaleza tiene sus propios mecanismos para equilibrar los desórdenes que se producen en su reino y no necesita que la ayudemos con nuestras invenciones violentas para hacerlo.

Post scriptum: Después de Londres (2005) otros hechos violentos han conmovido la conciencia humana. En estos días (escribo esta nota en los primeros días del año 2009) la poderosa máquina guerrera de Israel está bombardeando indiscriminadamente la Franja de Gaza con el beneplácito de los EEUU y la aquiescencia mal disimulada de la UE. Se quiere liquidar la Cuestión Palestina liquidando a los palestinos o, cuando menos, doblegando su vocación independentista.

La palabra, arcilla del hombre

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Dos observatorios posibles para mirar las mismas cosas: la ciencia y la especialización, es uno; el contacto diario, la familiaridad que viene del uso, es otro. El primero corresponde al estudio analítico de las cosas, el segundo es fruto de la cotidianidad. Ambos son fuentes de conocimiento y se complementan y nutren mutuamente. La luna es estudiada por los hombres de ciencia que la miran de cerca por uno y otro lado y desembarcan en ella, y también es vista como un astro que exalta el espíritu y mueve la pluma de los poetas.

Algo parecido ocurre con las lenguas y los alfabetos. Todos las hablamos y los escribimos y sólo algunos los estudian en profundidad, estableciendo sus orígenes, su evolución semántica, su etimología, su estructura. Habitualmente decimos lengua sin considerar su variación fonética en el tiempo; no acudimos al diccionario para enterarnos que viene del latín lingua, que tiene doce acepciones y multitud de asociaciones para nombrar, en total, un centenar de conceptos diferentes. Igual ocurre con la voz alfabeto, que nos viene del latín alphabetum, y este del griego alfa y beta, nombres de las dos primeras letras de ese catálogo.

Estas cosas hablan de la necesidad que algunas veces tenemos de omitir las consideraciones técnicas y los escondrijos de la semiología, para echar mano a nuestra facultad de hablar y escribir con el simple propósito de comunicarnos. Y éste es el punto: ver hasta dónde las muchas lenguas y alfabetos gráficos son un escollo para la divulgación de las culturas, para la integración de la familia humana, para que sea amable la vida de las sociedades cuando comparten un mismo espacio geográfico y un mismo tiempo en la historia. Hasta dónde esa pluralidad de hablares y escribires conspira contra el ímpetu uniformador de este tiempo y dificulta el mestizaje y la mutua validación de las culturas.

La aventura humana


Ignoro de qué sustancia está hecho el hombre y si tiene alma, ignoro si trasciende la vida. Pero me aventuro a creer que, como ser social, está construido con símbolos, con ese remedo de la realidad que lo diferencia de las otras especies; aún más, creo que los símbolos lo rodean como un universo paralelo que sólo él habita. Estoy hablando del hombre como ser social, piedra y argamasa del muro que él mismo levanta para edificar el templo de la civilización. La aventura humana en la dimensión del tiempo.

Y entre los símbolos de su hechura destaca la palabra, privilegio zoológico que al hombre no sólo le permite ser sociedad, sino también tener historia y trascender los tiempos biológicos. Más todavía, le permite pensar y construir un mundo conjetural que unas veces replica la realidad y otras veces la traviste o la modifica. Y a caballo del descontento que lo acompaña mientras discurre por la vida, lo azuza para que imagine otros mundos posibles con el auxilio de la filosofía, la política, el arte y las otras manifestaciones de la cultura.

Pero ese universo de palabras es arbitrario. Por eso cada comunidad humana ha construido un sistema diferente, un idioma (del latín idiōma, y este del griego, propiedad privada) que la separa de las otras comunidades. Un idioma o sistema de símbolos del que se apropia y del que excluye a los individuos de los otros grupos. Y esa pluralidad de idiomas siempre ha sido un obstáculo para la perfusión de las culturas. Más aun hoy, cuando las sociedades y los hombres se comunican en tiempo real y las migraciones son tan frecuentes. Creo que ningún habitante del siglo XIX o XX hubiera osado inventar la fábula de Babel.

En este tiempo de planetarización de las relaciones sólo una resistencia encuentran los globalófilos, y es la diversidad de las culturas, cuyo principal sostén son las lenguas. El lento avance de unas lenguas sobre otras contrasta con el acelerado desarrollo de las comunicaciones y con el aumento de las migraciones. Por su naturaleza sistémica las lenguas se resisten al cambio, mientras los modernos estilos de vida quieren forzarlo. Los productos de las corporaciones transnacionales llegan a todos los lugares, en la pantalla de tu televisor ves imágenes del lugar más remoto del mundo con el anuncio de una conocida gaseosa occidental y cristiana, un hombre barbado y con túnica desciende de un jet que surca el planeta en algunas horas; pero las lenguas siguen ahí, aferradas a los tiempos lentos de la historia para cambiar de adentro hacia afuera, resistiendo el afán comunicacional de la sobremodernidad.

El alfabeto, apertura y cancel


La palabra escrita sucede a la palabra hablada en el tiempo. Es su consagración y su continente, pero con la advertencia de que con el correr del tiempo ha llegado a ser también su contenido. Basta acudir a cualquier literatura para comprobarlo. Forma tardía de la comunicación humana, el alfabeto llega después del dibujo y del ideograma. Primero es el dibujo, luego el jeroglífico y el morfema y por fin el fonema, categoría a la que pertenece el alfabeto. Y es por esta condición tardía que algunas lenguas diferentes se escriben con alfabetos comunes o similares. Entre los comunes cuenta el latino para lenguas tan extendidas como el español, el inglés y el francés. Entre los semejantes encontramos el alemán (gótico y latino). Los alfabetos semíticos tienen familiaridad entre sí, como el árabe, el sirio, el copto y el hebreo. Y los hay enteramente diferentes, el armenio entre ellos
[i]. Estos últimos son los creados de propósito, a diferencia de los otros que son productos de la interacción.

Las comunidades o naciones que escriben con un alfabeto propio son las que ofrecen mayor resistencia a la interculturalidad. Resisten sin esfuerzo la invasión de las otras culturas en las que, a su vez, son incapaces de influir. Estas comunidades, que antiguamente podían resguardar su identidad y sus haberes culturales, en estos tiempos de globalidad tienen un escollo adicional para sortear. Para ellas es más difícil la comunicación escrita y el universo de Internet plantea obstáculos difíciles de resolver. Mi abuela paterna leía La Biblia escrita en alfabeto armenio pero en lengua turca
[ii]. Algunos adolescentes que vinieron de Armenia en la pasada década me dicen que chatean con sus parientes en idioma armenio y alfabeto latino. Transmitir textos en un alfabeto diferente al que reconoce el sistema informático es un engorro adicional a los tantos que plantea el computador. Y acomodar el computador al alfabeto propio excluye a quienes ignoran esa grafía, al tiempo que impide esas traducciones “a garrote” que resultan de alguna utilidad.

Sin duda la invención de los alfabetos significó un avance extraordinario para la comunicación humana, hominizó al hombre, si se me permite la tautología; pero en los tiempos actuales su multiplicidad representa un incordio para la mundialización del saber y de las relaciones.

Hacia un nuevo universo de símbolos


Con el advenimiento de la informática y el desarrollo de las bases de datos un nuevo sistema de símbolos está superponiéndose a las lenguas y a los alfabetos. Rápidamente se está universalizando el uso de unas herramientas que sortean las barreras lingüísticas, y el acceso al conocimiento se va democratizando hasta donde lo consienten los sistemas políticos y económicos vigentes.Con el advenimiento de la informática y el desarrollo de las bases de datos un nuevo sistema de símbolos está superponiéndose a las lenguas y a los alfabetos. Rápidamente se está universalizando el uso de unas herramientas que sortean las barreras lingüísticas, y el acceso al conocimiento se va democratizando hasta donde lo consienten los sistemas políticos y económicos vigentes. El hombre va ocupando espacios que antes le eran desconocidos y su universo simbólico se va ensanchando. La ciencia y la técnica prodigan medios para que de ahora en más el hombre construya un mundo más amable para todos, con una lengua y un sistema de signos casi suficientes para el entendimiento mutuo.

Se estrecha cada vez más la distancia que separa el conocimiento especializado del conocimiento ordinario y los habitantes de este tiempo tienen acceso a lo que antes le estaba reservado a unos pocos. Esos programas que con solo hacer un clic traducen tan rápida como torpemente un texto, diciendo en tu lengua lo que está escrito en otra, esos vocablos y giros que habitan los arrabales de las lenguas y lastiman los oídos de los más escrupulosos, traen, sin embargo, una esperanza consigo: que los hombres rescatemos la más valiosa herramienta para entendernos, una lengua y un alfabeto común. Aún cuando, ¡ay!, esté contenida en chips y construida con palotes y números binarios.

[i] No obstante, hay que decir que para la creación del alfabeto armenio Mesrop Mashdots tomó varios modelos, entre ellos el pahlavi, el sirio, el fenicio y quizá también el etíope. Pero el orden de las letras sugiere la predominancia del alfabeto griego.
[ii] Desde fines del siglo XVII hasta bien entrado el XX se editaron más de dos mil libros en alfabeto armenio y lengua turca. Petros Ter Matossian, profesor de la Universidad de Columbia, exagera que el alfabeto armenio y el árabe fueron usados indistintamente en los documentos oficiales del Imperio Otomano.

La multipolaridad en el escenario internacional

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

La última década del siglo XX vio desaparecer a la Unión Soviética y, con ella, al mundo bicefálico. El desmembramiento del coloso comunista y el cambio de signo político de los países que lo integraban abrieron paso al mundo unipolar de nuestros días. Este proceso se vio favorecido con el secesionismo en la ex Yogoslavia y el regreso al capitalismo de los países del este europeo. La alianza noratlántica, por su parte, se nutrió con nuevos miembros y la hegemonía norteamericana se hizo indiscutible.

La historia conoció otros escenarios hegemónicos donde una sola potencia ejerció el poder imperial, pero nunca antes ese escenario se había extendido a casi toda la humanidad. El mundo era más extenso antes, los pertrechos económicos y militares eran de dificultoso traslado y la ocupación de un suelo extranjero o el control de sus recursos requerían ingentes esfuerzos. Hoy los medios son otros, los recursos productivos se han reconcentrado y las comunicaciones se han extendido a cada rincón del planeta, tal que desde Washington se toma una decisión que llegará sin mediación y sin tardanza al lugar más remoto y cambiará de una vez la vida de sus habitantes.

Si la historia de la Roma imperial es la historia de sus ejércitos, si la historia de la revolución industrial es la de los avances científicos y técnicos aplicados a la producción en escala, si el imperialismo inglés inauguró los grandes mercados transoceánicos, la historia de nuestro tiempo es la historia de los medios de comunicación.

Así, entonces, la unipolaridad actual importa el ejercicio del dominio económico, financiero y militar en todo el planeta. También, aunque con más morosidad, el dominio cultural a igual escala. En estas condiciones ¿es posible imaginar un escenario multipolar adonde otros actores centrales compartan el poder mundial?

También puede inquirirse si es deseable la multipolaridad, si el ejercicio del poder hegemónico por parte de una pluralidad de estados no integrados en una superestructura política puede ser favorecedora para la comunidad internacional. Porque si la presencia de los EEUU y la URRS no impidió la Segunda Guerra, si los múltiples conflictos regionales y las marcadas desigualdades se acentuaron a la sombra de esa bipolaridad, es difícil establecer cuál será el decurso de la historia en un escenario donde la Unión Europea y China vienen pujando por ocupar lugares hegemónicos.

La UE, trabajosamente construida a partir de Maastrich, ha demostrado su capacidad para resolver los conflictos que otrora enfrentaron a sus miembros, al tiempo que su integración -económica primero y crecientemente política después- le permite satisfacer su demanda interna y avanzar hacia otros mercados. Al amparo de su moneda única, Europa también desarrolla aceleradamente su mercado de capitales y su capacidad de control de los recursos financieros a nivel global.

Los aspirantes imperiales

Por su parte China, con un crecimiento sostenido del ocho por ciento anual en el último cuarto de siglo, ha dejado de ser tan solo un mercado potencial para los productos occidentales y promete convertirse en la economía más grande para el 2020*. Al incentivo de su consumo creciente suma el desarrollo de una industria que compite con ventaja sobre sus homólogas de Occidente, lo cual genera comprensible preocupación en los países desarrollados, que buscan posicionarse ventajosamente para el intercambio bilateral. He aquí un escenario mundial posible donde tres potencias, por lo menos, ejercerán la primacía económica y, con ella, también tecnológica, financiera y militar.

La historia es previsible en algunos casos, en otros suele prodigarnos sorpresas. Así, no podemos predecir qué será de la todavía poderosa Federación Rusa, del Japón y de los países del sudeste asiático. Tampoco puede anticiparse qué será del hasta ahora frustrado empeño aglutinante de los países islámicos, que cuentan en su haber con las más grandes reservas petroleras y una unidad religiosa y cultural de la que carece Occidente.

Vista la cuestión desde otra perspectiva, también ignoramos qué novedades nos traerá la investigación científica y su aplicación a la generación de energía y, entonces, si las actuales regiones estratégicas pueden dejar de serlo en algún momento. Si en el futuro las fuentes alternativas de energía pueden abastecer los requerimientos humanos, otro será el escenario internacional, las economías que hoy dependen de los hidrocarburos mudarán sus planes y trazarán nuevos objetivos militares. He aquí unas circunstancias que rediseñarían los polos del desarrollo y crearían nuevas relaciones de poder en el mundo. Un escenario quizá multipolar, pero no necesariamente equilibrado y pacífico.

¿Dónde se alojará el poder?

No es desatinado imaginar un mundo donde el poder sea ejercido por no menos de tres centros diferenciados. Quiénes lo ejercerán, es difícil decirlo. Se perfilan, desde luego, los Estados Unidos, la Unión Europea y China; pero no puede descartarse que cambien los protagonistas.

Por otra parte, es preciso señalar que el poder, esa cosa inasible, de variable definición y tan apetecida por los individuos, por las corporaciones económicas y por los estados, puede presentarse de diferentes formas. Concentrado en cabeza de un solo Estado con vocación imperial, como ocurre en la actualidad, o repartido entre un número plural de estados, como frecuentemente ha ocurrido en la historia.

Pero en las actuales condiciones no puede imaginarse a la comunidad internacional con un poder difuminado, repartido democráticamente entre todos los estados. La propia Europa, que sin duda se encamina hacia un mayor protagonismo en el mundo, asoció a sus estados para que esas aspiraciones tuvieran andamiento. Es que un mundo como el nuestro, que se comunica en tiempo real y que ha sorteado todas las distancias terrenales, no consiente una democracia interestatal.

Resta todavía examinar el desplazamiento progresivo del poder desde las estructuras formales del Estado hacia las grandes corporaciones económicas. Este fenómeno, también favorecido por los modernos medios de comunicación y control de la información, trae un nuevo asunto a considerar: el de la justificación de una democracia formal, de la que hoy se ufana el lado occidental del mundo. E impone, a su vez, un nuevo examen sobre la distribución del poder.

Después de decir estas cosas quizá deba esperar los reproches de quienes, con justicia, aspiran a un mundo en el que el poder y los medios estén distribuidos con mayor equidad. ¿Podrá alcanzarse este objetivo en el contexto que he ensayado? He aquí una cuestión cuya respuesta, que desde ya anticipo afirmativa, daré en otra oportunidad.

* Al escribir este artículo no se había desatado la crisis financiera mundial de fines de 2008. Ahora, sumido el mundo en esa crisis, China, como tenedor principal de los bonos de la deuda externa norteamericana y dueña de un fenomenal mercado de consumo cautivo, puede adquirir un protagonismo mayor que el previsto.

¿Hay alternativa política al capitalismo moderno?

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

La búsqueda de alternativas políticas al capitalismo es el ejercicio preferido de los intelectuales post modernos. Para explicar experimentos políticos que se muestran francamente exitosos, como el de la China actual, y también para ensayar arquitecturas que conjuren los efectos adversos del capitalismo, generador de contradicciones e inusticias que ponen en riesgo la paz. Se quiere hallar la fórmula que, a un tiempo, preserve la eficiencia productiva del capitalismo y rescate el contenido humanístico del socialismo. También se quiere revertir el actual desplazamiento del poder desde los estados hacia las grandes corporaciones económicas.

Vale, entonces, preguntarse cuáles son esas alternativas. ¿Lo es el modelo colectivista que se aplicó durante siete décadas con el patrocinio de Rusia y se replicó en el oriente de Europa? ¿Es el modelo chino de la Revolución Cultural, con sus fronteras clausuradas y su dogma político impuesto como artículo de fe? ¿O la Revolución Cubana, que tras gobernar medio siglo no logró salir del aislamiento que le fue impuesto ni exportar el modelo a otros lugares? La pretendida alternativa al capitalismo neoliberal, ¿puede ser alguna forma de organización sociosolidaria al estilo de las que Marx llamó socialismo utópico?

Hoy, cuando la feligresía comunista discute si el megaexperimento soviético se suicidó o fue muerto por su contendor, cuando los partidos y los intelectuales de izquierda revisan sus postulaciones e intentan adaptarlas a un mundo que no consiente el aislamiento, conviene examinar estas cuestiones. Y al hacerlo es preciso despojarse de dogmatismos y preconceptos.

La mundialización preconizada por los Estados Unidos y la Unión Europea y sostenida por el desarrollo de los medios de comunicación y transmisión de datos, es benéfica en sí misma, pero conlleva el riesgo de extender como una pandemia las lacras sociales y la violencia. De ahí la necesidad de revisar los actuales modelos de desarrollo y reparto del poder, y propiciar cambios que conduzcan a una distribución más equitativa de los recursos económicos.

El capitalismo y el socialismo fueron las grandes opciones durante un siglo y medio. De las dos gigantescas potencias que encarnaban esas opciones, hoy subsiste una. Los Estados Unidos capitanean al mundo por ser la economía más grande, por controlar los recursos energéticos y tecnológicos, por haber extendido su influencia a casi todas las regiones del mundo, por tener un poder militar y una capacidad de desplazamiento fenomenal. Norteamérica es el principal sostén del capitalismo, que hoy se presenta como paladín de la libertad y único sistema que garantiza el desarrollo sostenido.

Las alternativas que se buscan quieren, unas, abolir sin más la hegemonía norteamericana; otras, corregir o atenuar los efectos perniciosos del capitalismo moderno, tal como la extensión y profundización de la pobreza y de la violencia en tantos lugares del mundo.

¿Hay un catálogo de opciones políticas a la manera del siglo que culminó, donde conservadores, liberales, anarquistas, socialistas y hasta hippies y nuevaoleros ofertaban sus parabienes a los grupos sociales, a las naciones, al mundo entero? ¿Aún subsisten, son viables las diversas formas de progresismo que se predicaron a lo largo de un siglo? ¿O estamos habitando un tiempo árido en el que, en efecto, se ha inhumado a la historia?

Hace poco me preguntaba si la unipolaridad actual puede evolucionar hacia un escenario internacional en el que el poder y los medios estén distribuidos con mayor equidad. La cuestión es pertinente en el contexto de estas reflexiones, porque ningún rediseño del poder podrá prescindir de un sustento ideológico. Cuál será ese sustento no es posible predecirlo, pero me aventuro a sospechar que habrá rediseño y habrá una nueva arquitectura ideológica que, al tiempo que validará a los nuevos socios del poder, servirá de sustento para que otros partidos irrumpan en la escena.

Cuesta creer que las proposiciones del utopismo socialista tengan andamiento en el país global que habitamos los hombres de este tiempo. Esas construcciones merecen un lugar en la historia del pensamiento político, también un análisis objetivo y hondo de su experimentación y puesta en práctica. La sociedad sin Estado es impensable en las actuales condiciones de militarización, el falansterio se diluye en medio de la globalización creciente, el asistencialismo no responde al tamaño de las desventuras sociales de este tiempo. El cooperativismo y el mutualismo ya han dado todo de sí, y no podrán desarrollarse más sin sufrir los embates del capital reconcentrado. Y el marxismo-leninismo ya dijo cuanto tenía que decir, con los resultados conocidos.

Quizá un nuevo pensamiento sociosolidario surja de las entrañas del propio capitalismo, pero sin proponerse destruirlo esta vez. Quizá ese nuevo pensamiento sea la piedra basal sobre la que se edifique un modelo de sociedad que pueda conjurar la pobreza y la violencia en el mundo.

¿Que esto es una utopía? Lo es. Como también lo fueron la democracia, que habiendo transitado la historia desde la Atenas de los filósofos hasta nuestros días, no ha abandonado la adolescencia todavía; o el socialismo científico, que disputó el poder en el mundo durante la mayor parte del siglo XX; o el propio capitalismo, que hoy gobierna al mundo y que resultaba impensable en los tiempos previos a la Revolución Industrial. Más utopías nutrieron la vida de los hombres y la historia de los pueblos. Y hoy, mirándolas desde su dilución en la realidad, ya no nos sorprenden.


Conviene dejar abiertas las preguntas que nos formulamos más arriba. Conviene alentar esas inquisiciones antes que buscarle respuestas. Pero con la advertencia de que sólo formulando la pregunta correcta hallaremos la respuesta adecuada. Porque la pregunta siempre está preñada de su respuesta.

"Hace un año mi madre me dijo que mi hermano era un año mayor que yo, así que ahora estamos iguales"

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Estaba hablando del significado del tiempo y de los problemas que le plantea a la física moderna, cuando inesperadamente se sinceró: “Mi situación es tan incómoda que lo mejor que puedo hacer, de lejos, es declararme agnóstico”. Así, con estas palabras, Simon Saunders[i] abandonó a sus congéneres en la más difícil de las aventuras, la de recorrer el tiempo.

Antes movió y removió la ciencia, escudriñó y puso patas abajo y patas arriba la relatividad general y la especial, jugó a las barajas con los cuantos y por fin, harto ya de sus desvelos macro y microcósmicos, clamorosamente dijo que no sabía.

Y tras sus pasos llego yo, ignorante de todos los saberes, audaz derrochador de tinta e impío aporreador de teclados, y digo que hablaré del tiempo. Creo que los dioses serán clementes conmigo. ¿Lo será también el lector?

Hablar del tiempo y de su medida es hablar de esa cosa que no es una cosa, ni siquiera es la sustancia de las cosas. Hablar del tiempo es una contradicción en los términos porque supone hablar también de lo intemporal. Dijo Borges que “todo lenguaje es de índole sucesiva; no es hábil para razonar lo eterno, lo intemporal”
[ii]. Y yo, que sólo tengo el lenguaje para acreditar mi humanidad, vengo a hablar del tiempo.

Por eso, si quiero que el lector sea benévolo, que no voltee esta hoja, debo ser amable con él, no arrastrarlo por las arideces de la filosofía, hablarle como si estuviéramos tomando un café en el bar de siempre. Sin nostalgia por el tiempo ido, sin desasosiego por el que vendrá y, sobre todo, sin apremio por este tiempo que nos está acompañando. He aquí el atributo del buen hablador, del charlista amable.

Nasreddín y mi amigo Isaac

Isaac aúna, cuando menos, dos talentos: el del artista plástico y el del hombre que sabe bucear en las profundidades, en las propias y en las de su interlocutor. A poco de escucharlo comprendes que los setenta y largos años que lleva recorriendo la vida (no dice su edad) no fueron vanos. Por eso me gusta reunirme con él, para hablar del bien y el mal, del arte, de la paz, de la palabra. También de frivolidades que bien valen el tiempo. Con él puedo hablar de lo que ignoro y que él también ignora. Y porque ambos sabemos que no sabemos, mutuamente nos perdonamos y juntos fatigamos los laberintos que nos propone el azar.

En una ocasión así, Isaac me dijo que nuestro tiempo vivido es más que el que todavía nos resta vivir. Para disentir le relaté un cuento que recordaba de mis años jóvenes. Nasreddín, le dije, llegó a un pueblo y fue agasajado con festines, obsequios y paseos. Los habitantes del lugar se prodigaron en atenciones y cuando se aprestaba a partir le preguntaron si estaba satisfecho. Contestó que sí, pero que una cosa se había omitido, llevarle de visita al cementerio. Sorprendidos, lo llevaron ahí y Nasreddín recorrió los sepulcros, leyó las lápidas y vio que todos habían muerto a muy corta edad. Este a los tres años, aquel a los cinco, este otro a los cuatro; el más viejo había vivido ocho años, nada más. Preguntó el porqué y le fue dicho que en ese lugar era costumbre anotar sobre las lápidas los años buenos que habían vivido sus muertos, que los años malos caían fuera de la cuenta.

Quizá para granjearse la bienaventuranza eterna el arbitrio de esos pueblerinos había separado unos años de otros. Los mal vividos eran para el olvido; los otros, los años gozosos y su recuerdo, estaban más allá de la muerte y por eso los esculpían sobre las lápidas. Si esos hombres eran inteligentes o se regodeaban con fruslerías, no lo sé.

Filosofía de autobús

Hace un centenar de años Einstein desbarató la noción del tiempo. El pasado, el presente y el futuro, dijo, no son absolutos
[iii]. Fue más tenaz que Saunders, no se arredró ante la estatura del universo y lo inmensurable del tiempo. Continuó y continuó en su porfía hasta que un gato vino a ponerlo en aprietos: fue el gato de Schröedinger que, encerrado en su caja, estaba vivo y muerto al mismo tiempo[iv].

En este punto, otra vez viene a cuento Nasreddín. Cuando era niño le preguntaron quién era mayor, él o su hermano. Pensó un momento y dijo: “hace un año mi madre me dijo que mi hermano era un año mayor que yo, así que ahora estamos iguales”. Y también viene a cuento la paradoja de los gemelos que Einstein creó al enunciar su teoría de la relatividad especial, y que sólo pudo resolver algunos años más tarde, al formular la relatividad general. Uno de dos gemelos viaja en el espacio a una velocidad cercana a la de la luz, mientras el otro se queda en Tierra. Al cabo de un tiempo el viajero regresa y se encuentra con que es más joven que su hermano. La dilatación del tiempo ha obrado la diferencia.

Estas historias nos asaltan cuando nos aventuramos a recorrer las curiosidades de la ciencia, los escondrijos del humor o las teorías de mentes calenturientas que, no contentas con los hechos cotidianos, buscan extravagancias debajo de los polvos cósmicos. En lo que me concierne, me temo que esas extravagancias delaten mi ignorancia. Por eso acudo a Zenón de Elea, a su tortuga y al mítico Aquiles. Borges lo pone así: “Aquiles, símbolo de rapidez, tiene que alcanzar a la tortuga, símbolo de morosidad. Aquiles corre diez veces más ligero que la tortuga y le da diez metros de ventaja. Aquiles corre esos diez metros, la tortuga corre uno; Aquiles corre ese metro, la tortuga corre un decímetro; Aquiles corre ese decímetro, la tortuga corre un centímetro; Aquiles corre ese centímetro, la tortuga un milímetro; Aquiles el milímetro, la tortuga un décimo de milímetro, y así infinitamente, de modo que Aquiles puede correr para siempre sin alcanzarla”.

Quien quiera resolver este intríngulis como una ecuación de la geometría será víctima de la picardía de aquel griego. Y quien quiera resolverlo sirviéndose de la noción de tiempo se verá frustrado, porque el tiempo no es absoluto, como se nos enseñó. Ya en la segunda mitad del siglo pasado la paradoja de Zenón sólo distraía a los viajeros de autobús.

Camisa de once varas

Una discusión que dura tanto como el tiempo es si el tiempo es lineal o circular, si viene de un momento y se dirige hacia otro momento o si se enrolla sobre sí mismo. Una y otra idea están contaminadas con la noción de espacio, una y otra tienen defensores y detractores. Una y otra idea trascienden el mundo de los vivos: el hinduismo, por ejemplo, con su creencia en el samsara
[v] y la reencarnación, puede amistar con la idea de circularidad, mientras las religiones abrahamicas[vi] se corresponden con la noción de linealidad (“En el principio creó Dios los cielos y la tierra”[vii]).

Hasta aquí, no más. Porque si avanzamos un solo palmo nos internaremos en un berenjenal metafísico cuya salida nos será difícil hallar, tan difícil como adoptar un niño en la oscura Edad Media
[viii].

La metafísica es presuntuosa porque quiere asir lo inasible, como los hombres que con nuestros relojes queremos medir el tiempo. Nuestros relojes sólo mueven sus manecillas y eso es lo que vemos, no el tiempo. Queremos emular a Dios y nos proclamamos dueños del Universo, patrones del tiempo. Quizá no sea nuestra la culpa, quizá sea Dios el culpable por habernos esculpido a su imagen y semejanza
[ix].

Einstein fue más modesto. Cuando murió Michelle Besso, le escribió así a su familia: “Ahora él ha partido de este extraño mundo un poco antes que yo. Esto no significa nada. La gente como nosotros, que creen en la física, saben que la distinción entre el pasado, el presente y el futuro es sólo una ilusión obstinadamente persistente”.

[i] Filósofo de la física en la Universidad de Oxford.
[ii] Nueva refutación del tiempo en Otras inquisiciones, Emecé 17º ed., Buenos Aires 1996, pág. 285.
[iii] Quienes tengan interés en el tema pueden acudir a las múltiples ediciones de sus Teorías de la relatividad especial y general.
[iv] Erwin Schröedinger (1887-1961), Premio Nobel de física 1933, hizo importantes contribuciones a la mecánica cuántica. Fue quien propuso el experimento mental del gato, cuyas múltiples versiones el lector encontrará en Internet.
[v] En algunas doctrinas orientales, ciclo de transmigraciones o de renacimientos causados por el karma (RAE).
[vi] Referidas al judaísmo, cristianismo e islamismo.
[vii] Génesis, 1.1.
[viii] Esa curiosa ceremonia, que aún hoy se practica en algunas regiones de Europa, consistía en meter al niño por la manga de una camisa y sacarlo por el cuello, simulando así el alumbramiento. La exageración hizo que esa camisa fuera de once varas (unos nueve metros) de ancho. Tal es el origen de la expresión Meterse en camisa de once varas.
[ix] Génesis, 1.26/27.