Filósofos, lo que se dice filósofos, eran los de antes, como los guapos

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Alguna vez tenía que decirlo. Después de haber elogiado la duda y el disparate, después de hacer la alabanza de las malas palabras, hoy quiero hablar de los filósofos y de los filósofos. Y decir por qué prefiero a aquellos antes que a estos.

Filósofos eran los de antes. Tenían ese talante manso, esa mesura que los situaba en el justo medio de las cosas, esa sapiencia que venía de mirar adentro, muy adentro de las almas. A ellos no los amonestó Dios porque tenían licencia para explorar, para comer el fruto del árbol prohibido.

Cierta vez, el poderoso rey Darío le escribió así a Heráclito: "Tú eres el autor del tratado De la naturaleza, difícil de comprender y duro de interpretar. En algunas partes tu estilo parece tener un cierto poder de especulación sobre todo el universo y las cosas que en él suceden, que dependen de un movimiento completamente divino. Pero la mayor parte de las afirmaciones me producen dudas, de modo que incluso los más entendidos en las letras no podrían dar una recta interpretación de tu trabajo. Así, pues, el rey Darío de Histaspis quiere participar de tu instrucción directa y de la educación griega. Ven sin tardanza conmigo a palacio. Pues los griegos, duros en general como son para reconocer abiertamente a sus hombres sabios, descuidan las buenas demostraciones que ellos hacen destinadas a un oído atento a aprender. Conmigo te esperan todo tipo de privilegios y una bella y elevada conversación cada día, unida a una vida honrada según tus consejos”. Heráclito le respondió: “Cuantos hombres hay sobre la tierra se apartan de la verdad y de la justicia, y por causa de una malvada locura se dedican a la avaricia y deseo de fama. Yo, habiendo logrado el olvido de todo tipo de maldad y tratando de escapar de la saciedad que acompaña a la envidia, y también porque tengo horror del esplendor, no puedo ir al país de los persas, bastándome con unas pocas cosas buenas para mis propósitos”. Tamaño desaire no enfureció al mandamás de los persas porque venía de un filósofo; porque, en efecto, filósofos, lo que se dice filósofos, eran los de antes, como los guapos.



Heráclito había construido un sistema de pensamiento sobre la naturaleza controversial de la realidad; Darío quería comprenderlo, quería copiar su saber y por eso lo llamaba a su corte, para que le enseñara su ciencia y sapiencia. Para la nomenclatura moderna el uno es filósofo, el otro también. Para aquellos antiguos, en cambio, sólo el primero lo es.

Por eso hablo de filósofos y de filósofos. Unos, perplejos de sí mismos y absortos ante los misterios del universo, buscan y rebuscan aquí y allá, en todos lados, el haz de luz que les muestre el comienzo del camino, sólo el comienzo. Los otros, iluminados e iluminadores, pretenden haber recorrido el camino hasta el fin. Aquellos, devotos de la duda, estos, campeones de la certeza.

Y no hay que remontar la historia para encontrar filósofos de la primera clase. Ahora y aquí los verás gastando suelas o sentados a la mesa de un bar, revisando los titulares del diario de ayer o mirando en la plaza cómo corren los niños. Los verás en la platea del mundo mirando cómo los de la segunda clase ofrecen los parabienes que un día antes rescataron del basurero. Por eso, el título que has leído sólo quiere llamar tu atención, sólo eso.

La licencia para titularte filósofo está ahí, al alcance de tu mediana memoria y de tus nalgas estudiantiles. Basta que fatigues tus ojos sobre los libros para que te diplomen. Basta que sepas algunas respuestas, aun cuando ignores todas las preguntas.


Espero que no me malentiendas, lector. Todos sabemos saberes ajenos, un oficio, una ciencia, cada quien es diestro en una cosa. Pero si el carpintero no es la madera, si el albañil no es la argamasa ni el abogado es el derecho, ¿por qué el diplomado había de ser filósofo?

No es un galimatías. La madera no es la carpintería, el derecho no es la abogacía, pero el filósofo es la filosofía. O digámoslo así: la filosofía sobrevuela todos los saberes porque es un no-saber, una actitud que viene de la ignorancia y culmina en la ignorancia. Es un afán, un camino que no se puede trazar porque requiere del caminante cierta inocencia, cierta humildad de la que carece el diplomado. La filosofía es un no-saber, salvo que, como lo predicó Sócrates, el filósofo sabe que no sabe.

Por eso no encontrarás al filósofo entre los enterados. Lo encontrarás por ahí, recorriendo la vida e inquiriendo sin cesar sobre las cosas que otros tienen por sabidas. Como Platón que se resignó a la fantasmagoría de la caverna, como el obispo Berkeley que dijo que ser es ser percibido, como nuestro Borges que tomó un puñado de arena, lo dejó caer silenciosamente un poco más lejos, y dijo que estaba modificando el infinito Sahara.

Filosofar es arbitrar entre las muchas conjeturas que nos visitan. Y cuando el fuego de la caverna se apague, cuando la percepción se extinga, cuando el Sahara olvide el puñado de arena que mudó su sitio, ¿entonces qué…? preguntará el filósofo, mientras el otro, el que agasajó su sobaco con mil libros, buscará una sinrazón que disfrace su flaco entendimiento y colme la oquedad de su cabeza.


“Este tipo escribió sobre todas las cosas, este tipo fue un audaz”. Así me dijo un lector de contratapa mientras yo ojeaba un libro de enésima edición. Su autor era un inglés famoso, docto en filosofía y filósofo también, que escribió sobre los más variados asuntos. Su compromiso con la causa de la paz, su agudo pensamiento y su pluma dócil traspasaron los muros de las universidades y dieron con los lectores mundanales. Pero no pudieron eludir la amonestación post mortem de aquel ocasional ratón de librería.

Es que el filósofo es así, desdeña la especialidad para arrellanarse en el regazo de la totalidad, para indagar sobre la política, sobre las matemáticas, sobre el fin y el sinfín de las cosas. Y al cabo de mucho peregrinar y explorar te dice que no sabe. Él es el único humano que, aun cuando no juzga, es juzgado con severidad. Arriesga su crédito a cambio de nada y, sin apostar, puede perder el pellejo a manos de los necios. Fatiga su mollera porque ese es su sino, no porque el patrón lo quiere o porque Dios lo manda. Por eso, como el inglés, escribe y habla sobre las cosas que los otros callan.

El hombre docto en filosofía, en cambio, después de revisar los libros que otros escribieron y sin levantar sus asentaderas, te habla de las causas y de los efectos, del bien y del mal y quizá también del destino que merecerás después de tu partida. Y por si no bastara, te premia o te castiga. Coleccionista de ideas que otros pensaron, te vende ciencia y saber apretujados en gruesos manuales de segunda mano. Decidor de floripondios y escribidor de lecciones, es, cuando más, un memorioso profesor capaz de explicar las ideas de otros sin un error, sin una omisión. Pero si se pretende filósofo habrá que amonestarlo por empatarle a la estupidez.


La filosofía no es un sistema cerrado porque aún no ha encendido todas las luces. Más allá del mucho afán y de los ríos de tinta que se le han dispensado, nada es lo que se ha dicho todavía y nada es lo que se dirá de ahora en más. Y ese es su gran atributo, ser un campo fértil que por mucho que se siembre y se siegue no conoce el rastrojo ni la erosión del pensamiento. Es la esfera cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna, como alguien dijo de Dios.

Por eso el filósofo puede hablarte de la política, de la muerte, de la naturaleza. Por eso lo verás escribiendo sobre tantas cosas, sobre el arte de curar los males, sobre la guerra, sobre las virtudes del gobernante. Ese mirar, entre brutal y compasivo, es propio del filósofo, no del que fue titulado en filosofía. Es un talento que adquirió a trueque de cierto renunciamiento, como el de Heráclito. O como el de Sócrates, que pagó con su vida el derecho de amonestar a los atenienses. O el de Giordano Bruno, que prefirió la hoguera a la obediencia ciega (al ser condenado le dijo a sus jueces: "Tembláis más vosotros al anunciar esta sentencia que yo al recibirla"). Ellos fueron inocentes para su conciencia, aunque -¡ay!- no para sus jueces, entre quienes había, precisamente, doctores de la filosofía.