Los hombres y las casas

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Antes de recorrer este camino –conjetural como todos los de esta serie, con más interrogantes que certezas y transitado por bastantes fantasmas y alguno que otro hombre con carnadura- quiero anticiparle al lector que cuando hablo de casas lo hago en su sentido más amplio, aún más que los muchos que le da el diccionario de la lengua en sus diferentes acepciones. Cuando hablo de casas estoy hablando de aquellos lugares reales e imaginarios, tangibles y virtuales que les dan alojo a los hombres y a sus anhelos. Transgredo el buen decir y nombro casa a todo aquello que le pone un límite al espacio y le ofrece contención a los hombres. La casa habitación, el cobertizo, la caverna, el granero, el templo, el castillo. Todas estas son casas, como lo son también los huertos y los corrales, el apostadero en el camino y la celda donde se recluye y atormenta al enemigo.

En tal sentido las casas son los primeros espacios que los hombres poseyeron, y sólo cuando el desarrollo de los medios de labranza permitió explotar la tierra, se adueñaron también de los espacios abiertos. Y hoy, cuando la navegación aérea y espacial está en pleno desarrollo, los hombres se apropian de las llamadas rutas aéreas para sus aviones y también quieren hacerlo con el espacio extragravitacional, más allá de la tierra.

Así, desde los rigores del clima hasta la vana presuntuosidad, desde la búsqueda de seguridad hasta el anhelo de levantar altares para adorar a sus dioses, muchos afanes han movido a los hombres para construir sus casas. Y las oquedades de las montañas y los refugios prodigados por el azar también sirvieron a los hombres para morar en ellos o para guardar sus alimentos o los artificios para la guerra.

La tumba de Nasreddín

Otra función cumplieron las casas: reunir a los hombres dentro de unos muros y bajo un mismo techo para albergar al clan y más tarde a otras clases más avanzadas de sociedad, hasta llegar a la familia poligámica primero, monogámica después y finalmente a la nación. Porque la nación es otra forma de casa, la que contiene a todos los hombres que comparten una misma cultura, una misma vocación y unas mismas leyes.

Los hombres han construido casas para cumplir la voluntad divina (Arca de Noé, templos, totems) y también para desafiarla (Torre de Babel). Han construido y todavía construyen casas para abrigarse, para reproducirse y para conservar el pan que comerán mañana; también para guardar las armas con las que matarán a otros hombres. Los hospitales y los orfanatos, los comedores y las escuelas son casas, los prostíbulos y los arsenales también. El disco duro de un computador guarda el saber que los hombres acumularon a lo largo de su historia, como una casa cuya puerta está cerrada con siete llaves para que nadie la viole.

Ahora viene a mi memoria el testamento del Maestro Nasreddin. Quiso él que su sepultura (su morada final, su última casa podría decirse) fuera ornamentada con una puerta grande y robusta, clausurada con cerrojos inviolables. Y así se hizo a su muerte. Y según fue también su voluntad nada había en torno a esa puerta, ni siquiera paredes. Aún hoy la sepultura existe en el cementerio de Aksehir. ¿Qué quiso significar Nasreddín con tan curiosa decisión póstuma? Quizá burlarse de la vanidad humana, quizá denunciar la estupidez de aspirar a tales honores, de los que era deseoso el hombre de entonces (y el de ahora). De cualquier manera una cosa es cierta: la megalomanía ha ido creciendo con la edad de los hombres, y si antes se manifestaba en los grandes monumentos funerarios y en los fastos, hoy se expresa en registros binarios que construyen unas casas intangibles más dúctiles que las otras.

Las muchas clases de casas que los hombres levantaron a lo largo de la historia han ido mudando sus características, sus funciones, también su estética. Pero las que se destinaron a satisfacer razonablemente sus necesidades cambiaron menos que las que se aplicaron a satisfacer su vanidad. Unos muros y un techo resumían y resumen todavía la casa habitación de un núcleo social primario, digamos de una familia. Algunas habitaciones con más o menos enseres y servicios concluyen la obra. En cambio las casas consagradas a los dioses o a la guerra han cambiado notablemente. Hasta hace unos pocos miles de años (poco en la historia de la especie humana, poco en la historia de sus casas) el culto a la divinidad y el oficio de la guerra se practicaban en lugares que no diferían de los refugios cotidianos. Pero ya en el Egipto de los faraones la construcción de lugares de culto se fue diferenciando. Los monumentos funerarios y religiosos fueron cobrando importancia, creció su tamaño y su ornamento fue cada vez más ostentoso. Después corrieron parecida suerte las casas para la guerra: he ahí los muros de los que me ocupé en el primer artículo de esta serie* y los invulnerables arsenales que desafían la paz y amenazan barrer con fuego el rostro de la tierra.

Esas casas concentran, las primeras, los más grandes tesoros y los más estupendos lujos y primores del arte pictórico y escultórico; las segundas, todo el poder necesario para gobernar el mundo o para destruirlo. Esas casas cuestionan todo el empeño humano de ponerle límites al espacio, al menos al que necesitan los hombres para hacer amable su vida. El sufí lo sabía y por eso hace siete siglos nos gastó su última chanza y nos enseñó que la vanidad puede llegar más lejos que el hombre mismo, hasta ornar su propia tumba.

La venganza de Babel

Las casas que los hombres hicieron y las que la naturaleza les prodigó, como todas las cosas materiales que pueblan el planeta, son prisioneras de la gravedad. Pero los hombres que antaño vivían con los pies apoyados sobre la tierra, unos junto a otros en una topografía horizontal, un día se sublevaron y comenzaron a vivir unos sobre otros, en centenares de suelos. Desafiaron la horizontalidad newtoniana y se lanzaron hacia arriba, más allá de su propia estatura. Las casas empezaron a rascar el cielo y cobraron venganza por los desdichados habitantes de Babel.

Confieso que hay algo de juego en estas reflexiones, algo de divertimento y de escepticismo. Quizá también la oculta intención de excusarme por ignorar quiénes habitan en los pisos altos y bajos de mi casa vertical. Pero las casas que los hombres construyeron para honrar a sus dioses y para guardar sus máquinas de guerra no tuvieron la misma evolución. Conservaron su disposición horizontal, pegadas a la tierra madre. Es que en ellas la presuntuosidad humana no necesitó desafiar la gravedad: le bastó con invocar el poder divino y la fuerza de las armas.

La casa de fuego


Si el lector me acompañó hasta aquí, es justo que le premie con alguna digresión.

Hace más de medio siglo (a mis años puedo hablar así para afectar sapiencia) con mis amigos recorríamos el mismo camino que fatigaron los hombres al construir sus casas. Unas las hacíamos en los fondos de las casas que edificaron nuestros padres, con sillas y mantas, y ahí practicábamos el más importante oficio de los humanos: jugar. Las otras las hacíamos cada invierno cuando se aproximaba el día de San Pablo y San Pedro. Tras juntar trabajosamente los leños y las ramas que arderían en la hoguera, llegado el día armábamos la enorme pira que remataba en un muñeco de trapo. Esa pira festiva tenía un habitáculo adonde nos reuníamos en los momentos previos a la quema, una casa que pronto ofreceríamos al fuego pagano para iluminar el cielo del Bajo Flores armenio y cocer las papas y batatas que premiarían nuestro esfuerzo.

Aquella catedral de ramas y hojarasca era la casa que sabiamente construíamos los niños de entonces, efímera como todas las cosas humanas, sin más presuntuosidad que la del monigote puesto en la cumbre, que ardería por fin y sería ceniza como todo lo que ocurría la noche de cada 29 de junio.

Y así, con esa quema ritual iniciábamos un nuevo ciclo, una nueva espera que al año siguiente culminaría en otra hoguera. Y en otra más. A diferencia de los adultos que en su pretensión de detener el tiempo construyen sus casas para siempre, aquellos niños que fuimos renovábamos el ciclo de la vida. Como los napolitanos que cada año nuevo tiran por las ventanas los trastos viejos como un ritual propiciatorio que quiere resucitar el tiempo.

* Ver “Los hombres y los muros”, Armenia, ed. 13139 del 6 de julio de 2006.
Texto revisado y corregido por el autor en diciembre de 2009.