Excursión por el país de las flores

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com


Dios no hizo a las palabras. Las palabras fueron hechas por los hombres y con ellas los hombres nombraron a Dios y dijeron cuál era Su voluntad. Pero Dios hizo las cosas que nombran las palabras, las flores entre ellas. Así me lo enseñaron en mis años niños, así me empeño en creerlo ahora y no lo logro. Pero sé piadoso, lector, déjame creer que lo creo y haz como si lo creyeras tú también para que sea amable esta excursión por el país de las flores.

Prodigios vegetales que estallan en colores y en olores para anunciar la vida nueva, sonoridad del silencio en los prados, mensajeras del verano que cabalga hacia nosotros, las flores han merecido variados homenajes de quienes ornan con ellas sus atuendos, sus casas y las tumbas donde guardan a sus muertos.

Hoy quiero rendir mis palabras a las flores. A las que hablaron cuando mi voz fue débil y mi pluma torpe, cuando mis gestos no podían decir lo que me pedía el corazón que dijera. Sutilezas y prosaísmos que la pluma entremezcla y que el lector consiente. Aventura de papel y de tinta que quizá ocupe por un día tu mesa de lectura.

Flores para reír y flores para llorar

Es paradójico el universo de los hombres. La misma flor, digamos la rosa roja, habla de amores y calores y también de pesares y dolores. La rosa roja celebra la noche nupcial y también corona el sepulcro de los que se fueron. Ríe y llora esa flor como ríe y llora el hombre que la ofrenda. Los vivos les ofrendan flores a los vivos y también se las ofrendan a los muertos, un mismo lenguaje para decir dos cosas. Risa y llanto se concilian en una flor.

Las rosas blancas quieren ser la inocencia, la pureza, la humildad. ¿Pero cómo puede presumir humildad esa flor que se sabe la más bella entre las bellas? ¿Puede ser humilde el color que es eminente entre todos los colores, el que viste la luz, el que cubre los presuntuosos picos de las montañas más altas, el que cubre los cuerpos de los hombres cuando regresan a la tierra?

Y azul es la rosa que nació de mi pincel y de mis óleos. Esa rosa espera la Segunda Creación para ornar el altar donde se prosternarán los hombres inocentes, los que dejarán caer las piedras de sus manos y le rendirán tributo a la paz, azul como esa rosa.

Otras cosas se dicen por ahí, se dice que la gardenia es alegría, el jazmín, sensualidad, el lirio es pureza, el tulipán amarillo es desesperación y la violeta, lealtad. Se dice que el clavel se ha degradado y hoy simboliza el apego.

Flores para el amor

Los hombres hemos sido ingratos con las margaritas, las que adivinan cuál será nuestra suerte en el amor y se prodigan aquí y allá, en todos los lugares donde el asfalto y el cemento todavía no blasfemaron a la tierra. Hijas dilectas de la tierra madre, las margaritas no quieren nuestros afanes, se bastan con las lluvias que les regala el cielo y bailan la danza ritual que les enseña el viento. Son las pordioseras de la vida y, sin embargo, te acompañan adondequiera que vayas tapizando el camino que recorrerás en tu porfía.

Yo no quiero simbolizar el amor con las flores galanas. Quiero simbolizarlo con las margaritas, inocentes campesinas que me ofrendaban sus pétalos para decirme si me amaban las muchachas que visitaban mis sueños.

Flores para el bautizo

Para nombrarnos vinieron otras flores. El jacinto, el narciso, el laureano, el malvino. También la azucena, la camelia, la hortensia. Bautizo de la vida nueva, nombre que los dioses escribieron en el libro de tu vida y de la mía, distintivo de los unos y de los otros. Las flores que nombran a los hombres y a las mujeres son prodigios vegetales que le robaron su color al arco iris para decir quién eres, quién es el padre de tus días, con qué divisa llegarás al último juicio y cuál será tu lugar en el recuerdo de los que no vinieron todavía.

Y si tienes el privilegio de que una flor te nombre ¿por qué, como ella, no te regalas a la vida y a la muerte? ¿Por qué te obstinas en apurar la copa si el nombre que recibiste en el bautizo es el mismo que se escribirá sobre la lápida de tu última morada?

Flores de la política

Los argentinos quieren ser el ceibo, los bolivianos la cantuta y el patujú. Canadá es el maple, Ecuador y los Estados Unidos de América son la rosa, Guatemala es la monja blanca y Holanda es el tulipán. Pero hay más diferencias, algunas amables, otras no. ¿Que las flores nada tienen que ver con esas diferencias? Acuerdo. Pero puedo pretextarlas para hablar de la política, de la riqueza desigual, de la violencia; puedo hablar de la diferente fortuna de unos y de otros, del pan que no llega a la mesa, de los abismos que separan a los hombres.

Puedo preguntarme si sólo los hombres pecaron en el Edén o si los estados también tienen estigmas. Preguntarme si quienes laceraron la piel y el alma de la humanidad pueden sanar los males de su alma. Así como los adanes y las evas acuden a la pira ardiente de la verdad para expiar sus culpas, así también los estados pueden lavarse para recorrer sin lastres el camino de la historia. Son las flores que ofrece la política.

Flores para sanar

Que la infusión de flores de tilo te sosiega, que la del boldo favorece tu digestión y la amapola te lleva adonde no llega tu inspiración. Que la flor del clavero mitiga tus dolores y la del naranjo quita el mal de amores. Flores que rejuvenecen, que borran las arrugas, que aumentan el colágeno, nutren la piel; flores que curan la queratosis y la psoriasis, borran las cicatrices y hasta curan el cáncer. Y otras mil alquimias practican las comadronas para sanar los males. De estas cosas se habla en los mentideros.

Yo creo que las flores no sanan los males del cuerpo. Creo que sanan los males del alma. ¿Qué mujer no perdona al hombre que le obsequia una flor? ¿Qué varón no se conmueve cuando, pasados los años de miel, descubre entre las páginas de un libro la flor que antaño le regaló a su dama?

Flores al plato

Recuerdo que en sus años jóvenes mi madre solía rellenar flores de zapallo, que con las berenjenas, los zucchinis y los pimientos colmaban la olla del bienvenido dolmá. Y que mi abuela preparaba un exquisito dulce con los pétalos de las rosas aterciopeladas que se cultivaban en nuestro jardín. Esas antiguallas que sorprendían a nuestros vecinos del Bajo Flores armenio, hoy están en las cartas de los exquisitos restaurantes de Buenos Aires, donde las flores se atreven a visitar los platos de los comensales más extravagantes.

Después de deshojar las margaritas, afamados chefs sazonan las comidas con el sabor agridulce de sus pétalos. Y si buscan el picor acuden a los tacos de reina. Claveles, pensamientos, begonias y lavandas prodigan sus pétalos a las ensaladas, mientras las violetas nutren sopas, los crisantemos acompañan a las frutas cítricas, las flores de borraja reemplazan con fineza al vulgar pepino y los tulipanes reivindican el sabor de la democrática papa.

Sutilezas o vanidades, no lo sé; pero es cierto que no encontrando ya con qué agasajar sus frívolos paladares, algunos se aplican a estos desvaríos sin ver que unos pasos más allá otros arrastran sus miserias buscando el pan escaso y el afecto ausente.

Flor y truco

Huelgan las palabras para decir las lindezas de la vida. Pero si tengo que decirlas elijo las que asocian ese prodigio vegetal con el azar, y digo “flor y truco”. No para gastar una chanza que bien vale, sino para que conozcas mi ventura. Yo no he amistado con las barajas, pero sí con el azar. Las cosas del porvenir, esas que todavía no son cosas pero que lo serán mañana sin uno saber qué cosas serán, siempre atizaron mis días. De ahí la baraja con la flor.

“Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano… ¿entonces, qué?”. Quiero traducir esta invención de Coleridge del español al español, ya que antes Borges la tradujo del inglés: flor y truco vale por vida y azar. La flor como anticipo de la vida nueva y el azar para rendirnos perplejos ante lo inesperado. Belleza para nuestros sentidos y perplejidad para desaprender la vida e iniciar un tiempo nuevo, como quiso el inglés. Y Nietzsche, el alemán.