Los hombres y los números

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com


El número 100 es divisible por 20, por 10, por 5, por 2. El 10 es divisible por 5 y por 2. El 9, por 3. Y todos ellos son divisibles por uno y por sí mismos, como los números primos 11, 7, 5 y 3. Las matemáticas son fiables en estas cosas.

Me pregunto si el hombre es divisible, si puede ser bueno y malo, justo e injusto, feliz y desdichado. Me pregunto cuántas veces determinado atributo, la caridad por ejemplo, cabe en una misma persona, y cuántas otras cabe el egoísmo. Si un hombre puede ser lo uno y también lo otro o si los atributos opuestos se excluyen mutuamente.

Este artículo quiere discurrir sobre esta vacilación. Y quiere exponer a su autor al juicio de unos lectores poco piadosos cuando se transgrede la medianía que propalan los medios de comunicación y los que por su oficio hablan desde las tribunas. Quiere abolir, aunque sea por un momento, el buen pensar urbano y formal e invitar a ese dislate fecundo que sólo viene cuando nos internamos en territorios inexplorados. Por eso, a quien recorra estas columnas desde ya lo exonero del deber de cortesía.

Y para conservar el crédito que alguna vez pude merecer del lector, me refugio en el género ficcional que el ejercicio de las letras favorece, y en la libertad que el ensayo literario le concede a los que desentrañan perplejidades. Uno y otro me abren las puertas en pares para instigar al lector, si esto es posible, a abandonar el rigor libresco y la timidez de las cátedras y buscar más allá, en la extensa república del dislate, lo que la severidad de la cultura le niega.

La divisibilidad de la conciencia

A propósito de la matanza de toda una población en May Lai, Vietnam, dice M. Scott Peck, jefe del grupo investigador: “La especialización contribuye a la (...) fragmentación de la conciencia. Si en la época de My Lai, paseándome por los corredores del Pentágono, me hubiera detenido a hablar con los responsables de dirigir la manufactura de napalm y su transporte a Vietnam, y si hubiera cuestionado a esos hombres sobre la moralidad de la guerra y, por lo tanto, de su ocupación, éste es el tipo de respuesta que invariablemente habría recibido: ‘Ah, apreciamos su preocupación pero nosotros no somos la gente con quienes (sic) usted debe hablar. Esta no es la sección que corresponde porque nosotros no determinamos cómo y dónde se usarán esas bombas. Eso corresponde a planeamiento. Tiene que hablar con ellos, al otro lado del corredor’. Y si yo hubiera seguido esta indicación y expresara los mismos conceptos a la gente de planeamiento, me habrían dicho: ‘Ah, sabemos que hay temas muy graves en discusión, pero están más allá de nuestra esfera. Nosotros simplemente determinamos cómo se realizará la guerra, no si se llevará a cabo o no. Los militares sólo hacemos lo que se nos ordena hacer. Esos grandes temas se deciden en la esfera de la Casa Blanca, no aquí. Es allá donde debe llevar sus preocupaciones’. Y así sucesivamente”.

Esta imaginación de Scott Peck no es arbitraria y mucho menos se limita a los militares norteamericanos. Es propia de los hombres cuando viven en sociedades organizadas donde la especialización cumple una doble función: por un lado aumenta la eficiencia, por el otro permite diluir la responsabilidad dentro del caldo social y propicia la fragmentación de la conciencia individual. Si la conciencia social se divide en partes distintas del todo, la conciencia individual (el hombre) encuentra parecidas argucias para eludir su responsabilidad moral.

Ahora vienen a mi memoria unos versos que cantaba Serrat cuando la dictadura militar se devoraba a los jóvenes argentinos. Denunciando la divisibilidad de la conciencia moral, decía que los gobernantes de entonces comulgaban en las iglesias e iban a cagar a las casas de sus vecinos; aquí defendían los valores cristianos y más allá cometían las peores atrocidades. El 4 es divisible por 2, aquellos mandamases también. Pero mientras el 4 y su división son pura abstracción, las desapariciones, los tormentos y la muerte eran pura realidad.

Como el 12 se divide por 4, por 3, por 2, el hombre divide su conciencia en tantas partes como sea necesario para eludir la condena social y quizá también la de su propio censor. Como el 23 se divide por sí mismo para ser el uno, el hombre suele inmolar su identidad para ser otro más amable ante sí mismo, no importa si para lograrlo debe encender cirios en el altar piadoso de la mentira.

Monólogo de dos, de tres, de cuatro

En tren de ser autocontradictorio, me he aplicado a la tarea de anotar cuanto oxímoron hallé en los libros y a aportar otros de mi hechura. Entre estos destaco el que titula este capítulo, un ejercicio mental cuya reiteración semeja el parpadeo o a la respiración.

Me pregunto y le pregunto al lector qué hace el hombre cuando examina un hecho en su conciencia, cuando piensa, cuando mide y sopesa los favores y las contrariedades de una acción. Me pregunto si la estructura del pensamiento en esos momentos es la de un monólogo o la de un diálogo. Si es la de un monólogo, ese hombre está solo; si es la de un diálogo, ese hombre es dos hombres, o tres, o más. Y con harta frecuencia cada uno de nosotros es dos, es tres. Es un número igual al de las opciones que considera, porque cada una de ellas suele venir acompañada de un sistema de justificaciones, de valores y de causas que la determinan.

En tales circunstancias el hombre se divide, es tantos hombres cuantas opciones está considerando. Y este monólogo de dos es uno de sus ejercicios más frecuentes, el que le asemeja a los números, divisibles hasta el uno. Sólo hasta el uno, porque si queriendo emular a las matemáticas pretende dividirse aún más, como los números fraccionarios, entonces puede ingresar en la subespecie de los chalados.

Desacuerdo unánime

Cierta clase de extravagancia léxica es la que se cultiva con el uso del oxímoron. Producto de la divisibilidad de los hombres, esta práctica va extendiéndose y hoy quiere reemplazar a las metáforas y decir lo indecible u ocultar la impericia de quienes se han extraviado entre las letras. Desde luego, estas palabras no quieren desautorizar a quienes usaron felizmente este recurso extremo de la literatura; quiere denunciar cómo el fraseo contradictorio también ha servido para derogar la lógica y fragmentar las conciencias. Algunos ejemplos pueden ilustrarnos.

Entre quienes usaron con propiedad y con gracia esta especie literaria revistan Francisco de Quevedo ("es hielo abrasador, es fuego helado, es herida que duele y no se siente" y "lo fugitivo permanece y dura"), Jorge Luis Borges ("luz oscura" y “graciosa torpeza”), Rodolfo Walsh ("el fusilado que vive”), Augusto Monterroso ("mis libros están llenos de vacíos"). En ellos no hay división porque la contradicción es deliberada, sirve para que, al recorrer el texto, el lector contribuya a la construcción de imágenes y metáforas.

En cambio otras expresiones que suelen venir de la política o de la diplomacia son pruebas de la fragmentación, de la división casi aritmética de la conciencia. Derecha siniestra, que vale por derecha izquierda, suele utilizarse para denostar a una corriente de pensamiento; eterno presente quiere ofrecerle consuelo a quienes temen las contrariedades del porvenir; ejército pacificador, fuerza de paz y armas inteligentes son voces que sirven para escamotear propósitos de destrucción y dominio; tensa calma es una expresión usual en los ámbitos diplomáticos y castrenses, como crecimiento negativo lo es en los círculos económicos. En el lenguaje corriente se emplea la expresión silencio elocuente y en el literario realismo mágico, en el informático y en el cine se habla de realidad virtual y en la política de aldea global. Y la lista no se agota en estos ejemplos que, no obstante su valor expresivo, algunas veces denotan la pobreza léxica de los hablantes y otras veces la ambivalencia conceptual y hasta moral de los hombres.

Nasreddín, siempre Nasreddín

Los números son hijos bastardos del tiempo. Quizá sea por eso que los hombres se afanan por medirlo todo, aún lo inmensurable. Y nuestro amigo sufí se ha burlado de ese afán. Entre las muchas historias que escuché en mi infancia, me parece que ésta retrata esa vanidad: Alguien le pregunta al niño Nasreddín quién es mayor, si su hermano o él. Tras meditar un momento, Nasreddín responde: “Hace dos años mi madre me dijo que mi hermano era dos años mayor que yo, así que ahora somos iguales”.

Sólo una conciencia fragmentada puede lucubrar de esta suerte. Y visto desde su costado humorístico, debemos admitir que al traernos esta fábula el maestro sufí ha querido hacer amable una de sus muchas enseñanzas: el hombre no puede ser más que él mismo, esclavo irredento del tiempo. Por eso, quizá un camino plausible sea aliarse con el tiempo, negociar con él para que no cree espacios de fragmentación en nuestros dominios. Y pagar por ello sólo el tributo de la muerte, nada más. Nada menos, claro; pero pagarlo sin anticipar su precio mientras dura la vida.

Nota: Texto revisado y corregido por el autor en mayo de 2010.