Los hombres y las sombras

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Una duda me asaltó cuando decidí escribir este artículo. Vacilé entre dos títulos aparentemente contradictorios, Los hombres y las luces y Los hombres y las sombras. De seguir el dictamen de Albert Einstein –“La luz es la sombra de Dios” (Lux umbra Dei, lo bendijo alguien en latín)- me habría inclinado por el primero, pero preferí el título más profano porque, vanidosamente, me permitía recordar algunos cuentos breves que escribí hace ya unos años. Por lo demás, prefiero poblar estas columnas con conjeturas antes que con los difíciles cálculos de aquel sabio.

Tengo otra razón que me hizo preferir las sombras. Cuando era niño sentía un particular interés por ellas, hacía mil malabares para burlarme de mi sombra pero siempre era ella la que se burlaba de mí. Entonces decidí que cuando fuera grande vencería aquella obstinación que solía meterse debajo de mis zapatos. Y me hice grande. Primero, a favor de mi deseo, luego, a pesar de él. Y finalmente me resigné a pactar con mi sombra: mientras ella se obstinara en aprisionarme yo seguiría ensayando mis alegorías. No fue una comunión sino una división lo que pactamos.

Pero antes de explicarte cómo fue eso, déjame decirte, lector, que muchos fatigaron sus plumas escribiendo sobre cosas parecidas. Unos imaginaron el alma bajo la especie de una sombra, otros soñaron un mundo habitado sólo por sombras y hay quienes dijeron que en el paraíso que nuestros padres comunes perdieron por causa del pecado no existían las sombras. El mismísimo Platón predicó que todo cuanto conocemos son sombras de realidades que transcurren a nuestras espaldas. Pero ninguno de ellos, que yo sepa, pactó con su sombra.

Con toda la irreverencia de que soy capaz, ignoraré esas famas y traeré a estas columnas aquellas de mis invenciones que son hijas del pacto.

La sombra y el viento

En un cuento que escribí hace algunos años premedité una teoría de las sombras. Este es su texto resumido:

Cuando el viento cesaba el hombre podía descansar de sus fatigas. Pero eso ocurría pocas veces porque en aquellos parajes el viento era incesante, impiadoso. Si soplaba desde el interior de los campos, su sombra se extendía sobre la playa, y si venía del mar, su sombra se recostaba en los campos yermos. El viento cálido del norte arrastraba su sombra hacia el sur. Y así, siguiendo los caprichos del aire inquieto, el hombre tenía que soportar sobre sus piernas la fuerza de esa sombra que quería desprenderse y volar por sus fueros.

Por eso, en los raros días de calma él y su sombra eran uno. Sólo él era visible, su sombra no. Al mediodía, por ejemplo, cuando las gentes deambulaban pisando la mísera sombra que había bajo su carnadura, él andaba con su umbrosa compañera ora a izquierda, ora a derecha, atrás o adelante, más o menos larga según fuera el viento. Y en los atardeceres calmos, cuando todos proyectaban unas sombras de parecida longitud semejando un universo de seres paralelos, él andaba solo, quizá con la sombra metida en su pellejo, quizá sin ella, no lo sé.

Y un día, no hace muchos meses, el hombre partió. A nadie le dijo adonde iba, tampoco si regresaría. Y desde entonces ningún viento sopla en esos parajes, ni la más leve brisa acaricia los rostros de sus habitantes. Se fue y se llevó el viento consigo. También su sombra.

Quizá a estas horas Platón me está regañando, quizá los lectores más severos retiren el poco crédito que alguna vez me concedieron. Puedo cargar ese reproche y este recelo, pero no podría cargar la mirada extranjera de aquel niño que fui ni el oprobio de violar el pacto que hice con mi sombra.

Mi partida

En otro cuento subordiné la sombra a la muerte. Dije, más o menos, estas cosas:

- No regresarás jamás.

No contesté. Y transitamos juntos el camino de tierra. En silencio anduvimos durante una hora cruzando tranqueras hasta llegar al almacén, una típica posta de campo con palenque y cancha de bochas a uno y otro lado de la puerta. Adentro, un mostrador donde los paisanos se acodan para beber y conversar, o guardar, simplemente, silencio. Y tras el mostrador, Zoilo, incapaz de regalar una sonrisa. Más allá, un mozo bien ataviado alardeaba de su participación en la carrera de sortijas del pasado domingo.

Más tarde, picados por la ginebra y abrazados por la noche tibia, nuevamente en silencio desandamos el mismo camino, rumbo a las casas. Y cuando hubimos traspuesto la tranquera principal, repentinamente se detuvo.

- Ya es tiempo de que partas –me dijo.

- Quiero estar más tiempo contigo –respondí-. Ahora que conozco el camino quiero quedarme para encender la lámpara en las noches y apagarla con el alba.

- Debes partir, es tiempo.

Su voz, serena pero imperativa, no impidió que insistiera una vez más:

- Es que..., me has dicho que no regresaré.

- No regresarás.

- ¿Y qué haré con mi nombre? ¿Quién heredará mi sombra? Dime, al menos, que podré llevar mi sombra.

- Partirás sin tu nombre –dijo-. La noche guardará tu sombra.

Y luego me ordenó:

- Mírame al rostro.

Alcé los ojos y lo miré. Era yo. Y aunque era noche de luna, cuando volví mis ojos al suelo vi que mi sombra ya me había abandonado.

A decir verdad, es difícil saber si mi sombra me había abandonado o si yo la había abandonado a ella. Difícil decir de qué lado de la vida (de la muerte) estábamos una y otro. Pero una cosa es cierta: ese misterioso paseo, esos alcoholes baratos que bebimos juntos y la noche joven que nos envolvía fueron propicios para que ambos cumpliéramos el pacto.

Herzog

Aún a riesgo de ser iterativo, vuelvo sobre aquel personaje del filme de Werner Herzog que tanto me impresionó. El hombre quería saltar sobre su propia sombra: una y otra vez lo intentaba, una y otra vez fracasaba. Sin duda Herzog milita entre quienes creen que la sombra es un atributo inescindible de la cosa, del hombre en este caso. Yo hubiera esperado que él, que alguna vez se atrevió a cruzar una montaña en barco, le permitiera al ebrio saltar por encima de su sombra.

No sé si la luz es la dueña de la sombra o si lo es la muerte, si debo dar crédito a la historia del viento o a la del que perdió su sombra entre los vahos del alcohol. Pero una historia me pide que le crea: es la de Caperucita que se encontró con el viejo Heráclito, el que llora, en algún lugar del tiempo, para que la instruyera en las cosas de la vida. En el río que fluye y no es el mismo, en el fuego que se enciende y se apaga, en la noche que sigue al día. Y cuando la niña aprendió estas cosas, el viejo se la confió a Demócrito, el que ríe, para que la ayude a recorrer la vida sin pesadumbre. Sombras que no nos prodigó la luz ni el viento, tampoco la muerte o su residuo, el alma, sino la imaginación. Sombras que nos visitan cuando somos sabios y que nos abandonan tan pronto la adultez nos devora.

La creencia de que cada sombra pertenece a una cosa me parece arbitraria. Y creo que su arbitrariedad viene de concederle a la luz un lugar principal en el universo. Ya lo dije antes: ni el mismo Einstein pudo eludir esta creencia y dijo lo que dijo sobre la sombra de Dios. Aún más, en sus teorías le asignó a la luz y a la velocidad con que se desplaza en el espacio una categoría que la asimila al tiempo, corruptor de todas las cosas, de las que vemos y de las que no vemos.

Pero dejo ya estas cosas para regresar a los artificios de mi imaginación y decirle al lector que por un momento, aún a manera de juego, se atreva a suponer que la sombra no es el testigo de la luz. Que la sombra tiene unos fueros, que la luz tiene otros y que entre ambos habitan los hombres. La imaginación como una república paralela a la de las contingencias. Quizá en ese momento, precisamente, regrese el niño que se extravió entre los pliegues del tiempo. Y en ese acto de lucidez fugaz comprenda que los hombres y las sombras pueden convivir en un mundo distinto al que hoy nos ofrecen los sabedores: el mundo del arte.

Nota: Texto revisado y corregido por el autor en junio de 2010.