Los hombres y los dioses

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Creí que si una dificultad me esperaba al explorar las relaciones de los hombres con las cosas, sería cuando me ocupara de los dioses. Por eso la tardanza. Hasta que comprendí que hablar de los dioses es hablar de los hombres. Porque no es verosímil que los hombres fueran hechos a imagen y semejanza de Dios; lo es que los dioses (Dios, para los monoteístas) fueron hechos a imagen y semejanza de los hombres.

Los hombres siempre maridaron con los dioses. Para convivir con ellos o para negarlos, para rendirle su devoción o para huir de su ira. Hasta que en algún momento de la historia una parte de la humanidad resumió en uno a todos los dioses, con lo cual debió reunir en su divina persona todos los atributos que antes repartía entre los habitantes del ultramundo(1), los buenos y los malos. Y vino el judaísmo a decir que Dios es bueno, que lo es infinitamente. Y entonces los atributos de maldad, vacantes, debieron ponerse en cabeza de otra divinidad: el Demonio. Más tarde el cristianismo y el islam profundizaron esta creencia.

Déjame extenderme un poco en este prólogo, lector, y a trueque de ello te prometo no ser palabrero. Los hombres, sabios en la escala zoológica, arbitraron cierta clase de equilibrio creando dioses diferentes: dioses para interceder entre ellos y la naturaleza y dioses que los asistieran para vencer a sus enemigos; para domeñar sus ímpetus de dominio y para llevarlos consigo en las cacerías. Y hasta un Dios único y uno que desde el dólar le dispensa prosperidad al país del norte.

A propósito del equilibrio que el mundo precisa para durar en el universo, el maestro Nasreddín fue más prosaico. Cuando se le preguntó por qué los hombres van en diferentes direcciones cuando salen de sus casas, respondió: “Porque si todos fueran en la misma dirección el mundo perdería su equilibrio y caería al abismo”. Quizá el viejo maestro era euclidiano, quizá descreía de los dioses, no lo sé; pero con esta sinrazón logró más que toda la caterva de divinidades: hacer reír a los hombres, nada menos.

Politeísmo y monoteísmo

Si bien el monoteísmo llega en un estadio superior de la evolución humana, el politeísmo representa mejor los anhelos variados e insaciables de los hombres. Variados, en cuanto cada uno de esos anhelos quiere ser satisfecho por un dador diferente: el que da la vida no es el mismo que el que prodiga la luz, el dios que favorece a las parturientas no es el que organiza a los astros. Insaciables, porque esa es la naturaleza de los deseos, de todos ellos: alcanzado su objeto el hombre quiere más, siempre más; y cuando unos dioses lo frustran, otros vienen a hacer mejor su oficio. Las mitologías dan cuenta de estas cosas. Nuestros antepasados llevaron al altar a muchos dioses para que cada uno les diera lo suyo. Hay una justificación social y política del politeísmo, y también hay una justificación psicológica que viene del corazón del hombre, siempre anhelante.

El monoteísmo llega cuando el hombre sospecha que un ordenador debe haber aquí o más allá, en algún lugar, que las partes del universo responden a un impulso único y que ese impulso excede las capacidades humanas. Dios único y uno es, pues, la conciencia potente, quizá omnipotente. El monoteísmo viene de la comprensión de que el todo es parte del uno, y que ese uno excede los atributos humanos.

No busques contradicción en esto, lector. Porque estoy hablando de potencia y de conciencia, no de creación. La creación de Dios Uno y de los dioses múltiples es obra de los hombres que, como te dije antes, los hicieron a su semejanza.

Dios trino

La doctrina de la trinidad fue concebida por un diácono de nombre Atanasio y consagrada por el Concilio de Nicea de 325 como dogma fundante de la Iglesia. "Porque tres son los que dan testimonio en el cielo, el Padre, el Verbo y el Espíritu Santo; y estos tres son uno”, se lee en los Evangelios(2). Tres siglos después el Corán amonestó así a los hombres: "Son infieles quienes dicen: ‘Dios es el tercero de una trinidad’. No hay dios, sino un Dios único”(3). Según ese libro sagrado Dios es Dios, el Espíritu Santo es el Arcángel Gabriel, y Jesús es un Profeta.

Teólogos de todas las religiones examinaron el tema sin conciliar sus opiniones. Filósofos teístas, ateos y agnósticos agotaron sus luces y no dieron respuestas satisfactorias. Sólo los hombres de fe consiguieron abolir la duda consagrando como un misterio la unicidad de la terna, misterio en el que descansa el cristianismo. Y este misterio es impermeable a la ciencia y al conocimiento, a diferencia de los enigmas que plantean las religiones politeístas.

El asunto es espinoso y expone a quien se adentre en él al escarnio de los elegidos, cuando no a extraviarse en los tenebrosos dominios de la teología. Pero en todo caso parece razonable pensar que la doctrina trinitaria es una transacción entre el politeísmo de los romanos y el unicismo de los judíos; y que, confutada y adaptada por los sabedores de la Iglesia, ha llegado a ser uno de los mayores misterios, si no el mayor, del cristianismo. He aquí un modelo de sincretismo que coligó el politeísmo con el cristianismo, el paganismo con la iglesia de Jesús.

En este punto vale hacer una aclaración. Pagano viene del latín paganus, que quiere decir campesino (equivalente de inculto), disvalor que, sin embargo, las iglesias cristianas asimilaron porque necesitaban extender sus dominios espirituales y territoriales más allá de las estrecheces del siglo IV. Así, pues, aquellos que antes eran tenidos por infieles pudieron incorporarse a la fe de Cristo.

Religión, ciencia y escepticismo

Decía el apóstol san Pablo: “¿No sabéis que sois templo Dios y que el espíritu de Dios mora en vosotros?”(4). Esta idea, que glorifica el cuerpo porque en él habita Dios, no es original del cristianismo. Viene de las religiones que sitúan a sus dioses en el alma o en la carne de los hombres. No así, el panteísmo relega la carne y la osamenta de los hombres a categorías periféricas. El panteísmo predica que la totalidad del universo es Dios. Quizá por esto está más cerca de conciliar con la ciencia.

Comoquiera que piense cada cual, comoquiera que se rinda o se subleve ante estas cosas, la vida ofrece tres alternativas: la fe, con su catálogo de dioses múltiples o únicos; la ciencia, que aún cuando lleva sus fronteras más y más lejos cada vez, más y más se aleja del horizonte del conocimiento; y finalmente la duda como sistema (no la duda socrática, que es un método de conocimiento y revista en la categoría anterior) y el escepticismo como manera de plantarse frente a las cosas y frente a uno mismo.

Los armenios somos adictos al pasado, a las historias que nuestros padres trajeron en sus valijas trashumantes. Por eso vuelvo al viejo sufí: Nasreddín permaneció durante un mes predicando en cierto pueblo sobre la vida y las virtudes de los profetas, sin que durante ese tiempo se le diera alimento. Preguntado por una mujer acerca de lo que comen los profetas en el cielo, contestó: "¿Cómo puedes preguntarme lo que comen los profetas allá en lo alto sin antes preguntarme qué he comido yo durante este mes en tu pueblo?" Los hombres suelen confortar su conciencia recurriendo a artificios trascendentes y no ven que de ese modo eluden sus deberes primeros. Así es como van de pesar en pesar sin comprender que sólo podrán vivir gozosamente cuando la solidaridad reemplace a esa devoción artera que oscurece su casa para iluminar un cielo inhabitado. Este es el sentido que elijo darle a la amonestación de Nasreddín.

Y vuelvo sobre la dificultad que entreví al abordar este tema. Creo que esa dificultad es cierta si uno quiere complacer la curiosidad del lector en el exiguo espacio de estas columnas. Porque el asunto merece más extensión para esbozar siquiera un plan de trabajo que no excluya los aspectos principales de la relación hombre-Dios. Pero conviene insistir que estas cuestiones sólo son permeables a la fe, no a la ciencia ni a los rigores formales de la lógica.

Y en cuanto al ligero sesgo humorístico que matiza estas anotaciones, creo que no puede serme reprochado. Porque si uno o más dioses existen, comoquiera que sean y dondequiera que estén, cuentan, sin duda, con el humor entre sus atributos divinos
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(1) Si bien la Real Academia Española no incluye en su catálogo léxico la voz ultramundo, autoriza el uso del adjetivo ultramundano, “que excede a lo mundano o está más allá”. Tanto rigor filológico me es ajeno, por eso esta transgresión.
(2) Primera Epístola de San Juan 5:7.
(3) Sura 5:73.
(4) I Corintios, 3:16.


Nota: Texto revisado y corregido por el autor en agosto de 2010.