Lo hombres y las muertes

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

No sé si el lector sentirá aprensión al leer estas anotaciones, si prefiere distraer su atención en temas más amables. Puedo comprender eso, pero no puedo eludir la única certeza que acompaña a los hombres durante su vida, la de su finitud. Puedo confortarle diciendo que muchos hombres han nacido y transitado la vida desde el principio, que su cuenta es infinita, su cálculo imposible y, sin embargo, todos han culminado en esa estación final.

Pero no quiero ser escatológico. Antes bien, quiero discurrir sobre el tema de las varias muertes que la vida le depara a los hombres sin que me abandone el humor, esa “propensión más o menos duradera a mostrarse alegre y complaciente”, según lo define el diccionario de la lengua.

Ignoro qué es la vida, qué es la muerte, por qué vinimos y adónde vamos. Esas cuestiones son para los presuntuosos émulos de Dios o para quienes dicen conocer su voluntad. Yo no me cuento entre ellos. Miro con modestia y digo qué veo, qué sospecho cuando la bruma me rodea y, si tengo la virtud que los sabios predicaron, intento comprender la infinita extensión de mi ignorancia. Los textos del budismo dicen que “si hubiera tantos Ganges como hay granos de arena en el Ganges y otra vez tantos Ganges como granos de arena en los nuevos Ganges, el número de los granos de arena sería menor que el número de cosas que ignora el Buddha”(1). Por eso hablar de la muerte es presuntuoso, pero hablar de las muertes puede merecer la indulgencia del lector si se hace con la humildad del cronista.

Hace algunos años le escribí a un amigo madrileño que lloraba la súbita muerte de un amigo. La vida y la muerte, le dije, suelen salir juntas de paseo, ahora acuden al alumbramiento de un niño, luego a una boda y más tarde a una misa, a las fiestas del carnaval y a la derrota en la batalla, a la consumación del amor y a su entierro. La vida y la muerte suelen pasear juntas y tú no sabes quién será tu huésped, quién compartirá tu mesa. Ellas abrevan de la misma fuente, comen del mismo pan y cantan las mismas canciones. Entonces, ¿por qué has de reír hoy y llorar mañana? ¿Se han terminado los mañanas del que ahora lloras? ¿Acaso no son tus mañanas sin tu amigo los que lloras? Yo no sé responder a estas preguntas. ¿Sabes responderlas tú?

Algunas divagaciones pueden ayudarme a eludir los filosofismos que arriesga quien se mete en estas cosas, y también las intrincadas cuestiones de la metafísica y los tortuosos caminos que recorren los sabedores.

La muerte biológica

La primera cuestión que nos asalta es la de la muerte como aniquilación y pérdida. Pérdida de este cuerpo que nos acompaña, pérdida de la memoria que fuimos construyendo, pérdida de esa cosa misteriosa en cuya existencia algunos creen y llaman alma.

Dice San Agustín en un exaltado discurso: “¿Qué quiero deciros, pues, Señor, sino que ignoro de dónde he venido aquí, debo decirlo, a esta vida moribunda, o bien a esta viviente muerte? No lo sé”(2). No sabe el obispo de Hipona de dónde ha venido, no saben los hombres cuál era su casa antes de venir a la vida, y sin embargo uno y otros hurgan afanosamente para encontrar lo que se oculta a la razón: el antes, el después. Desentrañar esta duda es un afán que no cede a la razón, sino a la fe.

Si el alma sigue la suerte del cuerpo cuando muere, es un tema que discutirán los hombres hasta el fin de los tiempos. Sospecho, sólo sospecho, que es a la memoria que vamos acumulando en nuestras vidas a lo que llamamos alma, que así como las sociedades humanas son el producto de la historia (la memoria colectiva de los hechos ocurridos antes de ahora), la conciencia de cada quien es el sedimento de sus experiencias personales.

Bien sé que estas palabras tienen un dejo de escepticismo, quizá también de malicia. Pero no puedo cargar sobre mis espaldas la fe que los hombres necesitan para sufragar tamaña duda, y tampoco puedo acumular todo el saber que se precisa para razonar estas cosas. Entonces, dudo.

El olvido

Otra forma de muerte es el olvido. La memoria lo abandona al hombre y se establece un nuevo punto de partida, o ninguno y la vida discurre de instante en instante. Con su pasado el amnésico pierde su alma, pero no como un castigo, sino como un hecho venturoso que le permite sortear la angustia de saberse prematuramente muerto. El que ha extraviado su alma entre los cachivaches del olvido regresa a su casa por un camino siempre nuevo, se sorprende ante cada piedra que encuentra, ante cada hierba, ante cada persona que le saluda. Él ha muerto para su pasado.

El olvido es una bienaventuranza para el hombre que sufre, para el que merece un castigo, para el que, por alguna razón, siente el pasado como un tormento. Es la forma más benigna de la muerte, la que lo sitúa en un tiempo nuevo para que no sufra las penalidades del ayer y no lo acosen las ansiedades del porvenir. El olvido es muerte porque después de él viene lo nuevo.

La muerte civil

La muerte es separación, enterramiento y despojo, es trasponer un límite para cesar. Y la muerte civil es, precisamente, eso. Las sociedades antiguas la aplicaron como pena suprema, a veces más severa que la muerte a manos del verdugo. El hombre era despojado de todos sus derechos y apartado de la comunidad, su condición era la de las bestias y el calor de la vida en comunidad le era negado para siempre.

En la antigüedad, en el medievo y aún en los primeros tiempos de la modernidad la expulsión del hombre de su lugar de arraigo, con la completa pérdida de sus derechos y, entonces, de su condición de persona, era una desventura que no conoce parangón en nuestro tiempo. Cuando se le acusó de no creer en la religión del Estado y de corromper a los jóvenes enseñándoles a no reconocer los dioses de la República, Sócrates se defendió ante el tribunal: “Temer la muerte no es otra cosa que tenerse por sabio no siéndolo, dado que es creer que se sabe lo que no se sabe. Nadie conoce la muerte, ni sabe si es ella el mayor bien de los bienes para el hombre. Sin embargo, todos la temen como si se supiera de cierto que es el mayor mal de los males. ¿Y no es la más vergonzosa ignorancia el presumir de saber lo que no se sabe? Por mi parte –y en esto difiero tal vez de la mayoría de los hombres-, de atreverme a decir que soy más sabio que otro en algo, diría que lo soy en que no sabiendo a ciencia cierta lo que sucede en los infiernos, tampoco creo que me lo sé”(3). Y prefirió la muerte antes que el ominoso destierro que buenamente le ofrecía su amigo Critón(4).

¿Qué haré yo con mi alma?


Un niño mira por la ventana de su casa y ve pasar por la calle a un grupo de personas. Los hombres llevan sobre sus hombros una tabla y sobre ella a un hombre acostado, lívido, inmóvil. Detrás marcha un cortejo de mujeres llorosas y un grupo de niños fuertemente asidos a sus faldas. La escena es morosa y triste y el niño nunca ha visto una cosa igual. Le pregunta a su padre qué es eso, y el padre le dice que es un hombre que ha muerto y que sus deudos lo llevan para devolverlo a la tierra. Pregunta más cosas el niño y el padre le responde, le dice que el tránsito por la vida es efímero y que todos moriremos. “¿Tú también morirás? ¿Y mi madre y mis hermanos? ¿Yo también voy a morir, papá, y me sepultarán en la tierra?” Al ver tamaña tribulación, el padre conforta a su hijo explicándole que él, como todos los hombres, tiene un alma que sobrevivirá a la muerte del cuerpo. Entonces el niño pregunta: “¿Y qué haré yo con mi alma?”

Tenía unos diez años cuando leí este cuento de Beshiktashlian, Meguerdich o Neshan, no lo recuerdo. Tampoco recuerdo si leí su versión original en armenio o alguna traducción al español. Pero recuerdo cuánto me conmovió la pregunta final y que excitado se lo mostré a mi padre. Era la primera vez que la presciencia de la muerte golpeaba mi entendimiento y que hablaba de ello con mi padre.

Esto me remite al tema de la resurrección, de la que hablan las mitologías y las religiones. Algunas de ellas enseñan que los hombres nacen y mueren un número infinito de veces, que la rueda de las encarnaciones no cesa jamás, a menos que, como Gotama El Buddha, alcancen la bienaventuranza y la aniquilación liberadora.

El libro de los libros de Occidente famosamente habla de la resurrección de Lázaro(5). Y de la de Jesús(6), que tras anunciar su muerte redentora resucitó y subió a los cielos. Aún más, dijo que volvería para juzgar a los hombres, no sabemos si en una segunda encarnación o en una revelación como la que tuvo Mahoma cuando recibió El Corán.

(1) Debo esta cita a J. L. Borges, De alguien a nadie, Otras inquisiciones, Emecé, Buenos Aires 1996, pág. 230.
(2) San Agustín, Las confesiones, Juventud, Barcelona 1968, pág. 21, trad. de Agustín Esclasans.
(3) Platón, Apología de Sócrates, Espasa-Calpe, Buenos Aires 1947, págs. 55 y 56.
(4) Platón, op. cit., Critón o el deber del ciudadano.
(5) Juan, 11, 1-43.
(6) Mateo, 28, 1-8; Apocalipsis, 20, 13-14; y 22, 12.

Nota: Texto revisado y corregido por el autor en abril de 2010.