Los hombres y los hombres

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Tan pronto terminé de redactar Los hombres y los dioses, decidí culminar la serie con este artículo. Su título me parece sugerente, pero no sé si lo compartirá el lector o si despertará su interés. Sé, sin embargo, que esa predicción (todo título lo es) simple y misteriosa, me llevará por caminos que alguna vez quise recorrer: los caminos de la perplejidad filosófica.

Si los dioses me asisten quizá logre suscitar en el lector algún fervor, algún halago o reproche que lo instigue a hurgar en estas cosas con mejor fortuna y más talento que los que a mí me acompañan. Y mientras espero que esto ocurra, aquí vengo con mis lucubraciones, unas exhumadas del acervo que me regalaron mis ascendientes y otras recogidas aquí y allá, cada vez que la duda me asaltaba.

Pero conviene antes hacer una advertencia para que la duda, siempre fecunda, no nos abandone; para que mientras dura este viaje de papel y de tinta no nos devore la vanidad. Toda búsqueda concluye en sí misma, ninguna pregunta puede dar con la última respuesta, la que cancela la duda. La duda es la instigadora del conocimiento y el conocimiento sólo es el ornato de la duda. Ninguna certeza nos acompaña salvo la de nuestra finitud, y aún ésta es sospechosa.

Por eso creo que hablar de los hombres, así, a secas, es hablar de todas las cosas, lo que vale tanto como ejercitar vanamente el habla o la escritura. (Para quien no me ha entendido o no ha querido entenderme, estoy diciendo que voy a hablar de lo que no sé. Y de lo que espero que tú sepas que no sabes, lector.)

Ya no recuerdo en cuál de sus pláticas Krishnamurti cuenta que un sabio solía reunir a sus discípulos para hablarles de las cosas de los hombres, de los dioses y de la vida. Cierta vez, cuando se disponía a dar una de sus charlas, un pájaro se posó en la ventana del aula y comenzó a cantar. Cuando el pájaro remontó el cielo y se perdió en la espesura del monte, el maestro le dijo a sus discípulos: “La plática de esta mañana ha concluido”. Ojalá tuviera yo la virtud de aquel pájaro o la sabiduría del maestro que supo callar cuando todo había sido dicho. A falta de ello, tengo la palabra.

Los unos y los otros

El arte del articulista es efímero, como las figuras que se esculpen en el hielo. Hoy llega a la mesa del lector y mañana lo arrastra el viento o va a parar al cesto de las deposiciones domiciliarias. Y es siempre insuficiente, porque en unas columnas quiere decir más cosas de las que el talento del autor permite. El arte del articulista es efímero como todas las cosas de los hombres; por eso es, quizá, el que mejor refleja la vida. Las cosas que escribes hoy, mañana serán viejas y tendrás que darlas en holocausto en el altar del tiempo, tendrás que reemplazarlas por otras cosas diferentes que, a su vez, tolerarán la luz de un sólo día. Por eso escribo sobre estas cosas, porque quiero que duren más tiempo en tu mesa de lectura. Aspiro a que las recorras con más detenimiento que los informes diarios de la prensa y digas si estoy mirando el paisaje humano o son molinos de viento los que me visitan.

Sartre, el filósofo francés que acompañó al siglo veinte durante sus tres primeros cuartos, dijo que el hombre está condenado a ser libre, que cuando llega al mundo es arrojado a la acción y que, por tanto, es responsable de su vida. Esta enseñanza no ha sido recogida por los hombres, mucho menos por los del Occidente racionalista y vertiginoso, y ha caído en olvido como toda la filosofía existencialista. Es lástima, porque de haber sido comprendida quizá se hubiera reemplazado el interminable catálogo de mandatos divinos por unas pocas reglas de carne y de hueso.

Ya antes, en El nacimiento de la tragedia, el intempestivo Nietzsche había dicho así: “Ahora el esclavo es hombre libre, ahora se rompen todas las rígidas, hostiles delimitaciones que la necesidad, la arbitrariedad o la ‘moda atrevida’ han establecido entre los hombres. Ahora, en el evangelio de la armonía de los mundos, cada cual se siente no sólo unido, reconciliado, fundido con su prójimo, sino hecho uno con él, como si el velo de Maya estuviera roto y tan sólo revolotease en jirones ante el misterioso Uno-primordial. Cantando y bailando se exterioriza el hombre como miembro de una comunidad superior: ha desaprendido a andar y a hablar y está en camino de alzar el vuelo por los aires bailando. En sus gestos habla la transformación mágica. Así como ahora los animales hablan y la tierra da leche y miel, así también en él resuena algo sobrenatural: se siente Dios, él mismo ahora anda tan extático y erguido como veía en sueños que andaban los dioses. El hombre ya no es artista, se ha convertido en su obra de arte”.

Comoquiera se mire al hombre, dondequiera se lo sitúe en el universo, sea que le atribuyamos la libertad que predicó Sartre o la potencia que anheló Nietzsche, es entre los otros hombres donde dibuja el perfil de su rostro y edifica su ventura o su desventura.

La cultura, tejido conjuntivo de las sociedades

No hay más virtud que la de convivir gozosamente. Lo cual supone que el gozo ha de ser recíproco para que los hombres, todos ellos, transiten la vida sin otras adversidades que las que les inflige la naturaleza. Un sistema social ordenado con preeminencia de los usos y las costumbres, un orden jurídico mínimo y una conciencia sociosolidaria enraizada en la cultura, con algunos aditamentos menores, pueden reemplazar el actual esquema de confrontaciones y zozobra. Utopía que ha alentado el hombre y que conviene sostener para que sea amable la vida, para que el deseo de vivir juntos unos hombres con otros, unas naciones con las otras, no perezca a manos de la desesperanza.

Otras veces lo he dicho: creo que los intereses culturales deben primar sobre los económicos, que las identidades políticas deben ser reemplazadas por las culturales (los países islámicos lo están intentando sin resultados tangibles hasta ahora) para que el fenomenal desarrollo de la información y de las comunicaciones favorezca a los hombres en su conjunto.

De otro modo el mundo se devorará a sí mismo y los hombres recorrerán siempre el camino de la desventura. Los que mandan y los que eligen entre obedecer o sublevarse, los que lo tienen todo y los que carecen de lo necesario deben, de una buena vez, compartir el mismo pan y beber de la misma copa. Hoy más que antes los hombres y los hombres necesitamos compartir los bienes de la tierra, de la cultura, de la ciencia. Porque otra vez estamos arriesgando la paz.

La soledad de Adán

Ya sabe el lector que me gusta jugar con arbitrariedades y proponer dislates. Voy junto a Dios en el sexto día de la Creación, voy con todo el bagaje de experiencias que la humanidad acumuló durante tantos miles de años y examino su obra de ese día: la creación del hombre. Fresco todavía el barro de su hechura, solo en medio de todo porque aún conserva la costilla que tributará más luego, el hombre es El Hombre, bienaventurado y ajeno a la corrupción del tiempo. Entonces viene Dios a malograr las cosas. Le dice a Adán que le dará una mujer para que lo acompañe en la eternidad del Edén. Y para hacer eso, lo mutila.

Desde entonces el hombre busca lo que ha perdido y ensaya emparejar con Eva; y de ese ensayo nace toda la progenie humana. Incompleto y también desdichado porque él y su hembra han sido expulsados del Paraíso, vaga por los desiertos de lo que después será Arabia, traspone las barreras del Cáucaso y navega en diferentes direcciones; levanta casas aquí y allá, funda naciones y reinos e inventa la guerra. Como el hijo que al alcanzar la adultez quiere cobrar venganza del padre que lo desheredó, como el esclavo que alguna vez se sublevó contra el amo porque el peso de sus cadenas era insoportable, el hombre anuncia la muerte de Dios y levanta otros altares para elevar su plegaria y llevar su ofrenda. Uno se prosterna ante el dinero, otro ante el arte, éste se solaza en algún fanatismo, y aquel, absorto en sus meditaciones, cierra el círculo de la vida sobre sí mismo, sin ver que no ve, sin saber que no sabe, sin comprender la infinita extensión de su ignorancia.

Y los hijos de Adán, huérfanos de Dios, después de vagar por el mundo, después de edificar casas y templos en el llano y en la montaña, comprendieron el tamaño del error divino. Vieron cómo Aquel que había ideado la perfecta armonía de los astros y organizado el universo de los átomos se había equivocado en el sexto día de la Creación, quizá fatigado por tanto afán. Tal parece, pues, que los hombres de la modernidad, todos, los creyentes y los ateos, los agnósticos y los indiferentes a estas cosas, hemos llegado a esta estación de la historia para señalar el lado flaco de la potestad divina.

Nota: Texto revisado y corregido por el autor en setiembre de 2010.