Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com
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I
¿Qué tienen que ver la mundialización de la producción y del mercado, de las ahora llamadas ingenierías financieras, de la información y del dinero, de la cultura y de tantas otras áreas del quehacer humano, con el amor? ¿Es atinado el tratamiento de uno y otro asunto en un mismo texto? ¿Cuál es su interrelación, su mutua acción, su concordia o su discordia? ¿Has errado, Dermardirossian, al dar semejante título al último de tus artículos sobre el hombre y la globalización? Veamos.
La relación del hombre con los otros hombres y con las cosas que lo rodean es una relación de necesidad, de conveniencia y, si se me permite decirlo así, de deseo. Biología, seguridad y anhelo conforman el territorio por el que el hombre transita. Estos no son asuntos que necesiten mayor explicación porque son visibles cotidianamente, en cada instante de la vida, en todos los hombres, en todas las relaciones, en todos los tiempos y lugares. Pero lo dicho, por sí solo, no explica toda la conducta humana, compleja desde luego, imprevisible casi siempre, anhelante hasta el infinito. No hay, es impensable una conducta humana que no esté signada por la afectividad en alguna de sus formas y expresiones. El hombre es un ser afectivo en todas las circunstancias de su vida, en cada acción que acomete, en cada frustración que padece, en cada esperanza que alimenta.
Y a la hora de explicar esa afectividad, esa pasión que le imprime a sus realizaciones, a la hora de nombrar esa particular manera que el hombre tiene de relacionarse con los otros hombres y con el universo que lo rodea, decimos que el hombre ama. Ama la vida, su vida, ama la seguridad, su perduración, ama su cuerpo, teme al dolor y aborrece la fealdad, ama a su compañero o compañera. Ama, ama y ama el hombre. Es su manera de sentir que es él y que dura, que puede durar todavía poblando el mundo de los vivos. (No quiera el lector buscar aquí una definición del amor).
II
Conviene revisar en qué medio y rodeado de cuáles circunstancias el hombre de nuestro tiempo ejercita su afectividad, y en qué medida esas circunstancias condicionan su vida.
No creo que el amor deba servir a los afanes dinerarios o de poder de los hombres, ni creo que sea un sentir subalterno respecto de los deseos materiales. Pero para el examen de la conducta del hombre globalizado, prescindo por un momento de las connotaciones pasionales del amor para mirarlo como un concepto extenso, abarcativo de todas las conductas. En tal sentido es que hablo de globalización y amor. Para que advierta el lector que la transculturación coercitiva de que somos objeto arrasa con los patrones afectivos que son los pilares de nuestras conductas. Que la fuerza arrolladora del capital reconcentrado, presente y omnipresente en el universo humano, no mira en su acción las necesidades del hombre concreto que trabaja, que viste, que enferma, que ríe y que llora, que ama y que odia, no atiende a las necesidades reproductivas de la especie ni pregunta si los hombres siguen alumbrando arte o escribiendo poesía. Ese capital impersonal tiene otros propósitos. Y si para alcanzarlos debe aniquilar sensibilidades, amores y culturas, lo hará; lo hace de hecho, no importa bajo cuáles justificaciones.
III
¿Podemos, entonces, hablar de globalización y amor y decir que en este sentido el hombre está padeciendo el embate de fuerzas que lo deshumanizan? Podemos, sin duda. Porque es en el área del amor donde mejor se ven los efectos perniciosos de una mundialización hecha para dilatar mercados, para extender dominios, para lucrar sin límites, cuando el propósito de los hombres bienhechores ha sido, siempre, difuminar las fronteras políticas de los estados hasta abarcar en una sola geografía a toda la familia humana. Porque así lo quieran los hombres. Y para que la libre, espontánea y amorosa fusión de sus culturas los conduzca blandamente en esa dirección, para que un interés prime sobre todos los otros: el de la paz y la solidaridad humanas.
Y a quien diga que esto es una utopía, le contesto que sí. Y le inquiero: ¿no han sido utopías los más altos anhelos de los hombres?, ¿cuál de las realidades de hoy no ha sido una utopía ayer mismo?
¿Qué tienen que ver la mundialización de la producción y del mercado, de las ahora llamadas ingenierías financieras, de la información y del dinero, de la cultura y de tantas otras áreas del quehacer humano, con el amor? ¿Es atinado el tratamiento de uno y otro asunto en un mismo texto? ¿Cuál es su interrelación, su mutua acción, su concordia o su discordia? ¿Has errado, Dermardirossian, al dar semejante título al último de tus artículos sobre el hombre y la globalización? Veamos.
La relación del hombre con los otros hombres y con las cosas que lo rodean es una relación de necesidad, de conveniencia y, si se me permite decirlo así, de deseo. Biología, seguridad y anhelo conforman el territorio por el que el hombre transita. Estos no son asuntos que necesiten mayor explicación porque son visibles cotidianamente, en cada instante de la vida, en todos los hombres, en todas las relaciones, en todos los tiempos y lugares. Pero lo dicho, por sí solo, no explica toda la conducta humana, compleja desde luego, imprevisible casi siempre, anhelante hasta el infinito. No hay, es impensable una conducta humana que no esté signada por la afectividad en alguna de sus formas y expresiones. El hombre es un ser afectivo en todas las circunstancias de su vida, en cada acción que acomete, en cada frustración que padece, en cada esperanza que alimenta.
Y a la hora de explicar esa afectividad, esa pasión que le imprime a sus realizaciones, a la hora de nombrar esa particular manera que el hombre tiene de relacionarse con los otros hombres y con el universo que lo rodea, decimos que el hombre ama. Ama la vida, su vida, ama la seguridad, su perduración, ama su cuerpo, teme al dolor y aborrece la fealdad, ama a su compañero o compañera. Ama, ama y ama el hombre. Es su manera de sentir que es él y que dura, que puede durar todavía poblando el mundo de los vivos. (No quiera el lector buscar aquí una definición del amor).
II
Conviene revisar en qué medio y rodeado de cuáles circunstancias el hombre de nuestro tiempo ejercita su afectividad, y en qué medida esas circunstancias condicionan su vida.
No creo que el amor deba servir a los afanes dinerarios o de poder de los hombres, ni creo que sea un sentir subalterno respecto de los deseos materiales. Pero para el examen de la conducta del hombre globalizado, prescindo por un momento de las connotaciones pasionales del amor para mirarlo como un concepto extenso, abarcativo de todas las conductas. En tal sentido es que hablo de globalización y amor. Para que advierta el lector que la transculturación coercitiva de que somos objeto arrasa con los patrones afectivos que son los pilares de nuestras conductas. Que la fuerza arrolladora del capital reconcentrado, presente y omnipresente en el universo humano, no mira en su acción las necesidades del hombre concreto que trabaja, que viste, que enferma, que ríe y que llora, que ama y que odia, no atiende a las necesidades reproductivas de la especie ni pregunta si los hombres siguen alumbrando arte o escribiendo poesía. Ese capital impersonal tiene otros propósitos. Y si para alcanzarlos debe aniquilar sensibilidades, amores y culturas, lo hará; lo hace de hecho, no importa bajo cuáles justificaciones.
III
¿Podemos, entonces, hablar de globalización y amor y decir que en este sentido el hombre está padeciendo el embate de fuerzas que lo deshumanizan? Podemos, sin duda. Porque es en el área del amor donde mejor se ven los efectos perniciosos de una mundialización hecha para dilatar mercados, para extender dominios, para lucrar sin límites, cuando el propósito de los hombres bienhechores ha sido, siempre, difuminar las fronteras políticas de los estados hasta abarcar en una sola geografía a toda la familia humana. Porque así lo quieran los hombres. Y para que la libre, espontánea y amorosa fusión de sus culturas los conduzca blandamente en esa dirección, para que un interés prime sobre todos los otros: el de la paz y la solidaridad humanas.
Y a quien diga que esto es una utopía, le contesto que sí. Y le inquiero: ¿no han sido utopías los más altos anhelos de los hombres?, ¿cuál de las realidades de hoy no ha sido una utopía ayer mismo?