Eduardo Dermardirossian
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Territorios, culturas y lenguas diferentes han separado a unos hombres de otros. Dioses de una y otra clase los han enemistado; mares, ríos y montañas los distanciaron por siglos. Con frecuencia los hombres y los pueblos han transitado la historia recelándose, guerreando y cometiendo atrocidades, algunas de las cuales registra la memoria y otras cayeron para siempre en el saco del olvido. Y para conjurar estas cosas, desde antiguo los hombres han construido muros que los separan de los otros hombres, sin mirar que la humanidad es, precisamente, el conjunto de seres que se reconocen mutuamente.
El hombre no es hombre si no comparte el pan, la tierra, la cultura; en suma, si no comparte la vida con su semejante. “El individuo que rechaza el nexo social, la relación con el otro, dice Marc Augé, ya está simbólicamente muerto”. Igual ocurre con las sociedades cuando se encierran entre muros y rehúyen la relación y el intercambio con los otros. Y en tiempos de hipercomunicación y de migraciones frecuentes es grave que esto ocurra. Peligroso, además.
Los hombres
Lo dicho. El hombre no puede aislarse sin arriesgar su propia condición. Es hombre porque es relación, parte de ese conjunto que la lengua de los españoles ha dado en llamar sociedad. El obispo Berkeley lo enunció magníficamente: “Ser es ser percibido”, dijo. No voy a ensayar aquí unas filosofadas que quizá el lector no consienta. Ni voy a recorrer los caminos siempre sospechados de la metafísica. Voy a decir que así como el hombre no puede pensarse sin una referencia que sea otro hombre, las sociedades no pueden transitar la historia sin espejarse en otras sociedades, sin sentir la suave aspereza de las otras culturas.
Cuando Moisés le preguntó a Dios por su nombre, Él le respondió: “Yo Soy El Que Soy”. Dice Borges que Dios no quiso decir su nombre porque quien poseyera la palabra que lo designa también le poseería a Él. Quizá. Yo conjeturo que al guardar su nombre, Dios no condescendió a ser hombre, no se avino a una relación que por fuerza lo hominizaría. Una lucubración que no viene de la filosofía, quizá sí de la mitología, pero que en cualquier caso nos pone sobre aviso de que ningún hombre es sin ser pensado. Se trata de comprender que la condición humana viene de la sociabilidad, y también que cada grupo social no puede pensarse sin una referencia universal. Sobre todo hoy, cuando los hombres, tras sortear las barreras de la naturaleza, tras saltar sobre los muros que ellos mismos construyeron, están aboliendo las fronteras inmateriales, las únicas que restan para que la familia humana sea sólo una.
Los muros I
Una ligera alusión a las barreras de la naturaleza y a los muros que edificaron los hombres nos permitirá visualizar mejor el tema. De océanos y montañas, de desiertos y otras arideces poco hay que decir: la geografía nos ilustra con holgura y la historia nos dice cómo los hombres sortearon esos obstáculos y se aplicaron afanosamente a construir otros, fruto de su industria.
Ignoro cuáles fueron las primeras barreras que hizo el hombre, pero la más emblemática de la antigüedad es la Gran Muralla China. Construida durante 1000 años a partir del siglo III a.C., recorre 7.300 km. de Este a Oeste. Esta obra consta de una serie de muros que protegían al imperio de los nómadas xiongnu de la Mongolia y de Manchuria.
El Muro de Adriano, de 117 km. de longitud, construido entre los años 122 y 132 d.C. para defender al territorio britano de los pictos, resultó inútil y otra muralla, la de Antonino Pío, fue la que cumplió ese propósito. Y con el nombre de Danevirke se conoce la muralla danesa de 30 km. que en el año 808 empezó a construir el rey Godfredo para defenderse de los francos.
El llamado Muro de Berlín (o de protección antifacista, en la versión RDA), de unos 150 km. de longitud, separó a ambas Alemanias durante 27 años. Primero de alambre de púas, luego fue de concreto con tela metálica, alarmas, trincheras, trescientas torres de vigilancia y treinta bunkers.
En 1983 comenzó a construirse la Muralla Marroquí, un conjunto de ocho estructuras que suman 2500 km. con bunkers y campos minados, para proteger los territorios ocupados por aquel país. También en África, la Valla de Ceuta fue construida por España con alambre de dos filos a un costo de 30 millones de euros.
El muro que Estados Unidos construyó en su frontera con México, ornado con 3000 cruces que recuerdan a otras tantas personas que perdieron su vida al intentar cruzarlo, discurre a lo largo de la frontera Tijuana-San Diego con bardas de contención, iluminación, detectores electrónicos, sensores y equipos de visión nocturna. Un sistema de comunicaciones y una flota de helicópteros artillados completa la barrera.
Y el Muro de Cisjordania (barrera de seguridad, en la nomenclatura israelí) está haciéndose hoy mismo con vallas, alambradas y tramos de hormigón de hasta siete metros de altura. Un severo control militar y sofisticados sistemas de reaseguro completan el sistema.
Otros muros se han construido aquí y allá, pero en homenaje a la brevedad omito su mención.
Los muros II
Con parecidas justificaciones pero con recursos diferentes, las sociedades modernas levantan nuevas barreras para separar a unos hombres de otros. Son las barreras electromagnéticas, informáticas y arancelarias que no pueden derribarse con las armas de antaño. Son los escudos comunicacionales que travisten los acontecimientos, las espías informáticas que todo lo exponen ante los ojos del amo. Esta clase de muro es invisible a los ojos, pero al igual que los otros pretende parcelar el universo humano. Esta clase de muro, que en algunos casos coexiste con los otros, quiere abolir las libertades que la humanidad conquistó a partir de la Revolución Francesa, y los derechos sociales que con tanto esfuerzo se impusieron a lo largo del siglo XX.
Guerra de las galaxias, subsidios agroindustriales, embargos y bloqueos comerciales, operaciones de dumping y endeudamiento forzado, son algunas de las formas en que se manifiesta esta clase de amurallamiento posmoderno. Aún más: el desarrollo simultáneo de los medios de comunicación masiva y de las disciplinas vinculadas al psiquismo humano, hoy permiten inducir las conductas y forzar los hábitos de las sociedades, de manera de orientarlas en una dirección contraria a sus propios intereses. Sofisticaciones que permite el desarrollo de la tecnociencia y que, en último análisis, obran sobre las sociedades como los antiguos muros. Los más de siete mil kilómetros de la Gran Muralla China no rodean el mundo. Las barreras comunicacionales, sí.
Paradoja
¿Cómo puede una humanidad ilustrada edificar su morada y, al mismo tiempo, alentar el encono en los extramuros? ¿Cómo el tener se ha vuelto preeminente sobre el ser, la posesión más importante que la condición? ¿Qué nos hace pensar que las diferencias que quieren consagrar los muros priman sobre las semejanzas que nos anuncia nuestra naturaleza?
Quizá pueda argüirse que el universo humano (y, entonces, sobrehumano y subhumano) siempre fue categorizado, escalafonado. Sobre el hombre estaban los dioses y semidioses, los espíritus de los ancestros, los elementos de la naturaleza, los seres que creaba la cosmogonía; y por debajo estaban las otras especies y también los congéneres menos dotados para el trabajo, para la guerra, para el entendimiento. Quizá estas cosas le han llevado al hombre y a las sociedades a segregarse. No lo sé. Y porque no lo sé, sólo puedo mirarlo como una paradoja.
En cualquier caso, de todas las paradojas ninguna remeda la de los muros. Desde Zenón de Elea hasta Schrödinger, todos pueden explicar esta clase de proposiciones. Pero los hombres que levantan muros de una y otra clase, no. De las contradicciones que mueven la historia de la humanidad, ninguna es tan malévola como la de los muros. Los muros, esas cosas hechas con tanto afán, son, en efecto, la gran paradoja que la humanidad no ha podido resolver todavía.
Nota: Texto revisado y corregido por el autor en octubre de 2009.