Eduardo Dermardirossian
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Creo que alguna vez relaté la fábula de aquellos hombres que encontraron una bolsa repleta de nueces y al no ponerse de acuerdo para repartírselas acudieron al Maestro Nasreddín para que él lo hiciera. Les preguntó el Maestro qué Ley querían que les aplicara, la de Dios o la de los hombres, y todos eligieron la Ley de Dios. Entonces Nasreddín le entregó unas pocas nueces a uno, el resto se lo dio a otro y a los demás les dejó con las manos vacías. Al reprocharle éstos por su decisión, el sabio explicó que es así como Dios reparte los dones, que quizá otro sería el resultado si elegían la Ley de los hombres.
He querido volver sobre esta historia porque, al sernos familiar, puede acercarnos al tema que hoy ofrezco a la consideración del lector: el hombre en relación al universo de leyes que lo rodean. Un universo que por ser arbitrario es más complejo y, si se quiere, más rico que el cósmico. Un universo en el que caben las leyes físicas, morales y religiosas, las del mundo y las del ultramundo, las escritas y las que ha consagrado el uso, las que rigen sobre todos los hombres y las que sólo a algunos se aplican.
Claro que el tema debe mirarse sin escrúpulos leguleyos y con amplitud de miras, para ver qué lugar ocupan los hombres en esa jungla de leyes que los protegen unas veces y los asfixian otras. Y también debe mirarse con profundidad para saber cuál es el linde de lo justo al transgredir las leyes. Porque no se trata de alentar la anarquía y tampoco de resignarse al rigor de los elementos, por eso conviene saber cuál es el límite de la fuerza que podemos ejercer sobre los mandatos y cuál el ámbito de la libertad que consiente nuestra naturaleza. En suma, se trata de trazar con alguna certeza las fronteras de la voluntad y, si es posible, extenderlas más allá de la propia piel, hasta donde sea lícito.
Libertad y seguridad
He aquí el dilema que han afrontado los hombres a lo largo de su historia: todo lo que han ganado en libertad lo han resignado en seguridad, y toda conquista en materia de seguridad ha estrechado los límites de su libertad. En las antiguas balanzas de dos platillos no puede uno subir si no baja el otro; en el toma y daca de los mercachifles la bolsa de uno engrosa tanto como adelgaza la del otro. Libertad y seguridad no son opósitos, lo sabemos, pero no se toleran una a otra sino con unos límites, con unas leyes. Son las leyes que trazan las fronteras de los hombres, las que les castigan con alguna penalidad cuando las infringen.
Estas leyes son de diferentes clases y aquí voy a hablar de tres de ellas: las que vienen de la física, las que nos impone la biología y las que resultan de la voluntad y del imaginario colectivo.
Las ciencias físico-matemáticas y sus subespecies, la astrofísica y la física nuclear, enuncian un conjunto de leyes que algunas veces no pueden ser resistidas por los hombres y otras veces sí. La ley de gravedad, por ejemplo, no puede ser derogada, pero el hombre ha podido resistirla con la balística y la aeronavegación. Las leyes que rigen las estructuras atómicas y subatómicas están más allá de todo gobierno, pero la ciencia las utiliza poniéndolas al servicio de la medicina, de la generación de energía y de las actividades militares.
Por su parte, las leyes de la biología remiten al ciclo de nacimiento, desarrollo y muerte. La ciencia moderna ha logrado controlar algunas etapas de este ciclo, modificando el primero (en la producción agroganadera, en el control de microorganismos, etcétera). La instancia del desarrollo también ha recibido los parabienes de la ciencia, y la medicina es un ejemplo de ello. Y el ciclo final, el de la muerte, se ha retardado notablemente.
Estas son leyes que se explican por la necesidad de un orden, de un equilibrio cósmico y biológico y no pueden ser derogadas; tan sólo pueden encausarse en algunos casos, sin modificar su ciclo.
No así, las leyes sociales (morales, religiosas, jurídicas) encuentran su fundamento en el interés que tienen los hombres de organizar sus relaciones mutuas. En todos los casos son creaciones humanas, productos de la historia e hijas del arbitrio. Por eso mudan a lo largo del tiempo y en cada lugar del planeta, y con frecuencia plantean cuestiones de difícil resolución sobre las cuales hasta el fin de los tiempos debatirán los teólogos y políticos, los moralistas y relativistas, los jusnaturalistas y positivistas. Así y con todo, son asuntos que consienten algunas reflexiones comunes porque presentan, como dije antes, un rasgo: el de la puja permanente entre libertad y seguridad.
En tal sentido, las leyes sociales, sean mundanas o divinas (Código de Hammurabi, mandamientos que Moisés bajó del monte, El Corán, cualquiera de las normas del derecho moderno), construyen un marco dentro del cual los hombres habitan con más o menos contento, pero con chances de transgredirlo. El soldado con su fusil y el aviador con su máquina de volar pueden resistir la ley de gravedad pero no abolirla; el enfermo puede diferir su muerte pero no evitarla para siempre. En cambio, cualquiera de ellos puede transgredir las leyes de la moral, de su religión o del sistema jurídico y nunca más cumplirlas; aún más, puede derogarlas por el uso o por un acto de voluntad colectivo.
En este tríptico normativo la especie humana encuentra los límites de su vida, lo que equivale a decir que encuentra las fronteras de su libertad, la barrera última de sus afanes. Pero con la advertencia de que cuando consigue controlar o abolir unas leyes, otras vienen a reemplazarlas estrechando más y más su albedrío.
Paradojas, siempre paradojas
Creo que el gusto por la vida viene de su naturaleza paradojal. Suelo decir que aún cuando los hombres se saben mortales, se aferran a la vida y a nada resisten tanto como a la muerte. Quizá es por esta razón que la ciencia busca sin descanso derribar sus propias fronteras, que son las fronteras de la ignorancia, en procura de una quimera, la del saber, la que Platón puso en boca de su maestro. Sócrates, a diferencia de los otros habitantes de la polis, sabía que no sabía, y esa única ciencia alentaba su espíritu inquisidor.
El tiempo es el más prolífico constructor de paradojas. Desde los primeros registros de la historia hasta las más modernas inquisiciones de la filosofía y de la ciencia, los hombres han construido sus paradojas con la sustancia del tiempo. Aún más: han vivido quitando de aquí para agregar allí, siempre combinando dosis variables de libertad y de seguridad, como alquimistas que buscan la fórmula final a sabiendas de que es una quimera. Y así, mientras se resignaron a las leyes de la naturaleza, jugaron a ser dioses con las otras leyes, creando nuevos órdenes y aboliendo los viejos.
Lo digo en otros términos: el título de estas anotaciones anuncia por sí mismo una paradoja, la del hombre que anhela la libertad pero construye y reconstruye el cerco que la limita. Como el niño que trabajosamente edifica un palacio con la arena de la playa y pronto lo destruye, como el que junta heredad sobre heredad y termina siendo esclavo de ellas, en todas las edades de la historia el hombre ha construido paradojas. Y la mayor de ellas es la de las leyes.
Nota: Texto revisado y corregido por el autor en noviembre de 2009.