Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com
“De chiquilín te miraba de afuera / como a esas cosas que nunca se alcanzan; / la ñata contra el vidrio, / en un azul de frío, / que sólo fue después, viviendo, / igual al mío...”
Es justo iniciar estas líneas con los memorables versos de Discépolo, aquel apóstol del tango que retrató el alma del Buenos Aires profundo.
Como todos los porteños nacidos en la primera década del siglo pasado, en esto soy ducho. Frecuenté esos templos profanos que olían a café y a tabaco antes de que cayeran bajo el embate de la modernidad, resignando su calor a las fluoescencias de los american bar. Filosofadores advenedizos, bohemios que ilustraban su sobaco con algún libro de Oliverio Girondo, atorrantes pintorescos y compadritos que peinaban lacio, todos fueron víctimas de la impiedad de los tiempos.
Este poco de nostalgia sirve para afectar sapiencia y para presumir que las canas ornan las cabezas más que el gel irreverente de los muchachos de ahora. Pero hasta aquí, no más, porque la demasía en estas cosas lo expone a uno a ser motejado de cavernario.
Vengo a hablar de los bares que sirvieron de refugio a los varones que habitaron estas costas, algunos de los cuales todavía resisten la modernidad. De los bares porteños y de los de tierra adentro, de los que lucían algunas galas y de los modestos. De los servidos por gallegos y de los que toleraron el patronazgo de algún italiano o polaco o (conozco el caso) japonés que desembarcó en tierra tanguera cuando el viejo mundo se devoraba a sí mismo.
La madera filosofal
Hoy las mesas de discusión quieren ser redondas para afectar democracia. Las de los antiguos bares solían ser cuadradas, de madera elemental (luego los american las harían laminadas en plástico, con los pies cromados). Los lados de ese cuadrado marcaban el sitio desde donde cada quien decía su discurso, ora con palabras enfáticas, ora con monosílabos o con silencios envenenados por el humo de los cigarrillos. Ese maderamen era el testigo obligado de las discusiones más apasionadas: Dios y el universo, la vida y la muerte, la política, las mujeres, el fútbol, todos eran temas que se disecaban en ese cenáculo de libadores para arribar a ninguna conclusión. Pero también para intercambiar los afectos que hoy se inmolan en el altar de la tevé o en los laberintos de Internet.
Las generosidades de la ciencia y de la tecnología son bienvenidas, desde luego; pero hubiera estado bien que llegaran sin abolir la calidez de las costumbres y sin derribar aquellos refugios de nuestra cultura urbana. Me dicen que el moderno Japón lo ha hecho así, y que tras décadas de escarnio y de olvido los viejos bares de París y de otras ciudades europeas están recuperando la saludable costumbre de filosofar en ellos.
“Me diste en oro un puñado de amigos / que son los mismos que alientan mis horas”, dice el apóstol en unos versos célebres. Y no se equivoca, porque los bares eran lugares donde se cultivaba la amistad y se contaban las cuitas, más aún que en los confesionarios de las iglesias. Y luego agrega: “En tu mezcla milagrosa / de sabiondos y suicidas / yo aprendí filosofía”. Se refiere a la filosofía cafetinesca que se profesaba entre humos y confidencias y que acercaba, aún en las discusiones más acaloradas, a los habitués de ese mundo cambalachesco.
No vengo a hacer la apología de lo poco ni a desdeñar los muchos favores que la modernidad le ha prodigado a los hombres, porque mi generación más que ninguna otra debe valorar ese progreso. Vengo a subrayar cuán distante está ese Buenos Aires cansino de este otro acosado por el tiempo.
Ciertamente, los viejos bares sirvieron de aguantadero a los marginales y de refugio a tahúres* y camanduleros, pero no puede negarse que también acunaron a artistas e intelectuales que dieron lustre a la cultura urbana. Ese era un submundo holgazán y a veces delincuente, sí; pero también era un modelo de vida que no se había dejado devorar por el vértigo ni arrastrar por los vientos extranjerizantes. Los cafetines de la ciudad eran “lo único en la vida / que se pareció a mi vieja”, templos paganos presididos por dioses que habían envejecido en sus mesas y en su estaño.
El estaño del compadrito
Otra subespecie que frecuentaba los viejos bares porteños era la del compadrito, “tipo popular, jactancioso, provocativo, pendenciero, afectado en sus maneras y en su vestir”, según la feliz definición del diccionario de la lengua. Era un personaje que desde el mostrador desafiaba en elegancia y coraje a los pacíficos pobladores de las mesas. Acodado en el estaño, relojeando con fingida displicencia a los demás y con el infaltable cigarrillo entre los dedos, cultivaba la soledad. Podía amistar con los de las mesas, pero ese no era su oficio.
Los compadritos de primera generación fueron hombres de fierro y pendencia y de ellos habló Borges en poemas y cuentos memorables. Los que yo conocí habían moderado sus ímpetus cuchilleros y vestían ropas pulcras, elegantes algunas veces. Tenían parada en un solo bar al que le eran fieles, a diferencia de los filosofadores y los futboleros que podían mudar su paradero. El compadrito era un autista que no miraba mucho más allá del ala de su sombrero.
“En la timba de la vida / sos un punto sin arrastre / sobre el naipe salidor”, lo definió Cadícamo; y en verdad el compadrito sólo le aportó su estampa al bar, se agotó en su propia pinta y desapareció bajo los escombros de la última posguerra.
Salón familias
Dije que a los bares sólo iban los varones, salvo que los medianamente atusados solían destinar un sector para quienes acudían en compañía de mujeres. Era el salón familias, separado del resto con una boiserie de metro y medio o con vitrinas que exhibían licores. Ahí las mesas estaban cubiertas con manteles para agasajar con alguna fineza la presencia de las congéneres de Eva. Luego los tiempos se burlarían de esa cursilería y los bares abrirían sus puertas a todos sin distinción y esos arbitrarios escaparates caerían uno a uno.
En verdad, ese engendro que quería abolir el carácter exclusivamente varonil de los bares estaba destinado a desaparecer. Fue un invento infeliz, porque las damas que entre sí o en compañía de caballeros querían reunirse fuera de casa lo hacían en las confiterías, remedos surrealistas de los bares, que finalmente se multiplicarían y transformarían a estos, degradándolos hasta su actual condición civilizada y acuosa.
La mala fama
Es preciso reconocer que entre las gentes de buenas costumbres y de algún linaje los bares no gozaban de buena reputación. Tampoco entre los esforzados inmigrantes que, con muchas esperanzas y ningún dinero, habían desembarcado en estas tierras para reedificar sus vidas. Aquellos miraban de soslayo a la bohemia anarquizante o socializante que se congregaba en los bares, estos reprochaban el tiempo que ahí se malgastaba en ocio, en desmedro del trabajo y del salario que se precisaba para vivir.
Porque, volviendo a Discépolo, en los bares la Biblia lloraba contra un calefón y maridaban don Chicho y Napoleón, Carnera y San Martín. Esa mixtura controversial desafiaba las reglas de la sociedad pacata de entonces y arriesgaba los cuidados y las previsiones de los inmigrantes que por entonces llegaban a raudales.
Hoy, cuando el flujo inmigratorio ha cesado y muchos de esos reductos han sido derribados o cedieron al imperio de la moda, cuando son más bien parte de la historia, nos permitimos recuperar algunos de los bares que subsisten (notables se les llama) y hasta organizar peregrinaciones que, partiendo de algún templo de San Telmo y pasando por un shoping baratero, recalan for export en algún bar lustroso, como el abrigo que los muertos llevan a la tierra.
Pero sería injusto terminar así estas líneas. Porque los hombres y los bares también debían cambiar con los tiempos, como todas las cosas. La segunda mitad del siglo pasado, al tiempo que mudaba el espíritu de sus bares, también los democratizaba, cada vez más los hombres y mujeres de todas las condiciones poblaban sus mesas. Y hoy, aún cuando los constructores de utopías y los hacedores de arte se han refugiado en otros sitios, todavía nos queda el recuerdo de esos vahos de café, de esos humos irreverentes que nos regalaron las páginas más lucidas de la literatura y del pensamiento rioplatense.
* La edición 2001 del Diccionario de la Real Academia Española dice que la voz tahúr viene “del árabe takfūr, y este del armenio tagevor (¿takavor?), título de los reyes de esta nación posteriormente con valor negativo por sus difíciles relaciones con los cruzados”.
Nota: Texto revisado y corregido por el autor en marzo de 2010.