Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com
Cierta vez escribí un artículo bajo el título El hombre y el dinero. En él aventuré la utopía de un mundo donde no existe el dinero. Porque, dije entonces, de ser ello posible quedará abolida la explotación de unos hombres por otros y la humanidad en su conjunto aplicará toda su energía a asuntos concordantes con su naturaleza, aproximándose a la meta de la felicidad(1).
La difusión que los medios le dieron a ese artículo no me halagó menos que las reacciones a favor y en contra que suscitó. Unos suscribieron con entusiasmo aquella ensoñación y celebraron la chanza que le sirvió de sustento, la de imaginar el paraíso prometido como un lugar igual a este mundo, con la sola diferencia de que ahí no existe el dinero. Otros me reprocharon el dislate por ser impracticable, imposible de ser trasladado a la realidad. Y los más dijeron que si fuera abolido el dinero otros artificios vendrían pronto a reemplazarlo. Creo que estos últimos no comprendieron el sentido utópico de mi presagio.
Pero puede acompañarme tranquilo el lector porque hoy no vengo a defender aquella divagación. Vengo a hablar de los hombres y los dineros, entendiendo por dineros a esas invenciones de los hombres que tienen, al decir de Fernando Savater, la diabólica capacidad de reproducirse a sí mismas. Y el plural me sirve para abarcar todas las formas de esa invención, las que valen por sí y las que valen por lo que simbolizan, las de metal y las de papel, las tangibles y las intangibles, las de distintas denominaciones y variados valores y las que circulan como común denominador del poder. El peso, la libra inglesa, el marco alemán, el yen, el moderno euro comunitario y el entrecano dólar, omnipresente y todavía todopoderoso. Y aun otras curiosas formas de dinero que mencionaré brevemente.
Los dineros y las virtudes
El diccionario de la lengua, en su quinta acepción, define la virtud como integridad de ánimo y bondad de vida. Nombra a la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza como las cuatro virtudes cardinales; y nombra a la fe, la esperanza y la caridad como las tres virtudes teologales.
El ejercicio que hoy me he propuesto quiere hallar una relación entre esas virtudes y las varias clases de dinero que desvelan a los hombres. Quiere averiguar si este motor de la vida, que es el dinero, tiene alguna familiaridad con las cualidades que tenemos por buenas, o si, por el contrario, conspira contra ellas.
¿Pero no es excesivo hablar de virtudes cuando lo que se quiere saber es qué relación existe entre los hombres y los dineros? La pregunta no puede ser respondida sino con alguna audacia. Desempolvar el espejo para que nos devuelva una imagen fiel de nuestro rostro es importante en esto. Si nos apeamos del vértigo no tardaremos en ver la íntima relación que existe entre el dinero y las virtudes teologales, aquellas cuyo objeto es Dios, según lo dice el diccionario y lo predican los doctores de la Iglesia. Porque la fe, la esperanza y la caridad han mudado su paradero y hoy se hospedan en la misma casa donde el dinero ocupa el cuarto más amplio.
La modernidad nos impone aceptar el dominio del dinero como un artículo de fe. La revelación divina que predicaban los santones y los teólogos hoy se ha devaluado, y el dinero, en sus múltiples formas, es objeto de las mayores devociones. La esperanza, por su parte, es un estado de ánimo que nos presenta como posible lo que deseamos (¿qué dones esperamos que Dios nos conceda que no se adquieran con dinero?). Y la caridad, “amar a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo como a nosotros mismos”, ¿no resulta irrisoria en esta estación de la historia y de este lado del mundo?
Quiero que el lector me entienda: no estoy cuestionando las virtudes teologales ni juzgando a los hombres, ni siquiera a su invención más ilustre, el dinero. Estoy señalando el hecho de que éste ha ocupado un lugar eminente en la vida moderna, aun más eminente que las propias virtudes. Y entonces la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza, virtudes que otrora eran tenidas por cardinales, hoy son tributarias de los dineros que se acumulan aquí y allá, a la vista o soterrados, tangibles o virtuales, que calientan como el sol pero, a diferencia de él, sólo lo hacen en algunos feudos. Y el dólar norteamericano, canon del dinero, lo hace en nombre de Dios: In God we trust reza en una de sus caras, nosotros confiamos en Dios.
El oscuro George Gissing
Merece leerse esta cita de Bertrand Russell, filósofo, matemático y pacifista inglés.
“Entre los muchos novelistas sombríos de la escuela realista, acaso el más lóbrego sea Gissing. Como todos sus personajes, vive bajo el peso de una gran opresión: el poder del temido y, sin embargo, adorado ídolo del dinero. Una de sus novelas típicas es ‘El rescate de Eva’, donde la heroína, con varios subterfugios vergonzosos, desprecia al hombre pobre a quien quiere, para casarse con el hombre rico, cuyas rentas desea aún más. El pobre, dándose cuenta de que las rentas del rico le proporcionan a la joven una vida mejor y de más categoría que la que podría proporcionarle su amor, decide que ella obró muy bien y que él merece ser castigado por su falta de dinero(2)”.
Dice Russell que el dinero domina a los hombres y exige de ellos una impersonal adoración, y que esa adoración va unida a la conciencia de derrota interior. Y concluye: “En el mundo moderno, en general, la miseria de la vida es lo que ha promovido la religión de los bienes materiales, y la religión de los bienes materiales ha acelerado, a su vez, la miseria de la vida con la cual medra”.
“Q” se ha dado en llamar a una especie de moneda virtual que está amenazando a la moneda tangible de la pujante China. Su valor es parejo al del yuan, lo que representa 0,13 dólares ó 0,10 euros (según cotización que ya no es nueva), y es usada para la compra de servicios y productos por medio de Internet. Tal es la salud de que goza esta divisa que ya se la utiliza en las transacciones corrientes y hasta para el pago de salarios en algunos casos, lo cual ha decidido al Banco Popular de China, que oficia de organismo de regulación monetaria, a controlar su uso. Creo que este ejemplo, traído de un país que promete ocupar el centro de la economía mundial en una o dos décadas, ilustra sobre la potencia del dinero en sus diferentes formas.
Desde luego, para tener una idea acabada del dominio que ejerce el dinero sobre los hombres debemos hablar de los canales por los que fluye y de cómo su hiperconcentración ha trazado una nueva geografía del poder, relegando a la democracia a un ejercicio poco más que ritual. Pero esos son asuntos políticos que me he propuesto soslayar en estas anotaciones. Vamos, pues, a cosas más amables.
La capa de Nasreddín
Cuenta la leyenda que Nasreddín entró sigilosamente a palacio y ocupó un lugar en la mesa donde se servía un banquete. Como sus ropas eran pobres y raídas nadie se dignó saludarle ni sentarse cerca de él. Entonces fue a su casa, se vistió con una primorosa capa bordada con finos hilos de oro y volvió a palacio para ocupar el mismo sitio. Y todos se acercaron a él pujando por ocupar los asientos más próximos y le saludaron con reverencia. Y él se preguntó: ¿sabrán estos señores que es mi capa la que merece tales honores?
Así, el dinero ocupa un lugar eminente entre los hombres. Es objeto de adoración quienquiera lo posea y comoquiera que haya sido obtenido. El dinero es el asiento del poder y el instrumento de dominación en todos los ámbitos, desde el familiar hasta el comunitario, desde el nacional hasta el mundial. Es la cosa por antonomasia, el mayor de los atributos, el gran disimulador de fealdades. También el ornamento de los altares donde se elevan plegarias a los dioses. El dinero es la capa que a Nasreddín le hizo merecedor de halagos y reverencias.
¿Qué otras historias habría inventado ese viejo maestro que visitó el mundo hace ya siete siglos si hubiera conocido los dineros que se atesoran en minúsculos chips bajo la especie de números binarios? ¿Qué enseñanzas nos habría dejado si supiera que alguna vez tendríamos dineros de la misma sustancia que nuestras almas, intangibles, invisibles, que tan pronto están aquí como ahí, que recorren el planeta en el tiempo que dura un parpadeo?
(1) El artículo fue publicado el 23 de junio de 2000 en Heráclito Filosofía y Arte y de ahí lo tomaron otros medios de lengua hispana.
(2) Bertrand Russell, Escritos Básicos - La propiedad, Editorial Planeta, Barcelona 1985, T. II, p. 423, trad. Aníbal Froufe.
Nota: Texto revisado y corregido por el autor en julio de 2010.