Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com
Si alguna vez creíste que leer el diccionario es una tarea latosa, no te equivocaste. Porque a menos que seas lexicólogo o acudas a él para la consulta, el diccionario te ofrece un conjunto caótico de palabras que se suceden sin otro orden que el alfabético. Es un catálogo amado pero tedioso, culto y profano, tan útil como palabrero.
Así y todo, voy a iniciar estas anotaciones con una excursión por el Diccionario de la Real Academia Española prefiriendo su 22° edición, la última, para fatigar algunos de sus vocablos. Y aún cuando el tema que hoy me ocupa habita el extenso territorio de la filosofía y de la política, deliberadamente prescindiré de los diccionarios especializados para arrastrar estas cuestiones arduas por caminos pedestres. Diré mi parecer sin la pesada tutela de los sabedores.
Puedes, lector, acompañarme en este breve periplo o abandonarme a la soledad que siempre arriesga el escritor. Recorrer conmigo este camino de papel y de tinta o apearte ya. Yo creo que estas cosas también son tus cosas, que vale la pena revisarlas alguna vez, que mi escasa erudición no me cierra el camino y que juntos podemos abordar las cosas viejas de toda vejez.
Definiendo vocablos
Sobre el bien y el mal hablaré en estas columnas. También sobre el poder y el dinero. Consulto, pues, el catálogo hablatorio de la lengua española prefiriendo las acepciones que convienen a mi propósito.
De las diecisiete acepciones de la voz bien, recojo la cuarta: “En la teoría de los valores [el bien es] la realidad que posee un valor positivo y por ello es estimable”. Valor que preside la ética, el bien es estimable porque afirma la creación y se manifiesta como la cualidad que perfecciona las cosas. Por eso es incondicionado, extenso e incorruptible: no admite mandato, no tiene límites, no muta. Existe por sí, con independencia de su opuesto, el mal.
En cambio, cuando el diccionario da cuenta del vocablo mal, en su segunda acepción lo presenta como “lo contrario al bien, lo que se aparta de lo lícito y honesto”. El mal se define por el bien en cuanto supone su ausencia. Una definición exclusiva que, por lo demás, acude al orden normativo (habla de licitud) y al relativismo moral (habla de honestidad, valor mutable). En la segunda entrada el diccionario reafirma el carácter normativo del mal por ser “contrario a lo que es debido”: De esta manera, para la Academia ibérica el mal no es un disvalor en sí sino la mera ausencia del bien o el resultado de su negación.
Tomo dos acepciones del vocablo poder, la primera de la 22° edición y la primera del avance para la 23° edición. Aquella lo explica así: “Tener expedita la facultad o potencia de hacer algo”. Descripción abarcativa que emparenta con la teoría política, creo desafortunado que se haya decidido excluirla de la edición que se hará en 2011. La otra nos anticipa que el poder es el “dominio, imperio, facultad y jurisdicción que alguien tiene para mandar o ejecutar algo”. Yo tengo mi propia definición del poder, tan abarcativa como conviene a mi propósito de este día: Poder es la facultad de hacer.
El diccionario fue avaro cuando busqué la palabra dinero porque de las ocho acepciones ninguna me auxiliaba en la tarea. Entonces acudí a la voz moneda, cuya tercera acepción puede serme de alguna utilidad: “Instrumento aceptado como unidad de cuenta, medida de valor y medio de pago”, es decir, unidad que le asigna valor a las cosas posibilitando su intercambio. El libro panhispánico del buen decir amplía este último concepto al explicar la moneda fiduciaria como “la que representa un valor que intrínsecamente no tiene”, y la moneda divisionaria como “la que equivale a una fracción exacta de la unidad monetaria legal”. Así, el carácter simbólico de la moneda y su divisibilidad aritmética son conceptos traídos de la realidad que, según veremos, explican mi peregrina teoría sobre el bien y el mal.
Dios y el Demonio
Si toleraste hasta aquí el árido tránsito por el diccionario, ahora, lector, te invito a discurrir por los dominios más amables de las religiones, de la literatura y del cine.
No obstante su evolución a través del tiempo, el hombre no ha podido despojarse de su condición dual. Aún más, al apartarse de la naturaleza y arriesgarse en el laberinto de la razón construyó doctrinas que instalaron el conflicto en el centro mismo de la vida. Heráclito fue el gran sistematizador de esta concepción bipolar que la historia documentó hasta la formulación dialéctica de Hegel. Pero dejemos pronto las arideces de la filosofía para mostrar algunos ejemplos de dualismo.
Dios y el Demonio son paradigmas del dualismo. Fuerzas motoras de la vida y gobernadores supremos de la muerte, uno y otro son opciones excluyentes, opósitos irreconciliables y substancia de todas las cosas. En el teatro de la vida se encarnan como el hombre y la bestia, como David y Goliat, como el héroe y el villano.
A diferencia de las más antiguas religiones y mitologías en las que un personaje era una y otra cosa a la vez, bueno y malo, piadoso y cruel, dadivoso y avaro, en el judaísmo, el cristianismo y el Islam el bien y el mal son atributos que se excluyen mutuamente. En estas devociones monoteístas Dios es infinitamente bueno y el Demonio infinitamente malo, lo cual es congruente con la creencia de que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, y también con el dogma del pecado original inducido por el Demonio.
Esta bivalencia teologal que paradójicamente nos legó el monoteísmo (un dios bueno y un dios malo, separados uno de otro y omnipotentes ambos porque no pueden destruirse mutuamente), se ha manifestado en la literatura con más fuerza que en las otras artes; y modernamente en el cine, arte-espectáculo que muestra la lucha del bien contra el mal como ninguna otra actividad humana. Algunas veces esa lucha se presenta dentro de una misma conciencia, como puja entre dos poderes que la habitan y la nutren, otras veces se presenta en personajes diferentes que luchan para que el espectador prefiera.
Realidad y utopía
Así, he merodeado alrededor del bien, del mal y del poder. Resta, pues, examinar qué lugar ocupa el dinero en esta comandita, establecer su relación con esa dualidad que ha desvelado al hombre desde que se separó de su ancestro simiesco.
Me parece que el dinero, ese símbolo del valor, ese recurso que permite acopiar en unas manos el trabajo realizado por otras manos, es la causa principal de la transmutación alternativa del bien en mal y del mal en bien. Porque a poco que miremos en las vidas nuestras y las de nuestros vecinos vamos a ver la verdad de esto. También si revisamos la historia sin ideologismo.
Cierta vez ofrecí una utopía para azuzar a mis lectores. Ahora vuelvo a hacerlo en términos parecidos: ¿Puede concebirse un mundo donde no exista el dinero?* Porque de ser ello posible quedaría de hecho abolido el mal, al tiempo que la humanidad aplicaría su energía a acciones concordantes con su condición, aproximándose a la meta de su felicidad.
* Entre filosofadas y chanzas que gastábamos entre amigos, dije que la única diferencia habida entre el paraíso y la tierra es que ahí no existe el dinero, como aquí. Dije que esa sola diferencia es tan decisiva que no ha menester otro requisito para que la humanidad sea feliz. Luego esta idea la incorporé en algunos de mis juegos literarios. Mero divertimento. Pero creo que aún así puede ser ilustrativo. Sabemos los hombres que moriremos. Pero, paradójicamente, es porque resistimos esa muerte inevitable que impulsamos el motor de nuestra vida. Similarmente, las utopías son construcciones nacidas de los anhelos que pocas veces se hacen realidad, pero aún así impulsan nuestras vidas y le dan un sentido que excede su valor biológico.