Eduardo Dermardirossian
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Hay recuerdos que nacen con nosotros. O casi. Hay cosas que adquirimos en los primeros años de nuestras vidas, desde que empezamos a discernir lo uno de lo otro. Esas cosas son nuestra segunda naturaleza, enseñanzas que por habernos alcanzado desde el principio, nos acompañarán mientras transitemos la vida. O casi.
Son rasgos culturales fuertes que no querrán abandonarnos y que con frecuencia subyugarán nuestra razón, sentires que nos modelarán tanto como nuestras huellas genéticas. Un caudal arrollador que nos marcará a fuego, nos seguirá hasta el fin como el nombre que nos dieron, como la lengua que nos enseñaron. He aquí una matriz cultural que nos aprisionará y a veces oscurecerá nuestro entendimiento y nos remitirá al medioevo de las ideas.
Dicen los cofrades de Freud que estas marcas son indelebles. Quizá sea un exceso, quizá sean malformaciones ideológicas de los psicófilos y sólo seamos cautivos de nuestros genes. Quizá -otra vez quizá- estas sinrazones sólo sirvan para expurgarnos y para eludir responsabilidades. Pero más allá de todo exceso, sin duda en la niñez fuimos arcilla blanda y adquirimos las formas de nuestros moldes familiares y sociales, formas que sólo podremos cambiar con esfuerzo y, a veces, forzando gratitudes.
No quiero hablar desde lo personal. Quiero ser amplio para que mis palabras lleguen a todos los lectores, cualesquiera sean las ideas que profesan. Su acuerdo o su disenso serán regalos igualmente valiosos para mí, y su indiferencia será el castigo. Voy, pues, a las cosas.
Sobre gulas y dogmas
Lo que es rico no hace mal, decía mi amigo más obeso cuando el plato apetecido estaba a su alcance. Sabía que su sentencia era vieja, pero la picaba y replicaba y comía hasta el hartazgo, hasta soltar el cinto para liberar su vientre. Sólo entonces recuperaba la cordura y juraba que nunca más atentaría contra su salud. Y cumplía ese juramento por el resto de la noche. Así, pues, la gula del comilón da tregua, concede unos intervalos lúcidos que duran tanto como la hinchazón del vientre. Pero la gula ideológica no tolera la luz, no da tregua, te mantiene en la penumbra. La gula ideológica, más conocida como dogmatismo o fundamentalismo según se la refiera a la política o a la religión, tiene su catecismo en esas primeras enseñanzas, en esa segunda naturaleza que quiere acompañarnos hasta el fin.
Conozco gentes así (¿quién no?), golosos de buen comer y dogmáticos de mal pensar; unos, prontos soltadores de cintos, otros, lerdos para entender razones. Unos y otros enemistados con la verdad y angurrientos comedores de sus propias heces.
Y conozco de cerca a quienes, subestimando la historia y desoyendo los ires y venires de la política, no resignan un ápice del bagaje que recibieron de sus padres o del medio social que los cobijó y les dio abrigo y pertenencia. Ellos voltean y voltean en círculos alrededor de una porfía, baten el parche de los viejos tambores y desempolvan los íconos que adoraron sus abuelos y trasabuelos. Devotos de sí mismos, se enamoran de sus ombligos y cultivan en terrenos áridos. Se engañan y, engañándose de esta laya, te mienten con toda sinceridad. No saben que sus ideas y sus anhelos yacen en el basurero de la historia y por eso viven de espaldas a la realidad, ajenos al presente. Estoy hablando de unos y de otros, de blancos y de negros, de rojos y amarillos. Estoy hablando de cómo la segunda naturaleza de los hombres puede derrotar a la razón y negar la verdad.
Sobre necrófilos y nigromantes
Uso la palabra dogma según la primera acepción del mataburros: Proposición que se asienta por firme y cierta y como principio innegable de una ciencia. Y ciencia es el conjunto de conocimientos obtenidos mediante la observación y el razonamiento, es el saber, la erudición. De suerte que ningún saber puede ser dogmático, ninguna ciencia es definitiva. Todo sistema de conocimientos debe resistir la experimentación y la comprobación. Si no las resiste y se proclama autosuficiente, entonces está fuera del territorio del saber, es una devoción, un acto de fe, una porfía. Es un dogma. Y mientras no lo arrojemos lejos opacará nuestra visión, diluirá la razón y nos expondrá a frustraciones.
A diferencia de un argentino ilustre, yo creo que las ideas pueden morirse. No sé si cometo un sacrilegio al hablar así, pero creo que hay un cementerio de las ideas donde descansan en paz los trastos viejos de las ciencias, de la política, de las religiones y de las modas. Y creo que hay un lugar refrigerado donde por algún tiempo se guardan esos vejestorios a la espera de que alguien los reclame, un creyente, un fiel, un devoto u otra clase de deudo.
Revisar las certezas que siempre nos acompañaron puede saber amargo, puede despertar sentimientos de desencanto. Derribar castillos trabajosamente construidos a lo largo del tiempo y al calor de la lucha puede parecer una ingratitud. ¿Pero qué otra cosa puede hacerse cuando la realidad nos manda levantar la picota y allanar el suelo? ¿Quién viste al neonato con las ropas de su abuelo? Hay que poner las ideas en la fragua de la verdad, someterlas a prueba y abandonarlas si no resisten el exorcismo. No hay impiedad en esto, no hay ingratitud.
Lo demás, lo que cae de la mesa de los comensales, es el excremento de la historia que sólo puede agasajar a los necrófilos y a los nigromantes.
Sobre resurrecciones y otras encarnaciones
En la pasada primavera el azar quiso reunirme con dos personajes bien diferentes y bien parecidos. Diferentes por el objeto de su devoción: uno católico a rajatabla, escrupuloso practicante de las mandas vaticanas, sobre todo de las preconciliares; el otro, libremercadista hasta el tuétano, llegó a decir que las enseñanzas smithianas tenían una correspondencia con la verdad cercana a la de la aritmética. Y parecidos por la devoción con que abrazaban sus respectivas convicciones; con uno y otro podías reflexionar sobre variadas cosas, con tolerancia y benevolencia pesaban y sopesaban razones. Pero si los contrariabas, desenvainaban sus espadas.
Yo no creo que ellos sean representativos de sus partidos, pero es cierto que en lo personal cada uno había incorporado a su haber unas certezas que no quería exponer al análisis. Ambos habían sido arcilla blanda, uno del catolicismo duro y el otro del liberalismo a ultranza, y su capacidad de percepción de la realidad estaba aniquilada, su libertad de pensar estaba abolida. El presente de ambos atrasaba. Segunda naturaleza que a dos seres sustancialmente iguales los hacía radicalmente diferentes.
Y aun cuando pude amistar y querer bien al católico y al liberal, un límite había entre nosotros. Ese límite era más estrecho para mí. Ellos compartían la certeza de estar ciertos y a mí me amonestaban a dos voces por ser pragmático (sic). Era preferible el dogma a la realidad, la certeza a la búsqueda. Pero algo quedó más allá del afecto: me enseñaron a no aprender de ellos.
Ya comprendes, lector, que no descalifico a uno ni a otro. No podría hacerlo. Que ambos sean bienvenidos al banquete de las ideas. Mi propósito es señalar el desatino de quienes se sienten saciados dentro de sus pequeños mundos sin siquiera sospechar que más allá hay quienes piensan, sienten y anhelan otras cosas.
Creo que cada instante se agota en sí mismo, que el agua del río siempre es otra, que, como lo enseñó Heráclito, el sol es nuevo cada día. Creo que no hay redentores mundanos ni ultramundanos, tampoco encarnación ni resurrección de lo viejo. Por eso conviene sacudirse el polvo de los hombros, arrojar las excrecencias de la historia y mirar con ojos nuevos cada cosa, inaugurar la vida cada día, derribar murallas y ensanchar la mesa.