Globalización y amor

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

I

¿Qué tienen que ver la mundialización de la producción y del mercado, de las ahora llamadas ingenierías financieras, de la información y del dinero, de la cultura y de tantas otras áreas del quehacer humano, con el amor? ¿Es atinado el tratamiento de uno y otro asunto en un mismo texto? ¿Cuál es su interrelación, su mutua acción, su concordia o su discordia? ¿Has errado, Dermardirossian, al dar semejante título al último de tus artículos sobre el hombre y la globalización? Veamos.

La relación del hombre con los otros hombres y con las cosas que lo rodean es una relación de necesidad, de conveniencia y, si se me permite decirlo así, de deseo. Biología, seguridad y anhelo conforman el territorio por el que el hombre transita. Estos no son asuntos que necesiten mayor explicación porque son visibles cotidianamente, en cada instante de la vida, en todos los hombres, en todas las relaciones, en todos los tiempos y lugares. Pero lo dicho, por sí solo, no explica toda la conducta humana, compleja desde luego, imprevisible casi siempre, anhelante hasta el infinito. No hay, es impensable una conducta humana que no esté signada por la afectividad en alguna de sus formas y expresiones. El hombre es un ser afectivo en todas las circunstancias de su vida, en cada acción que acomete, en cada frustración que padece, en cada esperanza que alimenta.

Y a la hora de explicar esa afectividad, esa pasión que le imprime a sus realizaciones, a la hora de nombrar esa particular manera que el hombre tiene de relacionarse con los otros hombres y con el universo que lo rodea, decimos que el hombre ama. Ama la vida, su vida, ama la seguridad, su perduración, ama su cuerpo, teme al dolor y aborrece la fealdad, ama a su compañero o compañera. Ama, ama y ama el hombre. Es su manera de sentir que es él y que dura, que puede durar todavía poblando el mundo de los vivos. (No quiera el lector buscar aquí una definición del amor).

II

Conviene revisar en qué medio y rodeado de cuáles circunstancias el hombre de nuestro tiempo ejercita su afectividad, y en qué medida esas circunstancias condicionan su vida.

No creo que el amor deba servir a los afanes dinerarios o de poder de los hombres, ni creo que sea un sentir subalterno respecto de los deseos materiales. Pero para el examen de la conducta del hombre globalizado, prescindo por un momento de las connotaciones pasionales del amor para mirarlo como un concepto extenso, abarcativo de todas las conductas. En tal sentido es que hablo de globalización y amor. Para que advierta el lector que la transculturación coercitiva de que somos objeto arrasa con los patrones afectivos que son los pilares de nuestras conductas. Que la fuerza arrolladora del capital reconcentrado, presente y omnipresente en el universo humano, no mira en su acción las necesidades del hombre concreto que trabaja, que viste, que enferma, que ríe y que llora, que ama y que odia, no atiende a las necesidades reproductivas de la especie ni pregunta si los hombres siguen alumbrando arte o escribiendo poesía. Ese capital impersonal tiene otros propósitos. Y si para alcanzarlos debe aniquilar sensibilidades, amores y culturas, lo hará; lo hace de hecho, no importa bajo cuáles justificaciones.

III

¿Podemos, entonces, hablar de globalización y amor y decir que en este sentido el hombre está padeciendo el embate de fuerzas que lo deshumanizan? Podemos, sin duda. Porque es en el área del amor donde mejor se ven los efectos perniciosos de una mundialización hecha para dilatar mercados, para extender dominios, para lucrar sin límites, cuando el propósito de los hombres bienhechores ha sido, siempre, difuminar las fronteras políticas de los estados hasta abarcar en una sola geografía a toda la familia humana. Porque así lo quieran los hombres. Y para que la libre, espontánea y amorosa fusión de sus culturas los conduzca blandamente en esa dirección, para que un interés prime sobre todos los otros: el de la paz y la solidaridad humanas.

Y a quien diga que esto es una utopía, le contesto que sí. Y le inquiero: ¿no han sido utopías los más altos anhelos de los hombres?, ¿cuál de las realidades de hoy no ha sido una utopía ayer mismo?


Globalización y cultura

Eduardo Dermardirossian
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I

Infinitas definiciones de la cultura, mil ensayos para que cada cultura tenga un lugar en el mundo global. Y sin embargo aquí estamos, peregrinando entre chips y números binarios, acomodando trastos viejos en los anaqueles nuevos de la sobremodernidad.

Estas breves anotaciones quieren revisar las dificultades que la globalización le plantea a las culturas. Discurriré, pues, en el marco limitado de esta serie, donde antes me referí al trabajo humano, al dinero y al poder, y próximamente hablaré del amor y de las relaciones interpersonales en el país global de los hombres.

Huelga decir que la cultura es el rasgo que identifica a una comunidad humana, su sello distintivo, su modo de relacionarse con los otros y con el medio que la rodea. La cultura es la arquitectura que las comunidades humanas consideran más perdurable que sus templos de mármol, pero con la particularidad de que quiere mudar morosamente para acompañar al hombre en cada circunstancia de su vida. Los monumentos pétreos quieren ser historia y, entonces, pasado, tiempo ido, memoria; la cultura en su conjunto, en cambio, aspira a ser un presente perpetuo en la vida de las comunidades humanas, ora recordándoles sus valores perdurables y entonces regresándolas a sus raíces, ora marcando rumbos que los hombres transitarán mañana para perdurar al compás de los tiempos.

II

Así, la cultura es un límite, un marco, un condicionante para la libertad de los hombres, pero con la advertencia de que es también un cobijo amable, un arropamiento acogedor que los preserva de las inclemencias de la naturaleza. Yugo y alas a un tiempo, la cultura es el ropaje que le ahorra a las sociedades el pudor de verse desnudas.

Dicho de otro modo, el hombre ha querido transitar la vida conformándose a determinadas pautas culturales. Cultura que así ha llegado a ser su segunda naturaleza. Pero cuidarse de no errar la mirada es importante en esto. Libertad y cultura no deben verse como opósitos sino como contenido y continente, en este orden, que hacen posible la vida en comunidad. Sin compulsión ni violencia, así como el hombre ciñe su vida biológica dentro del continente de su propio cuerpo, también desarrolla su vida espiritual y sus conductas dentro del ámbito de su propia cultura. Libertad y cultura es conducta humana, libertad sin cultura es biología y azar, libertad y violencia son opósitos irreconciliables. Y cultura y violencia es la hechura del mundo global de este tiempo.

Cuando digo cultura y violencia no me refiero a la fusión cultural habida entre diferentes comunidades humanas a lo largo de la historia. Digo que una acción sostenida por la fuerza, física o psicológica, es ejercida sobre una comunidad humana para modificar compulsivamente sus patrones culturales.

Creo que estas cosas de la cultura conviene mirarlas atentamente, ver cómo los hombres son acosados por la propaganda, manipuladora impune del hoy y del mañana humanos, cómo la transnacionalización de los productos y de las costumbres los transforma en homo alieni, forasteros de sí mismos. Al hombre lo han tomado de las orejas para sumergirlo en un mundo, en un modo de vivir que le es ajeno, que no ha sido el producto de la decantación de sus ritos, que no ha encarnado con sus apetitos ni ha hecho migas con sus dioses. Y así, viviendo rodeado por lo que nunca quiso vitalmente, creyéndose dueño de lo que no puede asir, rodeado de costumbres, leyes y afanes que le son hostiles, este hombre ve progresivamente aniquilada su libertad, advierte que ya no le es acogedor su medio. Y comienza a recorrer el camino de la infelicidad.

III

Llamo fusión global al proceso por el cual la persona se ve inmersa en unos modos de vivir que no ha buscado y que son el producto de la voluntad de grupos supranacionales y aculturales que actúan con vistas a sus exclusivos propósitos de lucro y de poder. Es la enajenación no ya de la economía, no tan solo de los intereses materiales, sino también, y sobre todo, del hombre y de sus esperanzas. Trabaja el hombre por un salario que no lo sostiene, camina por senderos y hacia destinos que no conoce ni ha elegido, murmura canciones cuyo ritmo no es el de sus tambores, y entonces no sabe por qué trabaja, por qué vota si al cabo del comicio su voluntad y sus esperanzas serán los grandes ausentes.

Un hombre tal siente que ha perdido el cobijo de sus certezas, la caricia de sus canciones, la alegría de sus festivales, la vocación de cambiar lo que no le apetece ya. Un hombre tal, prisionero de la cultura global, mira su casa como un extranjero, y, a lo más, aguarda a que llegue alguna vez la ocasión de sacudirse el yugo oprobioso de saberse enajenado al diablo, pero, a diferencia de Fausto, sin el concurso de su voluntad. Un hombre tal necesita alzar nuevas banderas que reivindiquen su vocación de ser él mismo, nada menos.

Globalización y poder

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

I

El imperio de un hombre sobre otro tiene la edad de Adán sobre la tierra. La posesión de un atributo que le permita a una persona gobernar la voluntad de otra persona es conocida como poder. Actuar sobre la voluntad del otro, ejercer sobre él esa suerte de fuerza o de fascinación que lo haga dependiente, abrigar un sentimiento cuasi filial, subalterno, de sumisión consentida o impuesta, tal es la condición para que el detentador de ambas voluntades vea colmada su vocación de poder.

Pero éste es sólo el ejercicio primario del poder. La historia ha agregado nuevos componentes al poder. En efecto, la posesión de la tierra, el control sobre los bienes de consumo y los medios de producción, determinaron nuevas relaciones de poder, tal que mientras unos hombres ocupaban sitios prominentes, otros tributaban su esfuerzo en beneficio de aquellos. En este punto las relaciones de poder fueron perdiendo su sesgo psicológico para adquirir una connotación política que ya nunca más abandonarían. Así, la vocación de poder irá mudando del ámbito personal al tribal, clánico, feudal, nacional. Y no transcurrirá mucho tiempo –hablo de tiempo histórico- para que ese poder trascienda las fronteras nacionales.

Y si bien es cierto que el poder se ejercerá sobre poblaciones cada vez más grandes, alcanzando finalmente a todo el universo humano, también es verdad que los detentadores de esa fuerza omnipotente ya no serán personas físicas sino centros, anónimos quizá, de concentración de riquezas. Potencias transnacionales cuya sede será ningún lugar, pero cuyos brazos y mando alcanzarán a todos los sitios donde se encuentren personas o bienes susceptibles de despertar sus apetitos. He aquí el poder global omnipresente.

II

El tiempo es la materia de que está hecha la historia y su curso está trazado por los acontecimientos, productos de las relaciones de poder. En otros términos, las relaciones de poder determinan la vida de las sociedades humanas en sus tres dimensiones: pasada, presente y futura. De origen divino para unos, resultante de una pura relación de fuerzas para otros, de hechura clasista y controversial para los socialistas y producto de unas intangibles relaciones de mercado para los liberales, el poder ha alcanzado ya la adultez y precisa de una justificación que lo haga aceptable. Se trata, ahora, del espinoso tema de su legitimidad.

Básicamente, dos son las formas de legitimación que busca el poder: la fuerza, irresistible desde siempre, y la voluntad de la comunidad que designa un delegado para su ejercicio. En el primer caso se trata de una legitimación per se, en el otro, de una legitimación democrática. Otras fuentes de legitimidad se han ensayado, pero finalmente pueden subsumirse en alguna de las nombradas. Aún más: veremos cómo la voluntad delegada terminará cediendo a la fuerza como única fuente de poder en las sociedades globalizadas.

Los siglos XIX y XX vieron extenderse la democracia en todo el Occidente y en parte de Oriente. Con sus más y con sus menos, la voluntad de los ciudadanos de cada nación instaló los gobiernos en los estrados de la ley, para que desde ahí procuren el bien común. La Revolución Industrial ideó unos modos de gobierno y el materialismo dialéctico otros, y ambos invocaron la democracia para sostener sus respectivas aspiraciones. Uno y otro invocaron la soberanía popular como única fuente de legitimación del poder. Hoy queda a cada quien juzgar o preferir las experiencias que estos dos grandes experimentos han dejado en la historia.

Pero algo es cierto: ni el socialismo a ultranza ni el liberalismo decimonónico han logrado perseverar en el ideal democrático, ni uno ni otro pueden atribuirse hoy el mecenazgo de la democracia. Ambos han abortado el objetivo democrático. Y así, el poder ha ido perdiendo legitimidad para sostenerse merced a la fuerza económica de los actores sociales. Como antaño, el poder hallará su legitimación en la fuerza.

III

Una nueva forma de poder cabalga sobre el mundo. Ahora es tiempo de mundialización de los intereses y también de las voces de mando. Los avances científicos y tecnológicos, cada vez más, ponen al mundo dentro de un puño, y nada escapa a la mirada vigilante y omnipresente del amo, nada es ajeno al apetito sensual del poder. Al mismo tiempo que los medios de comunicación y propaganda extienden la omnipotencia del mercado a todos los rincones del planeta, también persuaden a las víctimas de ese poder que el orden dispuesto es conforme a la naturaleza, que lo habido es justo, que el presente es definitivo porque la historia ha llegado a su fin. Y los hombres, víctimas de tamaña manipulación, creerán aquello, tendrán por verdadero ese mensaje irresistible. He aquí la nueva forma de poder que cabalga sobre el país de los hombres. La fuerza en manos del poder económico y financiero globalizado es más poderosa que los ejércitos.
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Globalización y dinero

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

I

Quizá el dinero sea el tema central que debemos abordar los hombres de este tiempo. Quizá todavía debemos anoticiarnos de que el dinero es una deidad que habita más allá y más alto que los dioses de cada confesión religiosa. Quizá, también, convenga saber que el dinero es un enemigo con el que debemos convivir los hombres, estableciendo una inevitable relación amor-odio, tal como ocurre con otras calamidades.

Qué cosa es el dinero ya fue dicho otras veces, de modo que no es necesario abundar sobre el asunto. Basta recordar que el dinero es el símbolo del valor y que éste es el justiprecio que la sociedad hace del trabajo humano. Solamente el trabajo humano le asigna valor a las cosas, y si ese valor asignado es simbolizado con dinero, huelga decir que el dinero es trabajo humano acumulado.

Dos atributos caracterizan al dinero: uno, su incorruptibilidad, en el sentido que puedes acopiarlo sin limitación de cuantía y de tiempo, no así productos tales como el trigo y mucho menos el servicio de reparación de tu refrigeradorr; otro, que él tiene la capacidad –diabólica, dice Savater- de reproducirse a sí mismo y de ser máxima fuente de provecho. Por eso puedes acumular trabajo humano, confiscándolo. Basta que acopies dinero.

II

Pero el dinero, nacido como metálico acuñado por el monarca o como mandato de dar emitido por el mercader, ha evolucionado a lo largo de la historia, adquiriendo formas más versátiles. Historiar la evolución del dinero es ajeno al propósito de esta nota; baste reiterar su carácter de símbolo representativo del trabajo y de herramienta que posibilita su confiscación y acopio.

En los principios, este trabajo expoliativo le estaba reservado a los jefes, señores y monarcas, mediante tributos y otras exacciones. Ellos eran los detentadores de las riquezas y, entonces, los detentadores del poder. Con el correr de la historia y con el desarrollo de los recursos productivos, otros detentadores de trabajo irrumpieron en la escena, modificando la relación de fuerzas: la Revolución Industrial y el capitalismo sobreviniente inauguraron una nueva era en las relaciones del hombre con su trabajo. Aumentó la presión confiscatoria sobre el trabajo humano, se reconcentró la riqueza en menos manos y se extendieron los dominios de la marginalidad. Con el agravante de que se instaló definitivamente en la sociedad el fantasma del desempleo, poderosa herramienta para regular el precio del trabajo.

III
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Finalmente, la última posguerra vino a instaurar y a legitimar el dominio del capital especulativo y autorreproductivo –y por tanto ocioso y parasitario- que sentó sus reales sobre el capitalismo industrial, transformándolo en un apéndice de sus afanes dinerarios. Los estados nacionales y sus gobiernos aceptaron la supremacía del nuevo poder, ausentándose de sus funciones de morigeradores sociales. Achicar el Estado, transferir las grandes áreas de interés comunitario a la iniciativa privada, reducir las asignaciones presupuestarias para fines sociales, privatizar, privatizar, privatizar... Y para que no queden dudas de que estos propósitos serán cumplidos, ahí están las abultadas deudas externas y sus capataces, sustitutos posmodernos de los antiguos ejércitos de ocupación y dominación colonial.

Es con estos recursos que se ha ensanchado el dominio del dinero. Lo que equivale a decir que las cada vez más extendidas y pauperizadas masas de población que malhabitan el planeta, son mantenidas en la indigencia con la misma herramienta que se le quitó de las manos.

Globalización y dinero es la fórmula oprobiosa que subalterniza el trabajo del hombre y lo transforma en una mercancía más y más depreciada.

Globalización y trabajo humano

Eduardo Dermardirossian
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I

No sé si alguna vez nos pondremos de acuerdo para decir qué es el trabajo humano. No sé si fatigando la mollera y esgrimiendo la pluma los hombres alguna vez acordaremos sobre este asunto que hasta hoy se ha mostrado esquivo. Por eso, no sumaré una frustración más a las habidas. Diré una breve reflexión que, hasta donde sea posible, eluda el tiberio opinatorio que nos rodea.

Cierta vez escribí sobre de la sacralidad del hombre y de su trabajo. Dije que el hombre es sagrado más acá de las religiones y también más allá de ellas. Que el hombre es sagrado para el hombre y, por tanto, que es también sagrada la conducta enderezada a preservarlo como individuo y como comunidad. Por eso, no pueden ser objeto de apropiación, intercambio o justiprecio su trabajo y su esperanza.

Como único animal que interactúa con la naturaleza, el hombre se ha erigido en su amo ora poseyéndola para su beneficio, ora modificándola para hallar remedio a las adversidades que le inflige. El hombre también se ha erigido en dueño del hombre mediante la apropiación de su trabajo. Y este es el tema de nuestro tiempo.

II

Lo dicho: el trabajo tiene el fin de procurarle al hombre el sustento y asegurarle su permanencia sobre la tierra tanto tiempo como su biología lo quiera. En tal sentido, es su único recurso para sobrevivir. Más allá de los medios con que la ciencia y la técnica y los modernos medios de producción han favorecido la multiplicación de alimentos y de otros menesteres para la sobrevivencia, el trabajo humano no ha mudado su objeto: sostener y extender la vida tanto cuanto sea posible.

A lo largo de la historia los hombres han mirado el trabajo de diferente manera, según se tratara del propio o del ajeno. A éste último le han asignado un rango subalterno y, entonces, lo han depreciado para ponerlo a su servicio y favorecerse con su valor supraremunerativo. Y así ha nacido la explotación de unos hombres por otros. Explotación que se profundizó con la invención del dinero.

He aquí, entonces, que el trabajo humano se transformó en un bien de cambio. A partir de este punto el hombre vendió su fatiga al mejor postor y dejó de ser sagrado el trabajo humano para adquirir ese carácter el dinero que lo retribuye.

III

Practicada desde las postrimerías de la organización clánica, la explotación del trabajo de unos hombres por otros fue evolucionando en profundidad y extensión hasta alcanzar a toda una nación. Es el tiempo de la Revolución Industrial. Pronto los avances científicos y técnicos, el desarrollo de los medios de producción y la extensión a nivel planetario de las comunicaciones posibilitará la formación de un mercado global del trabajo humano, tal que los precios de la jornada laboral irán ajustándose progresivamente a los costos de sostenimiento del hombre por esa misma jornada. Este fenómeno se verá favorecido por la reconcentración de riquezas en manos de unos pocos centros de poder que controlarán a los gobiernos.

Seré explícito. Al transformarse el trabajo humano en una variable de mercado, su retribución dineraria estará sujeta a oferta y demanda. Huelga decir que a mayor oferta, menor precio o remuneración. Ley de mercado. La oferta creciente de trabajo se acompañará de una demanda siempre decreciente, producto del desarrollo de los sistemas productivos que expulsarán mano de obra. Total, que el factor desocupación y subocupación generará en todo el mundo una permanente baja del valor salarial y una precarización de las condiciones de trabajo. Riquezas concentradas y reconcentradas en pocas manos y pobrezas generosamente repartidas entre más gentes. Pero con la advertencia de que esas pobrezas serán cada vez más exiguas y sus destinatarios más numerosos, porque así lo quiere el mercado.

Es así como los grandes centros concentradores de riquezas –y, entonces, de trabajo humano confiscado- se extenderán por todo el planeta para establecer su imperio sobre todos los estados, sobre todos los humanos, sobre todas las fuentes de nutrientes y riquezas. También se independizarán de los gobiernos nacionales y, a la postre, los someterán a su arbitrio.

He aquí el trabajo globalizado.

Los hombres y los hombres

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Tan pronto terminé de redactar Los hombres y los dioses, decidí culminar la serie con este artículo. Su título me parece sugerente, pero no sé si lo compartirá el lector o si despertará su interés. Sé, sin embargo, que esa predicción (todo título lo es) simple y misteriosa, me llevará por caminos que alguna vez quise recorrer: los caminos de la perplejidad filosófica.

Si los dioses me asisten quizá logre suscitar en el lector algún fervor, algún halago o reproche que lo instigue a hurgar en estas cosas con mejor fortuna y más talento que los que a mí me acompañan. Y mientras espero que esto ocurra, aquí vengo con mis lucubraciones, unas exhumadas del acervo que me regalaron mis ascendientes y otras recogidas aquí y allá, cada vez que la duda me asaltaba.

Pero conviene antes hacer una advertencia para que la duda, siempre fecunda, no nos abandone; para que mientras dura este viaje de papel y de tinta no nos devore la vanidad. Toda búsqueda concluye en sí misma, ninguna pregunta puede dar con la última respuesta, la que cancela la duda. La duda es la instigadora del conocimiento y el conocimiento sólo es el ornato de la duda. Ninguna certeza nos acompaña salvo la de nuestra finitud, y aún ésta es sospechosa.

Por eso creo que hablar de los hombres, así, a secas, es hablar de todas las cosas, lo que vale tanto como ejercitar vanamente el habla o la escritura. (Para quien no me ha entendido o no ha querido entenderme, estoy diciendo que voy a hablar de lo que no sé. Y de lo que espero que tú sepas que no sabes, lector.)

Ya no recuerdo en cuál de sus pláticas Krishnamurti cuenta que un sabio solía reunir a sus discípulos para hablarles de las cosas de los hombres, de los dioses y de la vida. Cierta vez, cuando se disponía a dar una de sus charlas, un pájaro se posó en la ventana del aula y comenzó a cantar. Cuando el pájaro remontó el cielo y se perdió en la espesura del monte, el maestro le dijo a sus discípulos: “La plática de esta mañana ha concluido”. Ojalá tuviera yo la virtud de aquel pájaro o la sabiduría del maestro que supo callar cuando todo había sido dicho. A falta de ello, tengo la palabra.

Los unos y los otros

El arte del articulista es efímero, como las figuras que se esculpen en el hielo. Hoy llega a la mesa del lector y mañana lo arrastra el viento o va a parar al cesto de las deposiciones domiciliarias. Y es siempre insuficiente, porque en unas columnas quiere decir más cosas de las que el talento del autor permite. El arte del articulista es efímero como todas las cosas de los hombres; por eso es, quizá, el que mejor refleja la vida. Las cosas que escribes hoy, mañana serán viejas y tendrás que darlas en holocausto en el altar del tiempo, tendrás que reemplazarlas por otras cosas diferentes que, a su vez, tolerarán la luz de un sólo día. Por eso escribo sobre estas cosas, porque quiero que duren más tiempo en tu mesa de lectura. Aspiro a que las recorras con más detenimiento que los informes diarios de la prensa y digas si estoy mirando el paisaje humano o son molinos de viento los que me visitan.

Sartre, el filósofo francés que acompañó al siglo veinte durante sus tres primeros cuartos, dijo que el hombre está condenado a ser libre, que cuando llega al mundo es arrojado a la acción y que, por tanto, es responsable de su vida. Esta enseñanza no ha sido recogida por los hombres, mucho menos por los del Occidente racionalista y vertiginoso, y ha caído en olvido como toda la filosofía existencialista. Es lástima, porque de haber sido comprendida quizá se hubiera reemplazado el interminable catálogo de mandatos divinos por unas pocas reglas de carne y de hueso.

Ya antes, en El nacimiento de la tragedia, el intempestivo Nietzsche había dicho así: “Ahora el esclavo es hombre libre, ahora se rompen todas las rígidas, hostiles delimitaciones que la necesidad, la arbitrariedad o la ‘moda atrevida’ han establecido entre los hombres. Ahora, en el evangelio de la armonía de los mundos, cada cual se siente no sólo unido, reconciliado, fundido con su prójimo, sino hecho uno con él, como si el velo de Maya estuviera roto y tan sólo revolotease en jirones ante el misterioso Uno-primordial. Cantando y bailando se exterioriza el hombre como miembro de una comunidad superior: ha desaprendido a andar y a hablar y está en camino de alzar el vuelo por los aires bailando. En sus gestos habla la transformación mágica. Así como ahora los animales hablan y la tierra da leche y miel, así también en él resuena algo sobrenatural: se siente Dios, él mismo ahora anda tan extático y erguido como veía en sueños que andaban los dioses. El hombre ya no es artista, se ha convertido en su obra de arte”.

Comoquiera se mire al hombre, dondequiera se lo sitúe en el universo, sea que le atribuyamos la libertad que predicó Sartre o la potencia que anheló Nietzsche, es entre los otros hombres donde dibuja el perfil de su rostro y edifica su ventura o su desventura.

La cultura, tejido conjuntivo de las sociedades

No hay más virtud que la de convivir gozosamente. Lo cual supone que el gozo ha de ser recíproco para que los hombres, todos ellos, transiten la vida sin otras adversidades que las que les inflige la naturaleza. Un sistema social ordenado con preeminencia de los usos y las costumbres, un orden jurídico mínimo y una conciencia sociosolidaria enraizada en la cultura, con algunos aditamentos menores, pueden reemplazar el actual esquema de confrontaciones y zozobra. Utopía que ha alentado el hombre y que conviene sostener para que sea amable la vida, para que el deseo de vivir juntos unos hombres con otros, unas naciones con las otras, no perezca a manos de la desesperanza.

Otras veces lo he dicho: creo que los intereses culturales deben primar sobre los económicos, que las identidades políticas deben ser reemplazadas por las culturales (los países islámicos lo están intentando sin resultados tangibles hasta ahora) para que el fenomenal desarrollo de la información y de las comunicaciones favorezca a los hombres en su conjunto.

De otro modo el mundo se devorará a sí mismo y los hombres recorrerán siempre el camino de la desventura. Los que mandan y los que eligen entre obedecer o sublevarse, los que lo tienen todo y los que carecen de lo necesario deben, de una buena vez, compartir el mismo pan y beber de la misma copa. Hoy más que antes los hombres y los hombres necesitamos compartir los bienes de la tierra, de la cultura, de la ciencia. Porque otra vez estamos arriesgando la paz.

La soledad de Adán

Ya sabe el lector que me gusta jugar con arbitrariedades y proponer dislates. Voy junto a Dios en el sexto día de la Creación, voy con todo el bagaje de experiencias que la humanidad acumuló durante tantos miles de años y examino su obra de ese día: la creación del hombre. Fresco todavía el barro de su hechura, solo en medio de todo porque aún conserva la costilla que tributará más luego, el hombre es El Hombre, bienaventurado y ajeno a la corrupción del tiempo. Entonces viene Dios a malograr las cosas. Le dice a Adán que le dará una mujer para que lo acompañe en la eternidad del Edén. Y para hacer eso, lo mutila.

Desde entonces el hombre busca lo que ha perdido y ensaya emparejar con Eva; y de ese ensayo nace toda la progenie humana. Incompleto y también desdichado porque él y su hembra han sido expulsados del Paraíso, vaga por los desiertos de lo que después será Arabia, traspone las barreras del Cáucaso y navega en diferentes direcciones; levanta casas aquí y allá, funda naciones y reinos e inventa la guerra. Como el hijo que al alcanzar la adultez quiere cobrar venganza del padre que lo desheredó, como el esclavo que alguna vez se sublevó contra el amo porque el peso de sus cadenas era insoportable, el hombre anuncia la muerte de Dios y levanta otros altares para elevar su plegaria y llevar su ofrenda. Uno se prosterna ante el dinero, otro ante el arte, éste se solaza en algún fanatismo, y aquel, absorto en sus meditaciones, cierra el círculo de la vida sobre sí mismo, sin ver que no ve, sin saber que no sabe, sin comprender la infinita extensión de su ignorancia.

Y los hijos de Adán, huérfanos de Dios, después de vagar por el mundo, después de edificar casas y templos en el llano y en la montaña, comprendieron el tamaño del error divino. Vieron cómo Aquel que había ideado la perfecta armonía de los astros y organizado el universo de los átomos se había equivocado en el sexto día de la Creación, quizá fatigado por tanto afán. Tal parece, pues, que los hombres de la modernidad, todos, los creyentes y los ateos, los agnósticos y los indiferentes a estas cosas, hemos llegado a esta estación de la historia para señalar el lado flaco de la potestad divina.

Nota: Texto revisado y corregido por el autor en setiembre de 2010.

Los hombres y los dioses

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Creí que si una dificultad me esperaba al explorar las relaciones de los hombres con las cosas, sería cuando me ocupara de los dioses. Por eso la tardanza. Hasta que comprendí que hablar de los dioses es hablar de los hombres. Porque no es verosímil que los hombres fueran hechos a imagen y semejanza de Dios; lo es que los dioses (Dios, para los monoteístas) fueron hechos a imagen y semejanza de los hombres.

Los hombres siempre maridaron con los dioses. Para convivir con ellos o para negarlos, para rendirle su devoción o para huir de su ira. Hasta que en algún momento de la historia una parte de la humanidad resumió en uno a todos los dioses, con lo cual debió reunir en su divina persona todos los atributos que antes repartía entre los habitantes del ultramundo(1), los buenos y los malos. Y vino el judaísmo a decir que Dios es bueno, que lo es infinitamente. Y entonces los atributos de maldad, vacantes, debieron ponerse en cabeza de otra divinidad: el Demonio. Más tarde el cristianismo y el islam profundizaron esta creencia.

Déjame extenderme un poco en este prólogo, lector, y a trueque de ello te prometo no ser palabrero. Los hombres, sabios en la escala zoológica, arbitraron cierta clase de equilibrio creando dioses diferentes: dioses para interceder entre ellos y la naturaleza y dioses que los asistieran para vencer a sus enemigos; para domeñar sus ímpetus de dominio y para llevarlos consigo en las cacerías. Y hasta un Dios único y uno que desde el dólar le dispensa prosperidad al país del norte.

A propósito del equilibrio que el mundo precisa para durar en el universo, el maestro Nasreddín fue más prosaico. Cuando se le preguntó por qué los hombres van en diferentes direcciones cuando salen de sus casas, respondió: “Porque si todos fueran en la misma dirección el mundo perdería su equilibrio y caería al abismo”. Quizá el viejo maestro era euclidiano, quizá descreía de los dioses, no lo sé; pero con esta sinrazón logró más que toda la caterva de divinidades: hacer reír a los hombres, nada menos.

Politeísmo y monoteísmo

Si bien el monoteísmo llega en un estadio superior de la evolución humana, el politeísmo representa mejor los anhelos variados e insaciables de los hombres. Variados, en cuanto cada uno de esos anhelos quiere ser satisfecho por un dador diferente: el que da la vida no es el mismo que el que prodiga la luz, el dios que favorece a las parturientas no es el que organiza a los astros. Insaciables, porque esa es la naturaleza de los deseos, de todos ellos: alcanzado su objeto el hombre quiere más, siempre más; y cuando unos dioses lo frustran, otros vienen a hacer mejor su oficio. Las mitologías dan cuenta de estas cosas. Nuestros antepasados llevaron al altar a muchos dioses para que cada uno les diera lo suyo. Hay una justificación social y política del politeísmo, y también hay una justificación psicológica que viene del corazón del hombre, siempre anhelante.

El monoteísmo llega cuando el hombre sospecha que un ordenador debe haber aquí o más allá, en algún lugar, que las partes del universo responden a un impulso único y que ese impulso excede las capacidades humanas. Dios único y uno es, pues, la conciencia potente, quizá omnipotente. El monoteísmo viene de la comprensión de que el todo es parte del uno, y que ese uno excede los atributos humanos.

No busques contradicción en esto, lector. Porque estoy hablando de potencia y de conciencia, no de creación. La creación de Dios Uno y de los dioses múltiples es obra de los hombres que, como te dije antes, los hicieron a su semejanza.

Dios trino

La doctrina de la trinidad fue concebida por un diácono de nombre Atanasio y consagrada por el Concilio de Nicea de 325 como dogma fundante de la Iglesia. "Porque tres son los que dan testimonio en el cielo, el Padre, el Verbo y el Espíritu Santo; y estos tres son uno”, se lee en los Evangelios(2). Tres siglos después el Corán amonestó así a los hombres: "Son infieles quienes dicen: ‘Dios es el tercero de una trinidad’. No hay dios, sino un Dios único”(3). Según ese libro sagrado Dios es Dios, el Espíritu Santo es el Arcángel Gabriel, y Jesús es un Profeta.

Teólogos de todas las religiones examinaron el tema sin conciliar sus opiniones. Filósofos teístas, ateos y agnósticos agotaron sus luces y no dieron respuestas satisfactorias. Sólo los hombres de fe consiguieron abolir la duda consagrando como un misterio la unicidad de la terna, misterio en el que descansa el cristianismo. Y este misterio es impermeable a la ciencia y al conocimiento, a diferencia de los enigmas que plantean las religiones politeístas.

El asunto es espinoso y expone a quien se adentre en él al escarnio de los elegidos, cuando no a extraviarse en los tenebrosos dominios de la teología. Pero en todo caso parece razonable pensar que la doctrina trinitaria es una transacción entre el politeísmo de los romanos y el unicismo de los judíos; y que, confutada y adaptada por los sabedores de la Iglesia, ha llegado a ser uno de los mayores misterios, si no el mayor, del cristianismo. He aquí un modelo de sincretismo que coligó el politeísmo con el cristianismo, el paganismo con la iglesia de Jesús.

En este punto vale hacer una aclaración. Pagano viene del latín paganus, que quiere decir campesino (equivalente de inculto), disvalor que, sin embargo, las iglesias cristianas asimilaron porque necesitaban extender sus dominios espirituales y territoriales más allá de las estrecheces del siglo IV. Así, pues, aquellos que antes eran tenidos por infieles pudieron incorporarse a la fe de Cristo.

Religión, ciencia y escepticismo

Decía el apóstol san Pablo: “¿No sabéis que sois templo Dios y que el espíritu de Dios mora en vosotros?”(4). Esta idea, que glorifica el cuerpo porque en él habita Dios, no es original del cristianismo. Viene de las religiones que sitúan a sus dioses en el alma o en la carne de los hombres. No así, el panteísmo relega la carne y la osamenta de los hombres a categorías periféricas. El panteísmo predica que la totalidad del universo es Dios. Quizá por esto está más cerca de conciliar con la ciencia.

Comoquiera que piense cada cual, comoquiera que se rinda o se subleve ante estas cosas, la vida ofrece tres alternativas: la fe, con su catálogo de dioses múltiples o únicos; la ciencia, que aún cuando lleva sus fronteras más y más lejos cada vez, más y más se aleja del horizonte del conocimiento; y finalmente la duda como sistema (no la duda socrática, que es un método de conocimiento y revista en la categoría anterior) y el escepticismo como manera de plantarse frente a las cosas y frente a uno mismo.

Los armenios somos adictos al pasado, a las historias que nuestros padres trajeron en sus valijas trashumantes. Por eso vuelvo al viejo sufí: Nasreddín permaneció durante un mes predicando en cierto pueblo sobre la vida y las virtudes de los profetas, sin que durante ese tiempo se le diera alimento. Preguntado por una mujer acerca de lo que comen los profetas en el cielo, contestó: "¿Cómo puedes preguntarme lo que comen los profetas allá en lo alto sin antes preguntarme qué he comido yo durante este mes en tu pueblo?" Los hombres suelen confortar su conciencia recurriendo a artificios trascendentes y no ven que de ese modo eluden sus deberes primeros. Así es como van de pesar en pesar sin comprender que sólo podrán vivir gozosamente cuando la solidaridad reemplace a esa devoción artera que oscurece su casa para iluminar un cielo inhabitado. Este es el sentido que elijo darle a la amonestación de Nasreddín.

Y vuelvo sobre la dificultad que entreví al abordar este tema. Creo que esa dificultad es cierta si uno quiere complacer la curiosidad del lector en el exiguo espacio de estas columnas. Porque el asunto merece más extensión para esbozar siquiera un plan de trabajo que no excluya los aspectos principales de la relación hombre-Dios. Pero conviene insistir que estas cuestiones sólo son permeables a la fe, no a la ciencia ni a los rigores formales de la lógica.

Y en cuanto al ligero sesgo humorístico que matiza estas anotaciones, creo que no puede serme reprochado. Porque si uno o más dioses existen, comoquiera que sean y dondequiera que estén, cuentan, sin duda, con el humor entre sus atributos divinos
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(1) Si bien la Real Academia Española no incluye en su catálogo léxico la voz ultramundo, autoriza el uso del adjetivo ultramundano, “que excede a lo mundano o está más allá”. Tanto rigor filológico me es ajeno, por eso esta transgresión.
(2) Primera Epístola de San Juan 5:7.
(3) Sura 5:73.
(4) I Corintios, 3:16.


Nota: Texto revisado y corregido por el autor en agosto de 2010.