Globalización y cultura

Eduardo Dermardirossian
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I

Infinitas definiciones de la cultura, mil ensayos para que cada cultura tenga un lugar en el mundo global. Y sin embargo aquí estamos, peregrinando entre chips y números binarios, acomodando trastos viejos en los anaqueles nuevos de la sobremodernidad.

Estas breves anotaciones quieren revisar las dificultades que la globalización le plantea a las culturas. Discurriré, pues, en el marco limitado de esta serie, donde antes me referí al trabajo humano, al dinero y al poder, y próximamente hablaré del amor y de las relaciones interpersonales en el país global de los hombres.

Huelga decir que la cultura es el rasgo que identifica a una comunidad humana, su sello distintivo, su modo de relacionarse con los otros y con el medio que la rodea. La cultura es la arquitectura que las comunidades humanas consideran más perdurable que sus templos de mármol, pero con la particularidad de que quiere mudar morosamente para acompañar al hombre en cada circunstancia de su vida. Los monumentos pétreos quieren ser historia y, entonces, pasado, tiempo ido, memoria; la cultura en su conjunto, en cambio, aspira a ser un presente perpetuo en la vida de las comunidades humanas, ora recordándoles sus valores perdurables y entonces regresándolas a sus raíces, ora marcando rumbos que los hombres transitarán mañana para perdurar al compás de los tiempos.

II

Así, la cultura es un límite, un marco, un condicionante para la libertad de los hombres, pero con la advertencia de que es también un cobijo amable, un arropamiento acogedor que los preserva de las inclemencias de la naturaleza. Yugo y alas a un tiempo, la cultura es el ropaje que le ahorra a las sociedades el pudor de verse desnudas.

Dicho de otro modo, el hombre ha querido transitar la vida conformándose a determinadas pautas culturales. Cultura que así ha llegado a ser su segunda naturaleza. Pero cuidarse de no errar la mirada es importante en esto. Libertad y cultura no deben verse como opósitos sino como contenido y continente, en este orden, que hacen posible la vida en comunidad. Sin compulsión ni violencia, así como el hombre ciñe su vida biológica dentro del continente de su propio cuerpo, también desarrolla su vida espiritual y sus conductas dentro del ámbito de su propia cultura. Libertad y cultura es conducta humana, libertad sin cultura es biología y azar, libertad y violencia son opósitos irreconciliables. Y cultura y violencia es la hechura del mundo global de este tiempo.

Cuando digo cultura y violencia no me refiero a la fusión cultural habida entre diferentes comunidades humanas a lo largo de la historia. Digo que una acción sostenida por la fuerza, física o psicológica, es ejercida sobre una comunidad humana para modificar compulsivamente sus patrones culturales.

Creo que estas cosas de la cultura conviene mirarlas atentamente, ver cómo los hombres son acosados por la propaganda, manipuladora impune del hoy y del mañana humanos, cómo la transnacionalización de los productos y de las costumbres los transforma en homo alieni, forasteros de sí mismos. Al hombre lo han tomado de las orejas para sumergirlo en un mundo, en un modo de vivir que le es ajeno, que no ha sido el producto de la decantación de sus ritos, que no ha encarnado con sus apetitos ni ha hecho migas con sus dioses. Y así, viviendo rodeado por lo que nunca quiso vitalmente, creyéndose dueño de lo que no puede asir, rodeado de costumbres, leyes y afanes que le son hostiles, este hombre ve progresivamente aniquilada su libertad, advierte que ya no le es acogedor su medio. Y comienza a recorrer el camino de la infelicidad.

III

Llamo fusión global al proceso por el cual la persona se ve inmersa en unos modos de vivir que no ha buscado y que son el producto de la voluntad de grupos supranacionales y aculturales que actúan con vistas a sus exclusivos propósitos de lucro y de poder. Es la enajenación no ya de la economía, no tan solo de los intereses materiales, sino también, y sobre todo, del hombre y de sus esperanzas. Trabaja el hombre por un salario que no lo sostiene, camina por senderos y hacia destinos que no conoce ni ha elegido, murmura canciones cuyo ritmo no es el de sus tambores, y entonces no sabe por qué trabaja, por qué vota si al cabo del comicio su voluntad y sus esperanzas serán los grandes ausentes.

Un hombre tal siente que ha perdido el cobijo de sus certezas, la caricia de sus canciones, la alegría de sus festivales, la vocación de cambiar lo que no le apetece ya. Un hombre tal, prisionero de la cultura global, mira su casa como un extranjero, y, a lo más, aguarda a que llegue alguna vez la ocasión de sacudirse el yugo oprobioso de saberse enajenado al diablo, pero, a diferencia de Fausto, sin el concurso de su voluntad. Un hombre tal necesita alzar nuevas banderas que reivindiquen su vocación de ser él mismo, nada menos.