Elogio del disparate

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Disparatar es decir o hacer algo fuera de razón y regla. Es un verbo que nos llega del latín disparāre, que vale por separar. Disparatar es, pues, exceder los fueros. Y disparate es el hecho o dicho que incurre en ese exceso. Hasta aquí mi obediencia debida al diccionario de la lengua.

Veamos ahora qué nos dice el otro catálogo, el que si bien está construido con las mismas palabras y poblado por los mismos hablantes, quiere transgredir el rigor libresco y las mandas sociales. En este sentido, disparate es todo lo que aún no ha consagrado el uso o desvelado la ciencia, lo que se ofrece a los ojos y al entendimiento como irrealizable. Mil y una cosas fueron disparatadas hasta que visitaron la realidad, y hoy están llenos de esos disparates la cartera de la dama y el bolsillo del caballero. Los hogares, las oficinas, las fábricas están colmadas de disparates. Y aún el espacio cósmico disparata saberes que los hombres recogemos desde esta partícula de polvo celeste que presuntuosamente llamamos Tierra, así, con inicial mayúscula.

Si hoy estás aquí y allá al mismo tiempo, si en todos lados se habla del revés del cosmos, de lo infinitesimal, si un mísero gato, el de Schröedinger, ha puesto en apuros al mismísimo Einstein y en los laboratorios de física cuántica se teletransportan partículas subatómicas ¿cómo, entonces, no elogiar el disparate?

Cuando al Maestro Nasreddín le preguntaron quién era mayor, él o su hermano, disparató: Hace un año mi madre me dijo que mi hermano era un año mayor que yo, así que ahora somos iguales. Si por aquellos años Einstein hubiera vivido y enunciado sus dos grandes teorías, la de la relatividad especial y la de la relatividad general, este disparate memorable no habría sorprendido a sus coetáneos. El sabio judeo-alemán dio vuelta el dislate de Nasreddín como una media y lo puso en estos términos: Un mellizo se embarca en una nave que viaja a una velocidad cercana a la de la luz. Algún tiempo después regresa a tierra y se encuentra con que es más joven que su hermano. Mellizos de edades diferentes. No es una mentira, sólo es una conjetura de la ciencia; no es una paradoja, como gustan llamarla los coleccionistas de contradicciones, tampoco una imposibilidad científica, al menos por lo que la ciencia sabe en nuestros días. Es un disparate que merece mi elogio y mi exultación. Y también merece el papel y la tinta que le dispenso en estas columnas.

Lo dije: la voz disparate nos llega del latín disparāre, que significa separar. Separar el conocimiento ordinario del que todavía no ha desvelado la ciencia, el que nos grita a voces que es verdadero porque ha sido bendecido por los sabedores, del que nos susurra al oído que hay un universo conjetural que sólo necesita el auxilio del tiempo para consagrarse.

Perplejidad y disparate

No sé si el estado de perplejidad es una condición previa al disparate o si el disparate suscita el estado de perplejidad. Siempre he querido evitar estas razones recíprocas, de ida y vuelta, que para despertar el interés del lector se ponen del derecho y del revés. Ellas suelen ser engañosas porque te cautivan como la moneda que no sabes si caerá de cara o de ceca.

Hecha esta prevención y prescindiendo de su formula paradojal, pueden considerarse disparates las afirmaciones de que el veloz Aquiles nunca podrá alcanzar a la morosa tortuga (Zenón de Elea), que todos los cretenses son mentirosos (Epeménides, el cretense), que existe un conjunto de todos los conjuntos que no se contienen a sí mismos (Russell), que un gato encerrado en una caja está vivo y muerto al mismo tiempo (Schröedinger) y muchas otras invenciones que han dado pasto a los filósofos, que han favorecido el desarrollo de la lógica y contribuido a la solución de problemas matemáticos. Es más: algunos disparates, es decir, afirmaciones que están fuera de razón y regla, dispararon un nuevo género de investigación y de saber que hoy es conocido como física cuántica. Nada menos.

Si frente a proposiciones de esta clase (quizá alguna vez las revise para fastidiar al lector, sólo para eso) uno se sitúa con desinterés, engrosará el parloteo ocioso de los charlatanes; si se sitúa con curiosidad, fatigará los libros y visitará los escondrijos de Internet; si mira su sesgo humorístico, alegrará sus horas; si escoge el lado lúdico, distraerá su insomnio. Pero si puede sacudirse la modorra y despertar su perplejidad, entonces tendrá expeditos los caminos de la filosofía, de la lógica, de las matemáticas, de la física y, a veces, de la teología. En tal caso estaremos hablando de disparates que, por ser bienhechores, merecen elogio.

La filosofía como dislate

La sobremodernidad ha disparado sobre las sociedades del Occidente opulento y febril un arma letal. Ha creado en los hombres de este lado del mundo la sensación de que la filosofía se ha muerto, que no contribuye a la solución de los problemas humanos y que ha cedido la posta a sus efluentes como la psicología, la sociología, la política y la ética. La sobremodernidad ha logrado, así, desembarazarse de la madre de todos los saberes, para darle carta de ciudadanía a disciplinas más dóciles y maleables, más complacientes con sus propósitos de poder y de lucro. Estas disciplinas, que a la manera de las otras ciencias precisan de la experimentación y el ensayo, de la demostración y la práctica para validarse, desdeñan los dislates de que es capaz la filosofía. En verdad, si algo distrae a un sistema de creencias, si algo perturba el orden en una sociedad domesticada, es la facultad de disparatar de sus hombres más audaces.

La aeronavegación fue un disparate en la Edad Media, y viajar de un país a otro en carro de plaza es un disparate en nuestros días. Aquello, por la imposibilidad de sostenerte en el aire, esto, por el ingente dispendio de energía y de tiempo que conlleva. Disparates que han sido saldados por la ciencia, la técnica, las mil industrias; como hablar con un habitante de la remota China sin levantar tus nalgas del asiento. Pero los dislates de la filosofía, esos apasionantes ejercicios del pensamiento, no pueden saldarse de modo alguno. Por eso el siglo XX ha querido derogar la filosofía, y para hacerlo ha empezado por denostar sus manifestaciones más cautivantes, los disparates. Por eso merece aquilatarse el disparate, por su carga de libertad, porque te exonera del mandato de los hombres, de las leyes, de los dioses, de la naturaleza. Y te arroja al viento.

Borges disparatador

Nacía la primavera de 2002 cuando convoqué a los panelistas del Café Filosófico Heráclito para departir sobre el Argumentum Ornithológicum que Borges disparató en El Hacedor*. Este es el texto, mágico y agudo: “Cierro los ojos y veo una bandada de pájaros. La visión dura un segundo o acaso menos; no sé cuántos pájaros vi. ¿Era definido o indefinido su número? El problema involucra el de la existencia de Dios. Si Dios existe, el número es definido, porque Dios sabe cuántos pájaros vi. Si Dios no existe, el número es indefinido, porque nadie pudo llevar la cuenta. En tal caso, vi menos de diez pájaros (digamos) y más de uno, porque no vi nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres o dos pájaros. Vi un número entre diez y uno, que no es nueve, ocho, siete, seis, cinco, etcétera. Ese número entero es inconcebible; ergo, Dios existe”.

Durante el debate, los que adherían a Borges y los que no, esgrimían argumentos teológicos para abonar sus tesis. Un disparate había suscitado pasiones y ardores extramundanos, infrecuentes de ver en otras mesas de discusión. La calidad estética del texto de nuestro autor y el vuelo infatigable de su imaginación, el hombre de letras y el filósofo, se disputaban el lugar de preeminencia en las preferencias de los panelistas. Por fin, alguien propuso que el examen del Aleph fuera el tema de la próxima discusión, porque, dijo, esa invención es el más ilustre disparate de la literatura rioplatense. Yo estoy tentado a suscribir esta sentencia.

Elogiar el disparate no es un disparate. Es un moderado estímulo al pensamiento y a la creatividad, es invitar al lector a emprender el vuelo, aligerar el peso de su condicionamiento y atreverse a recorrer ese universo de cosas intangibles donde, bajo los escombros de la realidad, está atrapada la alegría de vivir.

Entre nos y por lo bajo

No quieras comer los disparates, suelen ser indigestos. Prefiere un trozo de pan, y si tienes con qué pagarlo, también queso y vino de buen origen. El disparate puede alimentar tu espíritu, afilar tu pensamiento, lustrar tu mollera, no llenar tu barriga. Y puede sosegarte cuando los afanes mundanos turben tu paz y el insomnio le gane a tu fatiga. El disparate es el cántaro: sin él no puedes llevar contigo el agua del manantial.

(Te digo por lo bajo: mientras dura esta alabanza, mientras la escribo, procuro separar los disparates de buena hechura de los otros, de los que no merecen elogios y quizá ni siquiera el nombre de disparates. Son los que el sacrosanto mamotreto de la lengua española define como atrocidades).

* J. L. Borges, El Hacedor, Obras Completas, Emecé, Barcelona 1996, tomo II, pág. 165.