Las opiniones son como las narices, cada quien tiene la suya

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Nuestro diccionario no conoce la voz opinología, pero los hablantes hispanos sí. Los hablantes hispanos la definimos como la disciplina que trata de las opiniones, sea que sus dueños calcen mollera ilustre, sea que se trate de perfectos ignaros.

Digo estas cosas para darle un marco a estas reflexiones, no para fatigar a nadie con asuntos semánticos; quiero avisarle al lector que el verbo opinar tiene un lugar incómodo en nuestro catálogo hablatorio. En su última edición el diccionario ofrece tres acepciones del verbo opinar; yo me atrevo a fundirlas en una y decirla así, de una vez y con licencia:
Formar o tener opinión de palabra o por escrito, discurriendo sobre las razones, probabilidades o conjeturas referentes a la verdad o certeza de algo. Así, la Academia autoriza la conjetura, al opinar nos permite guiarnos por indicios o lecciones no atestiguados todavía. Licencia que justifica el delirio razonador de muchos. Quizá por eso las opiniones son como las narices.

Fernando Savater dice: “En nuestra sociedad abundan venturosa y abrumadoramente las opiniones. Quizá prosperan tanto porque, según un repetido dogma que es el non plus ultra de la tolerancia para muchos, todas las opiniones son respetables. Concedo sin vacilar que existen muchas cosas respetables a nuestro alrededor: la vida del prójimo, por ejemplo, o el pan de quien trabaja para ganárselo, o la cornamenta de ciertos toros. Las opiniones, en cambio, me parecen todo lo que se quiera menos respetables: al ser formuladas, saltan a la palestra de la disputa, la irrisión, el escepticismo y la controversia. Afrontan el descrédito y se arriesgan a lo único que hay peor que el descrédito, la ciega credulidad”*.

Esta irónica parrafada me abre las puertas en pares para descreer de los opinantes compulsivos, especie de incontinentes que abundan acá y allá, por todas partes, torturadores de palabra, residuos de la sociedad, charlatanes que ponen la pluma o la lengua en movimiento cuando el buen juicio aconseja estarse quieto. Entusiastas empatadores de la estolidez.

Puede ser

Vaya una fábula de la tradición taoísta para ilustrar el asunto:

A un granjero se le escapó su único caballo y ese día no pudo labrar la tierra. Sus vecinos lo visitaron para consolarlo: “Qué mala suerte has tenido”, le dijeron. “Puede ser”, respondió el granjero. Algunos días después el caballo regresó trayendo consigo dos yeguas salvajes de los montes. Y los vecinos volvieron a la casa del granjero: “Qué buena suerte”, se congratularon; y el granjero respondió: “Puede ser”. Al día siguiente, al intentar domar a una de las yeguas, el hijo del granjero cayó al suelo y se le quebró una pierna. Esta vez los vecinos vinieron para confortarle por la desgracia de su hijo, y el granjero respondió: “Puede ser”. Una semana después los oficiales de reclutamiento pasaron por la casa del granjero para llevarse a su hijo, pero como tenía rota la pierna desistieron por ser inútil para el combate. Alborozados corrieron los vecinos para decirle al granjero que compartían su alegría. Y el granjero, como antes, respondió: “Puede ser”.

Así como el afán opinatorio de estos buenos vecinos mereció la chanza del cuentista chino, la devoción democrática de los opinantes gratuitos puede granjearse esta chacota mía. He sido testigo (¡quién no!) de mil aventuras discursivas estériles. Personas que en las reuniones se ponen de pié para que sea más estentórea su payada, delegados de pacotilla que, enamorados de su discurso, lo escriben y lo encomillan para que algún editor desprevenido lo ponga en negro sobre blanco. Es difícil encontrar interlocutores que, como aquel granjero, respondan “puede ser”.

La opinopatía, mal epidémico

Corazón tenemos todos, todos tenemos nariz. El corazón y la nariz son partes de nuestra anatomía. Y las opiniones son parte de nuestra fisiología mental. Todo puede enfermarse, el corazón, la nariz y las opiniones; pero mientras la enfermedad de esos órganos no contagia, la de las opiniones se transmite velozmente, es epidémica. Todavía no lo dicen los libros de medicina, pero el observador atento sabe que esta patología es incurable, te infecta y te condena a vivir en la oscuridad, y lo que es peor, siembra esa oscuridad adondequiera que abras la boca.

La incontinencia opinatoria se presenta en muchos escenarios. Dos de ellos son particularmente coloridos: las reuniones de consorcio y las asambleas de las instituciones. Unas y otras muestran con claridad el estrago que la opinopatía hace entre los hombres, unas y otras acunan a los más conspicuos cultores de la zoncera (dicha esta palabra en su acepción cubana: Sensación de desorientación o de turbación que impide pensar con claridad). Seamos buenos y perdonemos a los opinantes consorciales, porque su estrago no excederá los límites de su ínfima vecindad. Pero uno no puede ser tan complaciente con los charlatanes institucionales porque ellos proyectan su sombra más allá de su carnadura. Cada quien rasca sus nalgas como mejor le cuadre, pero no puede salirse a rascar las nalgas de los demás. Yo suscribo esta teoría.

Otros atribuyen la inconsistencia de las opiniones a una causa más radical. Cuentan que Nasreddín estaba sentado en un rincón de la mezquita, cabizbajo y entre sombras: su hijo había protagonizado un desorden en el mercado y los guardias de seguridad lo habían llevado al manicomio aduciendo que había extraviado el juicio. Los vecinos se acercaron al padre y procuraron consolarlo: “Tu hijo ha perdido el juicio por la voluntad de Allah, le dijeron, debes aceptarlo sin aflicción”. Y Nasreddín respondió: “Yo acepto la voluntad de Allah, pero mi hijo nunca tuvo juicio, por eso me pregunto qué es lo que extravió”.

Acaso yo no comprenda que la capacidad de opinar no ha sido repartida democráticamente entre los hombres, acaso deba ser indulgente con los desheredados de Allah que andan por ahí ensayando saberes que no poseen y pidiendo créditos que no merecen. Pero en cualquier caso, sea que se trate de una enfermedad o de un talento ausente, es cierto que, como dijo el español, en nuestra sociedad abundan abrumadoramente las opiniones. Por eso, creo que es saludable hacer un llamado a la continencia en este sentido.

El color de las opiniones

En mis años jóvenes solía discutir asuntos que excedían mi estatura y la mis contertulios (creo que todavía lo hacen nuestros muchachos). Pertrechado de un puñado de palabras floridas y de dos o tres ideas sacrosantas, con vocación heroica defendía lo que otros ya habían defendido con sus vidas. Y para coronar mis discursos arrojaba al ruedo mis propuestas. Opiniones propias y ajenas, diferentes las unas de las otras. Opiniones que debían resumirse en una que representara el pensamiento del conjunto; y ésta, a su vez, sería refundida con otras más para decir, finalmente, cuál era la opinión general. Vocación uniformadora que esterilizaba, si esto es posible, la más estéril de las actividades humanas, la de opinar.

Aquí debo hacer una digresión. Debo hablar de la teoría de los colores o, para mejor decir, de la propiedad que tienen los colores de resultar en gris cuando se mezclan arbitrariamente. Sea la paleta de un pintor que ha colocado, separados entre sí, varios colores entre los que no faltan los primarios. Si los mezclamos todos en un solo empaste, obtendremos el gris. Siempre gris. Como era también gris el color de aquella opinión que resultaba del forcejeo opinatorio que quería contentar a todos. En otros términos, una neutralidad que aborrecía la luz.

Y en este floripondio irrespetuoso estoy yo, opinador alzado en armas, consentido del editor (ojalá lo fuera del lector), trayendo mi óbolo para contribuir al cambalache de las ideas. Quizá los dioses me perdonen como perdonan a los humoristas que con desidia se mofan de todos. Quizá sean indulgentes por haber hablado de mis culpas fuera del recinto oscuro y breve del confesionario.

* F. Savater, Diccionario filosófico, Planeta, 4ª ed., Barcelona 1997.