Unos elogian la vida, otros celebran la muerte

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Después de escribir otros elogios, Joan Margall quiso escribir un elogio de la muerte. Tomó la pluma y comenzó así: “El mayor elogio que se puede hacer de la muerte es que no existe…” Sólo esta frase alcanzó a escribir, porque al día siguiente murió.

No temí que aquel hado volviera, ni que algún conjuro uniera mi destino al del poeta. Temí que el lector, después de tolerar mi Elogio del disparate, me abandonara. Porque podrá quedarse solo el que hace lindezas, pero el articulista no. El articulista, sabedor de que su afán durará un solo día, quiere vivirlo en compañía de su lector.

Estoy confesándote que yo también quise escribir un elogio de la muerte. Hice algunas anotaciones y luego desistí. Mandé a la papelera de reciclaje el archivo nuevo y de ahí lo eliminé para que no me tentaran los demonios. Y me apresuro a escribir este arrepentimiento para no volver sobre mis pasos.

Creo que la muerte ha ganado más elogios que la vida. La literatura épica, la patriótica, la lírica y amatoria la han exaltado, a veces hasta el delirio. Después de morder el polvo de la derrota, Héctor regresa a Troya consciente de que ahí encontrará una muerte que lo vestirá de luces. Dice: “No puedo concebir morir sin gloria”* Se sabe merecedor de la bella muerte, que implica a la vez la muerte gloriosa.

Desde entonces la muerte fue agasajada por los hombres. “Coronados de gloria vivamos / o juremos con gloria morir”, predica el himno argentino, y la versión moderna del armenio, que en esto sigue al texto original, enseña que “en todas partes la muerte es una / sólo una vez muere el hombre / pero dichoso el que da la vida / por la libertad de su patria”. Por su parte La Marsellesa pretende que los franceses están “menos deseosos de sobrevivirles [a sus mayores] que de compartir su tumba”. Y La Bayamesa, himno de Cuba, versifica así: “No temáis una muerte gloriosa / que morir por la Patria es vivir”.

Puedo ofrecer una explicación mitológica de esta vocación mortuoria. Cuando Dios creó al hombre le dio el atributo de la eternidad y le dijo que se enseñoreara de las cosas, pero le prohibió comer el fruto del árbol del conocimiento. Y el hombre, fiel al barro de su hechura pero no a su Alfarero, comió de aquel fruto. Fue entonces que Dios le quitó la eternidad y sólo le dejó los días. Lo condenó, pues, a la muerte y a la angustia de saberse muerto en vida, él y toda su progenie. Y abrumado por tan severa sentencia, para mitigar su dolor el hombre glorificó a la muerte.

También puedo ensayar una justificación estética. Después del castigo divino la vida y la muerte salen juntas de paseo. Fatigan los mismos caminos, visten iguales colores y no sabes cuál es una y cuál la otra. Ahora acuden al alumbramiento de un niño, luego a una boda, más tarde a un rito cualquiera. A las fiestas del carnaval y a la derrota en la batalla, a la consumación del amor y al funeral de una moza. Y no puedes elegir quién compartirá tu mesa.

Pero la muerte también fue negada. Einstein negó el tiempo, y negando el tiempo negó la muerte. Como ya lo dije una vez, cuando murió Michelle Besso le escribió así a su familia: “Ahora él ha partido de este extraño mundo un poco antes que yo. Esto no significa nada. La gente como nosotros, que creen en la física, saben que la distinción entre el pasado, el presente y el futuro es sólo una ilusión obstinadamente persistente” Si la distinción entre el ayer, el hoy y el mañana es ilusoria, la muerte también lo es. La vida y la muerte no son estaciones del tiempo, son categorías de la conciencia. (He aquí un asunto que no puede ponerse en palabras porque el lenguaje, por ser sucesivo y manifestarse en el tiempo, es inhábil para nombrar lo intemporal.)

“Negados el espíritu y la materia, que son continuidades, negado también el espacio, no sé qué derecho tenemos a esa continuidad que es el tiempo”, escribió Borges. Así, soltó la mano de Berkeley y tomó la de Hume. Y como quien hace una travesura se inscribió en el partido de los negadores del tiempo. No de otra laya tituló Nueva refutación del tiempo al ensayo que guarda esa frase.


No sé si estoy fatigando al lector con estas cosas, no sé si estoy malogrando el espacio que buenamente me concede el editor. Pero creo que algunas veces conviene revisar las cosas que quedan arrumbadas en el desván, aquellas que la rutina esconde en los recovecos de la costumbre. Debajo de la maleza no verdea el césped, pero tan pronto desbrozas el terreno el fervor vegetal lo inunda todo y es entonces que la vida y la muerte se manifiestan y se pavonean sin pudor, quizá con la pequeñez de los átomos, quizá con la magnificencia de un dios. ¿Vale la pena hollar en el asunto?

Este sueño lo conté una vez y voy a repetirlo ahora. Me encontraba en el cementerio buscando una entre muchas sepulturas, creo que en compañía de algunas personas allegadas. Me senté para descansar y entre plantas y flores vi un sepulcro que llamó mi atención. Me acerqué para ver mejor y comprobé que sobre el mármol estaba escrito mi nombre y las fechas de mi nacimiento y de mi muerte: yo había muerto a los ocho años de edad. La experiencia onírica era vívida. Estuve de rodillas frente a esa tumba, besándola y llorando. Ahí yacía mi cuerpo y el que lloraba mi muerte niña era este que soy ahora. Conmigo había un pequeñito, niño o niña no lo sé, que lloraba también. Y en medio de esa congoja desperté y me apresuré a anotar el sueño para que el olvido no lo devorara. Contado desde la vigilia, aquella muerte es un registro de mi conciencia, una ficha almacenada en mi memoria. Pero si miro desde el sueño, mi vida es un devenir que sortea la condenación divina y se extiende más allá de mi muerte. O, si se quiere, es el muerto que pervive en el llorante. Carne de diván.

Dada esta experiencia, no menos vívida que otras de la vigilia, me pregunto qué es lo que merece alabanza, la vida que vive el soñador adulto o la muerte del niño sepulto. ¿O acaso es cierto que la vida y la muerte salen juntas de paseo, en la vigilia y en los sueños, y entonces no puedes elogiar a una sin elogiar también la otra? Carne de poetas.

Todo epitafio es un homenaje a la vida del muerto, al menos así debe entenderse la chacota póstuma de Nasreddín. Quiso que su sepultura fuera hornada con una puerta grande y robusta, clausurada con cerrojos inviolables. Y así se hizo a su muerte. Y según fue también su voluntad, nada había entorno a esa puerta, ni siquiera paredes. Aún hoy la sepultura existe en el cementerio de Aksehir. ¿Qué quiso significar Nasreddín con tan curiosa decisión póstuma? Quizá burlarse de la vanidad humana y denunciar la estupidez de quienes aspiran a tales honores. Pero hay algo más: esa puerta inútil es un homenaje, un elogio al hombre que recorrió la vida amonestando con chanzas a sus contemporáneos.

También elogian la vida los poemas que se cantan en el sur de Suramérica, a uno y otro lado de los Andes. “No quiero volverme sombra / quiero ser luz y quedarme” dijo Atahualpa Yupanqui, y Violeta Parra, que le dijo “gracias a la vida / que me ha dado tanto”, terminó arrancándose la vida porque no pudo “distinguir dicha de quebranto”. Es que el Alfarero, al amasarnos inmortales y luego castigarnos con la muerte, nos dejó perplejos.

Quiero concluir con una curiosidad. Los capitanes de la Real Academia Española votan cada diez años para decir qué novedades llevará la siguiente edición de su ilustre mataburros. El avance para la 23ª edición le ofrece al lector 20 acepciones y 85 formas compuestas de la voz vida, en total 105 significados. En cambio la 22ª edición presenta 6 acepciones y 32 formas compuestas de la palabra muerte, en total 38 significados. Al revés de los elogios, en el diccionario la vida le gana a la muerte. Si la vocación democrática de esos académicos es compartida por los hombres de este tiempo, entonces también los nietos y trasnietos de Adán desobedecerán la voluntad divina. Y como Baco, como Omar Khayyam, levantarán sus copas para celebrar la vida.

* Ilíada, XXII