Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com
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Dos hechos relevantes produjo la Iglesia Católica en un solo lustro: en 1992 la reivindicación de Galileo y en 1996 la aceptación como verosímil de la teoría darwiniana sobre la evolución. Para este último paso Juan Pablo II hizo una distinción entre materia y mente por un lado, y alma espiritual por el otro. Lo primero pudo haber tenido la evolución postulada por Darwin. Lo otro, el soplo que sacraliza al hombre para transformarlo en persona, es obra de Dios. En su carta a este respecto Juan Pablo II dijo que “la teoría de la evolución de Darwin, durante casi 140 años la máxima herejía frente a los ojos católicos, fue erróneamente desechada”.
De esta manera la Iglesia iniciaba un camino que podía conciliar el dogma católico y la ciencia. Se trataba, pues, de interpretar algunos textos sagrados en sentido metafórico. En este caso el Génesis, nada menos.
Iglesia y sexualidad
Siguiendo esta línea de aproximación, en el libro Dios y el mundo el entonces cardenal Ratzinger decía: “La Iglesia considera la sexualidad una realidad central de la creación. En ella la persona está conducida al Creador en su máxima cercanía, en su suprema responsabilidad. Con ello participa personal y responsablemente en las fuentes de la vida. La sexualidad es algo poderoso, y eso se ve en que pone en juego la responsabilidad por un nuevo ser humano que nos pertenece y no nos pertenece, que procede de nosotros y sin embargo no viene de nosotros. A partir de aquí, creo yo, se entiende que dar la vida y responsabilizarse de ello más allá del origen biológico sea algo casi sagrado”.
Pero el 10 de junio de 2005, en una audiencia colectiva ofrecida a los obispos de Sudáfrica, Botswana, Swazilandia, Namibia y Leshoto, el ya papa Benedicto XVI les instó a que “sigan en el esfuerzo de combatir el virus [del HIV] que no sólo mata sino que amenaza seriamente la estabilidad económica y social del continente”. Y ante esos prelados que en sus diócesis reúnen al sesenta por ciento de los enfermos, agregó: “Las enseñanzas tradicionales de la Iglesia aportan la prueba de que la castidad es el único medio seguro de prevención del Sida”. Y ahora, al visitar Camerún en marzo de 2009, profundizó este dislate. Un paso adelante (el del papa muerto), y un paso atrás (el del papa que ahora reina sobre las almas católicas).
Si el Vaticano, tradicionalmente refractario a los cambios, ha intenta acordar con la ciencia en asuntos tan graves como la situación de la tierra en el universo y el origen de la especie humana, ¿por qué no lo hace también con los hombres en los temas referidos a su sexualidad? ¿Cuánto más habrá que esperar para conciliar las necesidades vitales de los hombres con los mandatos de Dios? A despecho de los imperativos biológicos y de los hallazgos de la ciencia, la Iglesia Católica les impone a sus fieles la abstinencia sexual, prohíbe el divorcio, condena la anticoncepción y eleva a la categoría de crimen el aborto y la clonación, cualquiera sea la circunstancia o el fin con que se los practique. Estas son conductas que tienen relación directa o indirecta con la sexualidad, como el celibato sacerdotal y la prohibición del sacerdocio femenino.
Creo que la Iglesia ya no podrá mirar al cielo solamente ni podrá limitarse a afianzar su poder terrenal. Deberá mirar también en dirección a los hombres para reaccionar con realismo ante sus necesidades y los desafíos que le propone este tiempo. Creo sin vacilación que el Vaticano deberá subirse a la historia para acompañar a sus fieles en cada contingencia de su vida. “Un elemento importante que ha de tener en cuenta la Iglesia es no perder su intento de encarnación en la realidad de la historia de los pueblos”, dice con razón Justo Laguna.
Es deseable que la Iglesia produzca cambios en estos aspectos. Que el nuevo pontífice encuentre la herramienta conceptual y discursiva apropiada para modernizar la Iglesia sin lastimar su dogma.
Iglesia y política
Mucho se ha dicho sobre la intervención de la Iglesia en política, por eso no abundaré al respecto. Revisaré fugazmente su presencia en el escenario mundial durante la última centuria.
El Vaticano ha estrechado alianzas con los factores de poder, suscribiendo a uno de los partidos durante la llamada Guerra Fría. Pero déjeme el lector que eluda todo enrolamiento partidario y procure describir tan objetivamente como me es posible la conducta política de la Iglesia Católica. Y decir que fue durante la segunda mitad del siglo XX que se advirtió un cierto escozor en algunos sectores internos por el desdén de la Iglesia hacia los pobres. El afán crematístico de un capitalismo que repetidas veces fue objeto de reproches por parte de Juan Pablo II, contó, sin embargo, con su apoyo decisivo para la construcción del mundo unipolar de hoy. Y quienes propiciaron el regreso a las enseñanzas fundacionales fueron apartados, unas veces con maneras más o menos urbanas, otras veces no. Ese fue un error histórico que la Iglesia cometió en el siglo pasado, porque no necesitaba aliarse con uno de los imperios para conjurar el avance del otro. Necesitaba de una militancia vaticana consecuente con el credo y la moral cristianos. Ciertamente, hay una identidad que la Iglesia debe recuperar. Y es la identidad cristiana.
“La Iglesia tendrá que intervenir en la legislación y recordar siempre las grandes constantes humanitarias de la organización social humana (sic). Porque cuando el derecho carece de bases morales comunes, pierde su validez. Visto así, la Iglesia asume una responsabilidad global”. Confieso mi preocupación por estos dichos del ahora pontífice.
La pirámide eclesial
No hay en el mundo credo o religión que cuente con una organización jerárquica como la Iglesia Católica. Ella conjuga dos órdenes: el monárquico y el aristocrático. La monarquía es electiva pero vitalicia, y los atributos de su mando son venidos de la divinidad. El monarca es infalible y ejerce el vicariato de Jesucristo, Dios e hijo de Dios, sobre la tierra. El orden aristocrático está subordinado al papa, es su largo brazo para llegar a todos sus súbditos, a todos los lugares.
Una estructura de esta clase, que gobierna sobre las almas y custodia las necesidades mundanas de más de mil millones de personas, que ha marcado durante siglos el destino de continentes enteros y que ha estrechado alianzas que derribaron imperios, se debate ahora en una sugestiva contradicción: por un lado la apertura a la ciencia y a las otras religiones, y por el otro lado la cerrazón dogmática y el extrañamiento de su grey.Son señales que causan preocupación.
(1) Sobre este particular puede verse mi artículo La Iglesia Católica en camino de reconciliarse con la ciencia, en La Nación del 5 de enero de 2000; también en Heráclito Filosofía y Arte, entrega 12 del 18 de agosto del mismo año.
(2) Decía Pío XII que la creación del Jardín del Edén pertenecía a la historia en el verdadero sentido. La creencia en Adán en sentido literal era vital según este pontífice, porque preservaba la doctrina del pecado original, principio cardinal de la fe. Obsérvese el cambio radical que en este sentido introdujo Juan Pablo II.
(3) Ver suplemento Enfoques del diario La Nación, 22 de mayo de 2005. La cita corresponde a la conversación que el entonces cardenal Ratzinger mantuvo con Peter Seewald en 2002 y que fue publicada por Galaxia Gutenberg en Barcelona, 2002.
(4) Ver nota de Julio Algañaráz en diario Clarín del 11 de junio de 2005.
(5) Justo Laguna, Luces y sombras de la Iglesia que amo, Sudamericana, 5° ed., Buenos Aires 1996.
(6) En Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, junio de 2005, en una nota crítica titulada El buen viejo anticlericalismo, Carlos Gabetta anota: “No es casual que sea en Estados Unidos, la única gran potencia, donde esta alianza es hoy más evidente”.