Matusalén y yo

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Séptima generación de Adán, que murió a los 930 años, tataranieto de Quenán, que murió a los 910 años, bisnieto de Mahalalel, que murió a los 895 años, nieto de Yéred, muerto a los 962 años e hijo de Henoc, que no murió porque fue llevado por Dios sin pasar por la estación fúnebre, Matusalén, el más anciano de cuantos vivieron, murió cuando contaba 969 años sobre su osamenta. Su hijo, Lamec, murió joven, a los 777 años, y su nieto, Adán, elegido de Dios para sobrevivir al diluvio, alcanzó los 950 años. Así lo declara el Libro del Génesis.

Voltaire nos trae esta noticia de Moseri: “Hay setenta sistemas de cronología de la Historia Sagrada, a pesar de que ésta la dictó Dios mismo” Y se entristece: “¿Qué hilo puede guiarnos en el laberinto de las disputas entabladas desde el primer versículo de la Biblia hasta el último? La resignación. El Espíritu Santo no quiso enseñarnos la cronología, la física y la lógica. Sólo deseó que fuéramos hombres temerosos de Dios y que nos sometiéramos a él no pudiendo comprenderle”
[i].

Y yo, menos protestón que ese francés, menos cauto también, me resigno a la cronología y a la noticia bíblica y declaro que cuando escribo esto (abril de 2009) llevo vividos 832 años, casi tantos como Mahalalel. Por eso, creo que el título no es una desmesura. Aún más: creo que si bien mi nombre no será recordado en el Libro del Origen, tengo algunas chances de batir el récord de Matusalén.

Por otra parte, ¿qué son los años sino formas arbitrarias de medir el tiempo? ¿Y si en vez de tomar el giro de la Tierra alrededor del sol eligiéramos su rotación umbilical? ¿O la duración de la preñez humana o algún otro ciclo de la naturaleza? Dice Borges (Einstein ya lo había dicho con autoridad científica) que el tiempo es una delusión y que todos los tiempos se resumen en un solo instante. Y que ese instante es la eternidad, la negación del tiempo.

Por eso yo elijo tener tantos años, para medir mi edad con el patrón bíblico, el que midió las edades de Adán y de Matusalén y de Noé. Pero no me resisto a ser más joven y, entonces, medirla con el patrón solar, en cuyo caso aquellos patriarcas también deberán contentarse con dos dígitos para sus edades: Adán con 77 años y medio, Matusalén con poco menos de 81 y Noé con poco más de 79. Y decir que algunos porteños que hoy recorren las calles de Buenos Aires son más viejos que Matusalén.

La medida bíblica para decir cuánto vivieron aquellos patriarcas es el periplo lunar. Luna bondadosa, desde luego, porque en su deriva alrededor de la Tierra nos regala más edad que el sol que, artero, al tiempo que nos ilumina acorta nuestras vidas. Por eso el Cronista Divino eligió el año lunar para anotar las edades de aquellos hombres.

¿De qué se quejaba entonces el ilustre Voltaire, si, de acuerdo a la medida del Génesis, el vivió más que Matusalén?

No sé si con estas lucubraciones yo he viajado a los tiempos de Matusalén o le he traído a él hasta nuestros días. Quizá eso importe menos que el haber conciliado nuestras edades con las de aquellos precursores de la humanidad. Y haber hecho un aporte a la credibilidad del libro más eminente entre todos los libros. Aún más: quizá estas razones sirvan para creer en la bondad del Creador que, si bien una vez nos expulsó del Jardín del Edén, nunca más nos castigó desde entonces, no acortó nuestras edades y hasta consintió que emuláramos en eso al propio Matusalén.

Como ves, amable lector, las perplejidades bíblicas son solubles en agua y pueden resolverse si se las confronta con la ciencia y se las mira con bondad. No es verdad que Abraham fuera incestuoso ni que consintiera en sacrificar a su hijo; estas cosas vienen de un malentendido bíblico que puede aclararse en beneficio de la fe. Si mi pluma me es dócil y mi entendimiento se aclara y se expurga de la prédica de los apóstatas, alguna vez escribiré sobre estos temas.

Libro eminente

La apostasía te descalifica frente a los que necesitan verte calificado, frente a quienes quieren creer lo que la ciencia no ha atestiguado todavía. La apostasía es un pecado capital equiparable a la traición, pero con el agravante de que el apóstata, ungido para decir el Verbo Divino, lo niega. Charles Darwin no fue un apóstata porque su débito no era con Dios sino con la ciencia; pero quienes ahora, después de la carta de Juan Pablo II sobre la evolución de las especies
[ii], lo desacreditan y lo devuelven a los viejos tiempos, esos sí son apóstatas porque exponen las enseñanzas bíblicas al escarnio de una ciencia que ya ha echado bastante luz sobre el asunto. Quiero decir que así como yo quise sentarme a la misma mesa con Matusalén, los custodios actuales de la fe debieran amistar con quienes han encontrado caminos de concilio entre la fe y el saber.

Un diálogo entre Adán y Darwin, imaginado por una mente más fecunda que la mía, podría esclarecer los secretos y las perplejidades del Libro del Génesis, de las que no he hablado en esta nota. Luego llegará el tiempo para hablar de las leyes y de los mandatos y de los milagros y de otras cosas más. Y los hombres tendrán paciencia y esperarán a que ese tiempo llegue, porque si supieron esperar desde el principio unos, desde hace dos mil años otros, y desde la Hégira
[iii] los que pueblan el Oriente medio y central, ¿por qué no habían de esperar los tiempos de la ciencia, infinitamente más breves?

La creación del tiempo

“En el principio creó Dios los cielos y la tierra. Y la tierra estaba desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo, y el Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas. Y dijo Dios: Sea la luz; y fue la luz. Y vio Dios que la luz era buena; y separó Dios la luz de las tinieblas. Y llamó Dios a la luz Día y a las tinieblas llamó Noche. Y fue la tarde y la mañana de un día”
[iv].

Dios acababa de crear el tiempo, su obra más importante, la que lo consagraría por encima del resto. Porque todas las otras cosas que creó, las bestias y el hombre entre ellas, son alhajas de aquella creación eminente. Las demás cosas no son, en verdad, obras dignas de Dios único y omnipotente, son industrias que los hombres han ido replicando y hasta perfeccionando con el correr de aquella primera creación, el tiempo. Después los hombres pusieron las medidas según convenía a sus apetitos. Pero no agregaron un solo instante al tiempo porque no poseían ese talento.

Por eso Matusalén y yo podemos medir nuestras edades. Porque más allá de cuál artificio usemos para contar nuestros días, él y yo somos tributarios de la muerte. Por eso, también, debiéramos contar nuestras edades con el patrón del Creador, y decir que llevamos tantos días sobre la faz de la tierra.

Excusa

No quiero terminar estas anotaciones sin reverenciar la fe de unos y de otros. Todos merecen mi respeto, cualquiera sea su creencia o la medida de su devoción. Pero nadie merece mi silencio o mi obsecuencia. He dicho algunas cosas con seriedad y hasta con gravedad, otras con ironía, pero ninguna con irreverencia. Y en lo que el lector pueda encontrar de juego en estas líneas, deberá consentirlo porque, después de todo, ese es el único oficio que nos hace dichosos a los hombres. En este sentido, creo que si alguna vez dejáramos de jugar Dios nos amonestaría por eso.

[i] Voltaire, Diccionario Filosófico, RBA, Barcelona 2002, t. I, p. 30, al ocuparse de la entrada Abraham.
[ii] Dijo Juan Pablo II el 24 de octubre de 1996: “La evolución física del hombre y las otras especies es ya más que una sola hipótesis. Es ciertamente destacable que esta hipótesis se haya enraizado progresivamente en la mente de los investigadores, luego de una serie de descubrimientos en diferentes esferas del conocimiento. La convergencia no ha sido buscada ni provocada por los diferentes resultados de estudio llevados a cabo con independencia entre unos y otros, lo que constituye en sí mismo un importante argumento a favor de la teoría”.
[iii] El califa Umar I señaló el año de la Hégira como el primero de la era musulmana, que comienza el 16 de julio de 622 d. C.
[iv] Génesis 1. 1-5.