La multipolaridad en el escenario internacional

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

La última década del siglo XX vio desaparecer a la Unión Soviética y, con ella, al mundo bicefálico. El desmembramiento del coloso comunista y el cambio de signo político de los países que lo integraban abrieron paso al mundo unipolar de nuestros días. Este proceso se vio favorecido con el secesionismo en la ex Yogoslavia y el regreso al capitalismo de los países del este europeo. La alianza noratlántica, por su parte, se nutrió con nuevos miembros y la hegemonía norteamericana se hizo indiscutible.

La historia conoció otros escenarios hegemónicos donde una sola potencia ejerció el poder imperial, pero nunca antes ese escenario se había extendido a casi toda la humanidad. El mundo era más extenso antes, los pertrechos económicos y militares eran de dificultoso traslado y la ocupación de un suelo extranjero o el control de sus recursos requerían ingentes esfuerzos. Hoy los medios son otros, los recursos productivos se han reconcentrado y las comunicaciones se han extendido a cada rincón del planeta, tal que desde Washington se toma una decisión que llegará sin mediación y sin tardanza al lugar más remoto y cambiará de una vez la vida de sus habitantes.

Si la historia de la Roma imperial es la historia de sus ejércitos, si la historia de la revolución industrial es la de los avances científicos y técnicos aplicados a la producción en escala, si el imperialismo inglés inauguró los grandes mercados transoceánicos, la historia de nuestro tiempo es la historia de los medios de comunicación.

Así, entonces, la unipolaridad actual importa el ejercicio del dominio económico, financiero y militar en todo el planeta. También, aunque con más morosidad, el dominio cultural a igual escala. En estas condiciones ¿es posible imaginar un escenario multipolar adonde otros actores centrales compartan el poder mundial?

También puede inquirirse si es deseable la multipolaridad, si el ejercicio del poder hegemónico por parte de una pluralidad de estados no integrados en una superestructura política puede ser favorecedora para la comunidad internacional. Porque si la presencia de los EEUU y la URRS no impidió la Segunda Guerra, si los múltiples conflictos regionales y las marcadas desigualdades se acentuaron a la sombra de esa bipolaridad, es difícil establecer cuál será el decurso de la historia en un escenario donde la Unión Europea y China vienen pujando por ocupar lugares hegemónicos.

La UE, trabajosamente construida a partir de Maastrich, ha demostrado su capacidad para resolver los conflictos que otrora enfrentaron a sus miembros, al tiempo que su integración -económica primero y crecientemente política después- le permite satisfacer su demanda interna y avanzar hacia otros mercados. Al amparo de su moneda única, Europa también desarrolla aceleradamente su mercado de capitales y su capacidad de control de los recursos financieros a nivel global.

Los aspirantes imperiales

Por su parte China, con un crecimiento sostenido del ocho por ciento anual en el último cuarto de siglo, ha dejado de ser tan solo un mercado potencial para los productos occidentales y promete convertirse en la economía más grande para el 2020*. Al incentivo de su consumo creciente suma el desarrollo de una industria que compite con ventaja sobre sus homólogas de Occidente, lo cual genera comprensible preocupación en los países desarrollados, que buscan posicionarse ventajosamente para el intercambio bilateral. He aquí un escenario mundial posible donde tres potencias, por lo menos, ejercerán la primacía económica y, con ella, también tecnológica, financiera y militar.

La historia es previsible en algunos casos, en otros suele prodigarnos sorpresas. Así, no podemos predecir qué será de la todavía poderosa Federación Rusa, del Japón y de los países del sudeste asiático. Tampoco puede anticiparse qué será del hasta ahora frustrado empeño aglutinante de los países islámicos, que cuentan en su haber con las más grandes reservas petroleras y una unidad religiosa y cultural de la que carece Occidente.

Vista la cuestión desde otra perspectiva, también ignoramos qué novedades nos traerá la investigación científica y su aplicación a la generación de energía y, entonces, si las actuales regiones estratégicas pueden dejar de serlo en algún momento. Si en el futuro las fuentes alternativas de energía pueden abastecer los requerimientos humanos, otro será el escenario internacional, las economías que hoy dependen de los hidrocarburos mudarán sus planes y trazarán nuevos objetivos militares. He aquí unas circunstancias que rediseñarían los polos del desarrollo y crearían nuevas relaciones de poder en el mundo. Un escenario quizá multipolar, pero no necesariamente equilibrado y pacífico.

¿Dónde se alojará el poder?

No es desatinado imaginar un mundo donde el poder sea ejercido por no menos de tres centros diferenciados. Quiénes lo ejercerán, es difícil decirlo. Se perfilan, desde luego, los Estados Unidos, la Unión Europea y China; pero no puede descartarse que cambien los protagonistas.

Por otra parte, es preciso señalar que el poder, esa cosa inasible, de variable definición y tan apetecida por los individuos, por las corporaciones económicas y por los estados, puede presentarse de diferentes formas. Concentrado en cabeza de un solo Estado con vocación imperial, como ocurre en la actualidad, o repartido entre un número plural de estados, como frecuentemente ha ocurrido en la historia.

Pero en las actuales condiciones no puede imaginarse a la comunidad internacional con un poder difuminado, repartido democráticamente entre todos los estados. La propia Europa, que sin duda se encamina hacia un mayor protagonismo en el mundo, asoció a sus estados para que esas aspiraciones tuvieran andamiento. Es que un mundo como el nuestro, que se comunica en tiempo real y que ha sorteado todas las distancias terrenales, no consiente una democracia interestatal.

Resta todavía examinar el desplazamiento progresivo del poder desde las estructuras formales del Estado hacia las grandes corporaciones económicas. Este fenómeno, también favorecido por los modernos medios de comunicación y control de la información, trae un nuevo asunto a considerar: el de la justificación de una democracia formal, de la que hoy se ufana el lado occidental del mundo. E impone, a su vez, un nuevo examen sobre la distribución del poder.

Después de decir estas cosas quizá deba esperar los reproches de quienes, con justicia, aspiran a un mundo en el que el poder y los medios estén distribuidos con mayor equidad. ¿Podrá alcanzarse este objetivo en el contexto que he ensayado? He aquí una cuestión cuya respuesta, que desde ya anticipo afirmativa, daré en otra oportunidad.

* Al escribir este artículo no se había desatado la crisis financiera mundial de fines de 2008. Ahora, sumido el mundo en esa crisis, China, como tenedor principal de los bonos de la deuda externa norteamericana y dueña de un fenomenal mercado de consumo cautivo, puede adquirir un protagonismo mayor que el previsto.