Mi esposa, mi mujer, mi compañera. Mi pareja

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Pongo el título con pluma de varón, no con vocación machista. Por eso, si mis lectoras quieren cambiar el género no me fastidiarán. Antes bien, me ahorrarán aclaraciones fatigosas. Y escribo lo que sigue como sociólogo, sin serlo, como psicólogo social, sin serlo, como antropólogo, sin serlo. O siendo, de todas estas cosas, un poco, sólo un poco. Como soy un poco economista, un poco médico y un poco moralista.

Creo sin hesitar que ninguna acción humana me es ajena, ningún discurso me está vedado ni puede impedírseme que escriba sobre las cosas que me atañen. Así, mi derecho viene de mi hechura humana, no de títulos o talentos ausentes. Y también viene de dos generosidades, la del editor y la del lector, que hasta hoy han consentido mis dislates.

Por otra parte, ¿siempre has de leer las mismas cosas, esos ardides de la política, esas austeridades de los credos, esas promesas de los mercaderes y las crónicas adonde tan pronto te enfrentas a un nuevo hallazgo de la ciencia como a un accidente de tránsito, al precio del crudo en la plaza de Nueva York o al resultado de un comicio?

Inicio, pues, mi excursión discursiva de este día. Quieran los dioses que mi razón prime sobre mi pasión, quiera descansar la tradición y el escrúpulo en su sitio para dar paso a los nuevos legisladores, a los jóvenes que, forzando vejestorios, vienen a decir cómo quieren que sea el mundo en sus días. Quiero ser como la uva nueva, no como la pasa que escamotea sus rugosidades en el amasijo de los panes dulces. Quédense otros con los dimes y diretes que yo elijo pasear mi humanidad en la primavera de las generaciones.

Se trata de revisar el viejo concepto de matrimonio, de ver cómo en un viaje de vértigo el siglo XX nos llevó de ese viejo instituto a la unión de nuestros días, sin ritos ni abalorios, cómo esa tradición multimilenaria cedió al embate de unas pocas generaciones. En el decurso de un siglo escaso la tradición depuso su soberbia, la moral desdobló su insinceridad, cayó con estrépito el estrado de la ley y en la antesala del templo se quemó el estandarte de la moralina.

De casados, concubinados, monógamos y polígamos


Todo esto debí decir para atreverme al asunto. Y como no es bastante todavía, pido el auxilio de David Hume, el escocés: “El mundo es tal vez el bosquejo rudimentario de algún dios infantil, que lo abandonó a medio hacer, avergonzado de su ejecución deficiente; es obra de un dios subalterno, de quien los dioses superiores se burlan; es la confusa producción de una divinidad decrépita y jubilada, que ya se ha muerto”*. Quizá sea así y por eso el hombre, ese presuntuoso émulo del Creador, ahora quiere perfeccionar la obra y ensaya otra forma de organización familiar, más libre, más espontánea, más conforme a los vaivenes del espíritu que a las mandas divinas o terrenales. Quizá sean estos jóvenes de ahora los nuevos apóstoles de una humanidad que ha empezado a cambiar de golpe, cuestionando el valor y la sacramentalidad del matrimonio.

Cuando los de mi edad decíamos “mi esposa”, algunos, tibios todavía, se atrevieron a decir “mi mujer”. Poco después los osados nombraron a sus evas “mi compañera”. Y por fin vinieron los nuevos y, sueltos de huesos, consagraron el concepto y la voz que había de saldar todas las cuentas: “mi pareja”, dijeron. Y contentos se fueron los casados a compartir la cama, como los concubinados, como los monógamos y los polígamos, los étero y los homo. Cayeron las paredes del templo, naufragaron las leyes y los leguleyos debieron aceitar su imaginación para salvar los restos del naufragio.

Los de mi generación obedecimos mandatos y nos prosternamos ante la tradición, la religión, la ley; creímos en la virtud de una moral que no habíamos diseñado, fuimos (somos) súbditos del pasado. Los que llegaron a la vida después de nosotros, en cambio, abolieron aquellas reglas y legislaron para sí y para su tiempo. En otros términos, reivindicaron su libertad de ser y fueron construyendo sus relaciones maritales a medida que discurría su vida. Era su derecho.

Si estas reglas y hábitos son mejores o peores que los anteriores, es ocioso discutirlo ahora. Son y rigen las conductas de los jóvenes aquí y en buena parte del mundo, de suerte que deben mirarse como una realidad que va afirmándose más cada vez y que no cambiará en plazos previsibles.

Estas formas de unión entre el varón y la mujer conocen algunos antecedentes, sobre todo en el siglo pasado. Quizá el más ilustre sea el de Sartre y Simone de Beauvoir. Por eso, hoy no importa su forma, sí su extensión; hoy los jóvenes sortean las mandas religiosas y legales y estrechan alianzas maritales que otrora hubieran suscitado escándalos. Las familias, aún las más tradicionales, empiezan a ver con benevolencia este nuevo estilo de apareamiento y sólo aspiran a su consistencia y perduración cuando tienen hijos. Y en lo patrimonial el viejo régimen de los bienes gananciales tiende a ser reemplazado con otro régimen aún más viejo, el del condominio. Ellos compran por mitades indivisas y así sortean los engorros de las sociedades conyugales, sobre todo cuando deben disolverse. Y las obligaciones alimentarias entre los cónyuges, fruto del diferente lugar que otrora ocupaban el hombre y la mujer en la sociedad, van perdiendo significado a partir de la irrupción de ésta en las más variadas profesiones y cargos.

Ciertamente, no es igual un condominio que una sociedad conyugal, no son parejas las consecuencias patrimoniales si muere un condómino o un esposo, y la atribución de paternidad puede suscitar engorros judiciales si el varón no ha reconocido expresamente al hijo, cosa que no ocurre cuando la pareja se ha unido en matrimonio legal. Otras dificultades pueden señalarse todavía, pero los detractores del matrimonio las van sorteando con los recursos de la legislación civil.

Confrontando valores

Más allá de los preceptos religiosos y legales y de los mandatos sociales, más allá de los excesos de moralina y de las reputaciones olorosas, creo que las nuevas formas de unión plantean una vez más el viejo dilema de la seguridad y de la libertad. Otra vez la sociedad confronta esos dos valores: la seguridad de una unión duradera que cumpla el mandato divino y humano, y la libertad de soltar amarras cuando la unión no satisface las expectativas de una de las partes. Un planteo filosófico, una forma de organización familiar que naturalmente tendrá consecuencias en la organización social, un estilo de vida y una manera de relacionarse con el otro. En definitiva, una vida, dos vidas, la vida de toda una sociedad que se está reconstruyendo sobre valores nuevos.

Y están las otras uniones, aquellas en las que se quiere romper el molde biológico y alterar las funciones que la naturaleza le asigna a cada una de sus dos mitades. Se pretende (se ha logrado en muchos casos) consagrar las uniones de personas del mismo sexo y semejarlas al matrimonio legal. Hay países que han legislado el matrimonio homosexual, otros le han reconocido un estatuto legal que lo semeja al matrimonio convencional, y los hay que autorizan a las parejas homosexuales a tomar niños en adopción. En estos casos yo tengo algunos reparos: creo que las leyes no deben desdeñar la razón biológica; creo que la sexualidad garantiza la perduración de la especie y por eso no deben equipararse las uniones heterosexuales y las homosexuales; creo que las otras diferencias, las que están más allá de las funciones reproductivas, las que tienen que ver con el goce sexual, quieren que la sociedad se construya sobre el apareamiento del hombre con la mujer, del varón con la varona en la nomenclatura bíblica**. Y creo que quienes prefieren otra clase de uniones pueden tenerlas sin forzar la razón biológica. Nadie puede ser privado de lo que la ley no prohíbe, de lo que, a esta altura de los tiempos, hasta Perogrullo autoriza.

Por una parte el mundo parece encaminarse a la abolición del matrimonio; por la otra, consiente la regulación por ley de uniones que hasta ayer eran denostadas y anteayer merecían la hoguera. Y hoy mismo, en algunas partes del mundo, se castigan con la cárcel y los tormentos. Paradojas de nuestro tiempo.

* Debo esta cita a Borges, El idioma analítico de John Wilkins, en Otras Inquisiciones, Emecé, 17ª impresión, Buenos Aires 1996.
** Gén. 2.23